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martes, 27 de septiembre de 2016

Instrucciones para respirar

Hágase con un libro de anatomía. Ábralo en la página en la que se muestran los órganos internos (quizá antes del sistema nervioso, quizá después del esqueleto) y averigüe dónde se hallan sus pulmones. Este paso puede usted hacerlo de pie o sentado, pues su posición será indiferente para el proceso de aprendizaje.

Una vez haya usted estudiado esa página, busque aquella del sistema respiratorio (quizá antes del sistema digestivo, quizá después del aparato reproductor) y trate de entender cómo el aire que usted absorbe por su nariz o boca llega a hinchar los pulmones, que ahora sabrá se encuentran en el pecho.

Deje el libro a un lado. Si es uted una persona muy organizada, vuelva a ponerlo en su lugar en la estantería (quizá antes de un atlas mundial, quizá después de una enciclopedia de cocina), ya que el siguiente paso requerirá su total atención, y la idea de objetos desordenados a su alrededor podría alterar su capacidad para concentrarse.

Ahora póngase de pie e inspire. Es decir, haga fuerza desde el interior de su cuerpo para sorber con la nariz como si fueran sus agujerillos el centro de un remolino furioso. Sus pulmones se hincharán como globos y usted habrá de parar la inspiración cuando sienta que ya no tiene espacio para más aire. Ponga cuidado en frenar a tiempo ya que estudios científicos científicamente probados por científicos estadounidenses muy importantes demuestran que una inspiración demasiado larga puede hacer reventar pulmones pequeños o débiles.

Retenga el aire en sus pulmones durante algunos segundos. No lo haga cautivo mucho tiempo porque en el estudio arriba mencionado se habla de individuos que murieron también por esta causa, habiéndose primero tornado azules. Un tono de azul como el de Ives Klein. Quizá demasiado morado.

Deshágase después del aire soltándolo por la boca como soltaría frente a un precipicio la mano de ese cliente molesto que a veces le hace millones de preguntas sin sentido para después no querer sus servicios. Deshágase del aire de dentro de sus pulmones como si se deshiciera de sus ansiedades. Quizá pueda, de hecho, hacer ambas cosas a la vez.

Repita hasta el fin de sus días. Recuerde que de no repetir con constancia, será el fin de sus días. Tenga también en cuenta que, tal y como quizá recuerde del tratado de anatomía del primer paso, los pulmones están cerca del corazón. Por lo tanto, si uno se olvida de respirar, bien se encogen por falta de aire y quedan fláccidos, haciendo que el músculo del amor caiga hasta los piés; bien se hinchan por exceso de gas y lo oprimen hasta que ya deja de latir.

domingo, 1 de mayo de 2016

Do it to Julia! Not me!

The whole thing feels like a film. Like if you were watching it on a huge flat TV screen or through the eyes of someone else. The white vehicle speeding up next to you, the loud arrhythmic siren muting any other noise in the street, the light of it reflecting on every surface on the walls: blue, red, blue again. You feel some kind of unwholesome curiosity as you see it get through your neighbourhood and let your mind erratically rumble through other corners of your mind when it gets out of sight.

Then, when you approach the house just to see the ambulance parked right in front of it, its back doors wide open, the dream starts. And you will later remember thinking of it as a dream because it was even more ethereal than before, a little weird voice inside your head screaming it couldn't be true all the time. You will also have the impression that you didn't walk but float because your brain was so busy registering new information that the sound of your steps or the feel of your feet on the ground won't be recorded in your memory.

Then you prayed to gods you didn't know you could think existed. To all. To no one in particular. You pray to yourself it's not your floor, not your door, not your flat. And again you fly, upstairs this time, and you know that whatever the end of the fantasy is, no matter if your life is being fucked up right now or not, you will feel a very real pain in your stomach when the pressure leaves you. And you may vomit, and you may cry, and you may need to hold onto something because you are about to faint.

And it gets worse because your door is open. And you can hear noises and the paramedics shout although you cannot understand their words. Everything is spinning and some weird darkness enters your body through the corners of your eyes. But you cannot let the world go and you shake it out of your head. You have to stay firm and stand.

You will survive now. It's not difficult given the chaos and the confusion. But you realise tomorrow things will somehow calm down and fall into their places. The day after, if not. And at some point people will expect you to perform normal activities such as answering the phone or even breathing and to leave the pain behind. Your suffering and its reasons won't be mentioned on the newspapers and the subway and trains will keep on running. Nothing will have changed for the rest while nothing will be the same for you again and you will hate random men and women and kids in the street for their ability to smile.

It cannot be you. It was never you before. You should be one of the others, on the side where the grass is greener and the sun always shines and birds sing like a perfectly harmonious choir. That has always been your role in the theatre of life. You master your lines, you make the right comments and, like you had been rehearsing for it, you pat people on their backs when it's expected. That's why you prayed it wasn't you. Because that is fair. Because drama is what happens at least one door away.   

jueves, 2 de abril de 2015

Marineros de ciudad

En una primera cita, Elena siempre le pedía a su acompañante que le mostrase sus manos. Las tomaba entre las suyas, las observaba con detenimiento y las rozaba con los pulgares. Ella creía que, a través de esta exploración minuciosa podía acceder al alma del dueño de las extremidades en cuestión.

Su padre había sido pescador. Recordaba la fuerza desmedida de sus abrazos y sus caricias rugosas, con dedos morenos y palmas ásperas pero llenas de amor cuando iba a recibirlo al puerto. Las manos de su madre, que cortaban pescado y arreglaban redes casi a diario eran también un vasto campo de cortes y durezas.

Ahora ella vivía en una gran ciudad. Su familia había invertido tiempo y dinero que ella tuviera un trabajo cómodo y ese "mejor futuro" del que tanto se hablaba en los pueblos hace pocos lustros y en el que nadie cree hoy en día. De este modo, además de esforzarse por conseguir siempre unas notas excelentes, aprendió arte, idiomas y música en sus ratos de ocio. Sus manos nunca sufrieron los ataques del agua, el viento o la sal.

Así, Elena sostenía las palmas de su posible siguiente príncipe azul y sentía que el corazón se le derretía cuando reconocía en ellas una dura profesión. Y sentía después que ese músculo lleno de sangre que le habitaba el pecho se le encogía cuando pensaba en cómo el amor de aquel hombre de quién ya se estaba prendando irremediablemente le podría ser injustamente arrebatado como el mar le robó a su padre una tarde, cuando ella lo esperaba en la orilla y nunca lo vio llegar.

miércoles, 14 de enero de 2015

El reencuentro

Caminas por la gran ciudad como perdido, buscando algo que te recuerde a mí, teléfono en mano por si, a través del cromo y el cristal, hago acto de presencia.
Aún recuerdas mis dedos rasgando el aire, una seña, un saludo, cuando en pleno enero el sol decidió regalarnos un día claro y cálido, para que calor sintiéramos al volver a encontrarnos. Salías apresurado del trabajo, la corbata demasiado suelta para resultar elegante, el cabello algo alborotado y el gesto expectante, como un reflejo de tu corazón. Querías encontrarme pronto y era fácil avistar a la chica de colores entre la homogénea muchedumbre gris con la que has contraído matrimonio, al menos de lunes a viernes. Te asombrarías al verme. Seguro. Porque siempre se asombran aquellos que hace mucho que no se rozan con las pupilas. Y yo me asombré también.

¿Dónde has dejado al chico que soñaba asomado a su mapa del mundo, que vivía en el camino y volvía después, cansado pero sonriente, a posar su vista en el mágico papel que le mostraba, estampados en colores, todos los posibles horizontes, para marcar con chinchetas sus nuevos territorios conquistados? ¿Cómo sobrevive el pajarillo mochilero del que me prendé perdidamente hace ya mucho tiempo en esa burda jaula de cemento blanqueado, sin trazas de arte o creatividad pero que inadecuadamente, como con ironía o en socarrón tono de burla, llamaron Picasso? ¿Cómo extenderá sus alas si se las cosieron a un traje? ¿Cómo alzará el vuelo si sus pies se ven obligados a arrastrarse amargamente sobre el asfalto cada mañana?

Me agarras, pero no con las manos, sino con el ansia. Tratas de atraparme aunque sabes que me escaparé entre tus dedos como arena fina de las playas de esos confines de la tierra que visitamos sin el otro. Soy una prueba, prueba que respira y camina, de que existe otro modo, otra manera, otra salida. Y cuando me hablas, cuando me sientes, es como si tú también hubieras escapado.
Quiero besarte como si fuera yo un príncipe salvador y tú una aletargada Blancanieves que necesitará una lengua que le hurgara más allá del paladar para sacar de su garganta un fragmento de fruta envenenada con rutina y devolverte así a la vida. Que mis labios te succionen, te arrastren conmigo fuera del asfalto y de lo conocido, que acaben con tu letargo.

Y quizá debería gritar "¡Ven!" con todas mis fuerzas, hasta que no quedara aire en mis pulmones, hasta que mis ojos se llenaran de lágrimas por el esfuerzo, hasta que mi voz se quebrara. Pero no lo hago. Y quizá deberías gritar "¡Voy"! o no gritar, pero sí venir, o ir, o no sé, pero dejarlo todo esta vez. Pero no vienes, ni vas, o no sé. Y, a pesar de la desazón y la inquietud, mañana el gran astro ardiente volverá a salir por el este. Y se pondrá por el oeste. Y seguirás saludando a tus vecinos. Y todo permanecerá plácidamente inmutable, aunque incómodo, como los lustrosos zapatos de tu primera comunión. Y yo me habré ido y ya no te molestaré como motita de barro, de barro del camino, en el ojo.

domingo, 7 de diciembre de 2014

Crave (Tribute to a dead writer and a living man)

I want to learn how to make perfect coffee in your tiny coffeemaker and hug you from the back when you cook tomatoes with mozzarella although you will insist I have to sit down and I want to go trough all the souvenirs from your shelf that you bought around the world and which remind me of my own although the they are not the same and play chess and highlight the fact that the first time we played I put you in check first and I want to make you angry and then have to work hard on "dis-angrying" you for ages because you have your head low and say you're not a machine and cannot get happy by pressing a button and if I hurt you I hurt you and you don't want to smile but in the end you do and then I smile too and then it's all good and I want to count the moles from your back and go to trendy bars and see you enjoy seeing other men look at me and I want to drink your tea from Russia or my tea from China and change books with you and let you choose my food sometimes because I feel overwhelmed by the variety of huge menus and go out the house wearing our stupid Soviet military outfit knowing people will stare at us and you will say it's like Carnival although it's not and I want to interrupt you while you speak because I do it all the time and say "sorry" then and try to wake you up in the night to make love knowing you will answer you need a bit more sleep and we will only fuck in the morning and I want you to talk badly about the job in the office and feel you still like it after all and hear you say you're trapped like a hamster but see you laugh while saying it too and just look at you when you cannot see me so that I can catch a glimpse of what I think is your soul and set Christmas decorations all over the house and show you my poems and my photos and hear you say they are the best although they might not and I want to bite cherry tomatoes with you and bite your lips while and have a bad time because you shout "blowjob" in restaurants and bars just to make me feel embarrassed and plan a trip somewhere far and look at you like I was licking you with my eyes until I make you feel uncomfortable and I want you to tell me about your sister and your dad and your mum and how much you love them and how they get you on your nerves too and tell you about my mum too and let you find a solution for every problem I have and find myself a solution for everything which bothers you and let you tell terrible jokes and laugh at them because they're funny and buy candles and spread them all around the room and say "surprise" and I want to make you get scared from time to time because it's funny to see you jump and curse and I want to tell you dirty things in Spanish and hear you answer them in Italian and wear one of your old T-shirts as a pyjamas and sing aloud in your car and write you letters and make a scarf for you and rest my head on your chest so that I can listen to your laugh from inside you and let you know that this type of writing is called "interior monologue" and that it surprised the public and critics in the 20th century although you may already know it and let you also know that this piece of shit is inspired in a text by Sarah Kane that reminds me of us although you might already know that too and I want to tell you how much I like you and mention little things you do and are amazing because you feel so special when I do so and maybe tell you I love you one day and hear you saying that home is wherever I am and make the impossible turn possible and be romantic with you because romantic is the only way to be with you and really be with you because the distance is gone and feel we will never lose each other because you cannot lose a part of yourself

lunes, 12 de mayo de 2014

Thunders, lightnings, songs

The storm was coming.
He liked them, although he was just a little baby.
He liked them because when the rain was pouring hard and the wind seemed to go all mad, his father would pick him up from the floor and sit him on his lap, on the rocking chair by the window. Then, they watched the lightnings and listened to the thunders together, their bodies pressed against each other's. Sometimes the man would sing for him, his little son, in a rather quiet voice. Old lullabies in ancient languages that linked them too, that made them one along with their ancestors and the ground under their feet.

Those intimate moments may have been what gave him the strength and power he usually showed  in front of the others. That façade of calm and peace he was so proud of.
Maybe those storms turned his head and heart into the uncontrollable and wild sea of feelings he, most of the time, felt he was sinking into.

He liked this crazy weather but he would cry sometimes so that his father wouldn't take him for a tiny adult and think he didn't need his strong arms and his songs anymore. He would never get scared. Not then, at least.
However, one day his father was not there to hold his hand anymore. Without even realising, he had, all of a sudden, become a grown up. He was standing on his own.
And he sometimes sings the same old rhythms for those who cannot sleep at night. And he wishes it was not him, but his father who sang. And he wishes it was not for me, but for himself the comforting words are being spelled.

viernes, 9 de mayo de 2014

La lengua de las mariposas

Había oído hablar sobre la lengua de las mariposas. Pero aquella era otra de las miles de maravillas de poca importancia, rutinarias y cotidianas, de las que aún nunca había tenido ocasión de ser testigo.

Todo ocurrió en un instante. La polilla se posó, con la levedad con la que cae una pluma, sobre el tapón azul de una botella de refresco. Ella, enferma y débil, se quedó mirando aquella enorme alevilla como si en un batir de sus alas se encontraran todas las respuestas a las preguntas que le habían rondado por la cabeza mientras se había visto obligada a guardar cama.

Nunca había podido observar un animal parecido tan de cerca. Pero, con aquel desparpajo (mitad bizarro, mitad estúpido) tan común en las polillas, que se sienten irremediablemente atraídas por peligros hermosos tales como el fuego asesino de algún pábilo candente, aquella decidió asentarse tan próxima que, aunque se limitó a observarla, podría haberla aplastado entre sus dedos sin tener que extender apenas el brazo.

Sus ojos color miel, redondos y casi demasiado grandes para la diminuta cabeza, se movían rápidamente, como comandados por una inteligencia que no se le presupondría a un invertebrado.
El resto de su cuerpo, quizá repulsivo para muchos, se le antojaba repleto de matices y patrones, dibujos fractales de diferentes tonalidades ocres y parduzcas, que no habría podido distinguir en la lejanía. Le resultaba hermoso.

El insecto abrió de pronto la boca y de ella salió un inmenso tentáculo con vida propia que sorbió, probablemente, algún resto de azúcar de la bebida gaseosa sobre cuyo envase estaban apoyadas sus seis patas. Era una especie de latiguillo infinito y enrollado como una espiral, todo del mismo color marrón que el resto de su ser, pero anormalmente largo comparado con éste, y que se movía como a saltos, como a empellones, como si la energía no le llegara de forma continua sino en felices ráfagas de locura.

El tiempo parecía detenido, como invadido por una súbita cachaza que le impidiera avanzar. Los segundos se arrastraban lentamente, cual recubiertos por un espeso y sudoroso manto de sabor dulzón que les limitara los movimientos. La mujer, sentada a la mesa de la inmensa y colorida cocina, rodeada de ajos y pimientos, fatigada por el calor y los males de su cuerpo, se quedó también enredada en ese minuto.
De repente, la mariposa rompió el hechizo alzando el vuelo y salió por la ventana, con una decisión tal, que cualquiera hubiera dicho que llevara meses planeando su rumbo. Ella, al verla, se prometió a sí misma que mientras viviera, no permitiría que volviera a escapar a sus sentidos ninguno de los detalles que hacen cada día diferente y valioso.

domingo, 30 de marzo de 2014

Lírica de la vida sencilla

Para ti, hijo, ansío lo mejor.

Ruego por que tengas una vida normal y corriente. Por que camines con la cabeza gacha, sin apartarte nunca del camino bien perfilado por otros miles de pies. Por que vuelvas del trabajo agotado tras una productiva jornada en la que sacaste adelante cada tarea que de ti se esperaba, relacionada con asuntos que realmente no te importan un bledo.

Quiero que te cases tras un noviazgo de unos tres años. Con una mujer de belleza moderada y que sepa comportarse en sociedad. Que tenga un trabajo medio y te pregunte cómo te fue el día mientras te sonríe y aprecias tristemente la vacuidad de sus ojos e imaginas que ella será a su vez consciente de la tuya. Que tengáis dos hijos, quizá en momentos inesperados, por los que sacrificar algún viejo sueño que, sinceramente, nunca pensaste cumplirías.

Os deseo a ambos que el corazón nunca os rebote con fuerza contra las costillas, sino que simplemente, muy de vez en cuando, lo notéis saltar de manera discreta por acontecimientos que el resto de mortales os han hecho creer que merecen la pena, como comprar un coche nuevo, hacerse con una televisión mayor o fantasear con unas vacaciones en un resort de playa.

Dedica todo tu tiempo libre a la ociosidad tanto como te sea posible. Ríe con los programas de moda y tararea insípidos estribillos de canciones pegadizas cuya letra, en un idioma extranjero, jamás llegarás a comprender.

Y nunca hijo mío, nunca, bajo ningún pretexto, alimentes tu intelecto, pues es un perro infiel cuya hambre no hace sino aumentar cuanta más vianda se le otorga, y los miles de interrogantes que se te plantearán si le abres las puertas al saber no te servirán sino para complicar tu existencia.

Rezo por que resultes gris, insulso y vulgar. Por que la pasión te sea algo ajeno: una palabra hueca que escuchas en las películas estadounidenses que de vez en cuando ves, dobladas, en el cine más cercano a tu casa. Que nunca la sientas, ni por un instante, bombeando fuerte la sangre a todo tu cuerpo, a tus sienes en especial, porque si te alcanza, ya nunca te soltará, como presa entre las duras mandíbulas de una bestia temible y amenazadora.
Porque entonces, te convertirás en un poeta.
Y estarás perdido.

domingo, 23 de marzo de 2014

Antítesis

Pronto descubrieron que cualquier acción que emprendieran juntos, bien pasiva como hablar,  bien activa como un paseo por un parque, los llevaba irremediablemente a hacer el amor de manera apasionada. Quizá fuese porque no se sentía como algo sucio, sino como la única y natural forma en que podían expresar plenamente lo que sentían respecto al otro, tras largo tiempo de brindarse caricias, abrazos y besos castos en la mejilla, en las sienes.

Rápidamente adivinaron que no podían simplemente dormir el uno al lado del otro, sino que habían de mezclarse, de fundirse en desorden bajo las sábanas. Tenían que desdibujar las fronteras que dividían el cuerpo propio del amado, acurrucados como animalillos que buscaran calor, sin tontas ropas que pudieran impedirles encontrar siempre al otro, con cada leve movimiento.

Se dieron cuenta casi instantáneamente de que el rostro que encontraban a su lado por la mañana, que confería luz a la habitación pequeña y casi en penumbra, haría doloroso vislumbrar después la insulsa y pálida almohada, una vez tuvieran que separarse. El té de las mañanas les resultaría amargo, el sol más brillante tenue, el trabajo menos interesante, las charlas algo mundanas...

Y así se daba la mayor de las paradojas, pues si bien estos momentos los llenaban de fuerza y energía y les hacían ver con nuevos ojos, tintados de felicidad sus cristalinos, cada detalle del mundo que los rodeaba; ese mismo mundo exterior se volvía, asimismo, cada vez un poco más gris e insignificante, de tanto como juntos se coloreaban los corazones, de tanto como los pintaban con regocijo.

miércoles, 5 de febrero de 2014

Summer Remembrances

And so I would call his name, his sweet long name, among the trees. I would shout and scream it until, as if from nowhere, he would appear and kiss me on the cheek. Then, we would spend hours in that forest, only sitting on the wet leaves or looking at the clouds and trying to see shapes on them. We would also get on our knees and pray to Goddesses we had just invented, that meant nothing to the world but were all for us.

Some other times we would go down town and enjoy the noise and the dancing and the neon lights like stars on a hard dry sky of concrete and bricks. Those nights, we wouldn't really talk but just enjoy staring at each other's smiles, glowing because of the weird lamps in the discos. Most of the time, knowing he was right beside me was enough to feel at home. I didn't need any superfluous chat.

I would enjoy finding my own reflection in his sea-blue eyes and I knew, even back then, when I was so innocent and so young, that I would never feel happier, safer than between his arms, my face resting on his young, almost childish chest, thinking our love was going to last forever.

martes, 4 de febrero de 2014

Leer te hace sexy III

Los libreros son una raza de humanos especial. Diferente.
No tienen un color de piel o de ojos característico, pero verás siempre su mirada soñadora perdida entre nubes imaginarias, que los demás no alcanzamos con la vista, y su pelo es a menudo tan rebelde que parece que tuviera propia vida o continuamente le pasaran tornaditos y vendavales muy cerca.

Una no puede evitar enamorarse de sus manos suaves, acostumbradas a pasar con mimo las hojas, a acariciar los lomos mientras colocan éste o aquel ejemplar, dejado fuera de lugar por algún cliente desaprensivo, en la estantería correcta.
Una no puede dejar de amar esa sonrisilla cuasi tímida que visten; sus gafas que, a veces, resbalando, se ven como a punto de hacer un triple salto mortal con tirabuzón desde la punta misma de sus narices, pero que ellos empujan hacía atrás con un gesto mecánico, despistado.

Una no puede hacer nada para no sentir cosquillas en el alma, que debe estar localizada cerca de las entrañas, cuando realiza, junto a un librero, una búsqueda exhaustiva y, finalmente, uno de los dos encuentra el tomo deseado y se sonríen y lo ojean juntos. Y ahí debe una aferrarse con uñas y dientes a todo su saber estar, a esos nervios de acero de los que hace gala en ocasiones, para no besar apasionadamente los labios de ese que comenta cómo le gustan también a él las letras que ella sostiene, contenta, entre las manos, o incluso abraza contra el pecho.

Ocurre que a veces esa frialdad, como digo, muy necesaria para que la captura y sucesiva compra de un libro no se conviertan también en un romance fugaz pero eternamente guardado con celo en el recuerdo, no se digna aparecer. Sucede que, sin saber muy bien cómo ha llegado allí, una descubre su mano entre los mechones, los matojillos y matorrales de pelo cobrizo de un joven trabajador del negocio de los sueños impresos. Va pasando, y pasa, que entre el olor de palabras grabadas en tinta para la eternidad se escribe también un roce como casual, después un intencionado ósculo.
Y el mal está hecho. Y el bien está por llegar.

miércoles, 29 de enero de 2014

Caritas sonrientes

Amaba a Ester de una manera desmesurada. Desde lo más profundo de algún rincón ilocalizable de su alma. No sabía la razón exacta por la que le profesaba aquel cariño tan puro, pero, aunque estaba claro que tenía que ver con sus formas redondas, la quería sobre todo por su expresión amable, por su voz siempre suave y melosa y por aquella nube aromática, mezcla de dulce y picante, que la envolvía de pies a cabeza, como un fuerte perfume especiado, como un aura angelical: su pelo negro, siempre trenzado, olía a jengibre y canela, y sus manos y brazos morenos se veían a menudo salpicados de manchas blancas de harina de trigo o maicena.
Él no podía evitar que el corazón le saltara en el pecho cuando la veía moverse con destreza por la cocina, como una diosa antigua de alguna deliciosa tierra soñada, una venus oronda que, canturreando alegremente, preparaba suculentas recetas para los señores.

Siempre estaba de buen humor y, aún cuando la apremiaban o regañaban, la sonrisa no escapaba del todo de aquellos labios mullidos suyos. Él y sus besos a escondidas eran la razón de tanta felicidad. Llevaban meses viéndose en secreto, citándose en lejanos recovecos del jardín, bajo las escaleras del hall, entre las alacenas de la despensa o en el cuarto de la plancha.
Ahora se reían cuando pensaban en los largos años que habían pasado ambos trabajando para los Cortázar y cómo hasta hacía poco habían intentado ignorarse, disimular el rubor en las mejillas cuando habían de permanecer en la misma habitación, aplacar el vuelo de mil mariposas en sus estómagos. Todo por el tonto miedo (siempre en la vida, el miedo) a que el otro los rechazara.

Mas tenían bien sabido que la familia de ella, aún humilde, nunca le hubiera dado el visto bueno a alguien con su apellido. Un Expósito, que además trabajaba como mozo en una cuadra, jamás les parecería suficiente para aquella hija que, si bien no sabía leer o escribir con soltura, era tan hermosa como una flor abierta en pleno mediodía.
Por eso iban a escapar antes de que el codicioso padre de Ester llevará a cabo su manifiesto plan de encontrarle un buen partido al que no tuviera que pagarle la dote y, con un poco de suerte, no la mantuviera sólo a ella, sino también al resto de aquella pequeña prole de congéneres.
Así que Mario y su preciosa prometida sin anillo ahorraban hasta el último centavo de sus míseras pagas. Nunca lucía él una camisa nueva, ni en los domingos. Nunca gastaba ella, ni en un lazo para anudarse el cabello, ni en un dulce. Toda aquella frugalidad, en lugar de minarles el espíritu, los reconfortaba, les hacía sentir que ya quedaba menos para una vida en común. Y así rozaban el cielo con las puntas de los dedos y hacían planes medio soñando.

Sin embargo, la belleza de la joven se puso más de relieve, si cabe, cuando aquel aprecio tierno y la alegría que le brindaba le asomaron al rostro. Y cuando Ernesto, el hijo mayor de los dueños de la casona y capitán de un pequeño navío mercantil, volvió a casa tras un largo viaje, no pudo menos que reparar en ella y mirarla desde una perspectiva diferente para tenerla en cuenta, no ya como a una niña simpática al servicio de los suyos, sino como una mujer. Una mujer soltera.

A pesar del claro impedimento que supondrían sus diferentes procedencias sociales, el chico se había quedado totalmente prendado de Ester y le dedicaba continuamente sus atenciones y dulces palabras. A todas horas la buscaba y su gentileza fue además materializándose, primero en pequeños detalles, en costosos regalos después. Y, aunque el resto de los Cortázar no parecían estar muy de acuerdo con su elección, no tenían más remedio que guardar silencio, pues un buen parecido como el de la chica desbancaba, sabían, cualquier lógica que intentara usarse con un hombre enamorado.

Si bien el amor entre Mario y ella seguía creciendo con el paso de los días, la situación se volvía insostenible y, cuando finalmente fue llamada a mantener una conversación importante y privada en el despacho de aquel hombre de mundo a quién había conquistado sin proponérselo en absoluto, ambos amantes eran totalmente conscientes de la gran pregunta que se le iba a formular.
También era clara la respuesta que Ester habría de dar si no quería que su padre la buscara hasta en el más apartado rincón del país para darle muerte de su propia mano. Efectivamente, cuando fue pedida en matrimonio (por segunda vez y, ahora, ante los ojos de terceros), en aquella elegante habitación llena de muebles de madera noble y terciopelos que ella misma había lavado y almidonado decenas de veces, no se trataba más que de una especie de obra de teatro representada por fantoches, una mera formalidad. Era un trámite al que su padre ya había dado el visto bueno unos días antes, brindando a base de licor barato con el enamorado burgués, que lo visitó por sorpresa en su sencilla casa.

No trataré siquiera de plasmar en palabras la sensación de amargura que tiñó de un gris ceniciento el rostro y le llenó el corazón de una angustia, pesada como el plomo, a nuestra protagonista. Su sino había caído sobre ella como un paño negro sobre la jaula de un lorito al que se quiere hacer creer que es de noche para que silencie su trino.
Mario sentía sus mismos pesares, compartía su dolor, aunque apenas pudiera ya acercarse a ella, mucho menos rozarla.

El mundo seguía girando. Sin embargo, lo hacía mucho más lentamente, como arrastrándose. El gesto de su nuevo prometido se torció cuando Ester le pidió no ser apartada de sus quehaceres hasta el mismo día de la boda, pero (y esto no se lo dijo a nadie) ella temía volverse loca si tenía que sentarse a esperar a dar ese "sí quiero" que verdaderamente no ansiaba, a ver cómo las últimas horas de libertad de su vida iban muriendo una tras otra. Ye pronto, un día, mientras cosía, se le ocurrió que aún tenía un modo de escapar.

Sostuvo las grandes tijeras de cortar tela un instante frente a ella y, mientras observaba sus afiladas hojas, se permitió dudar un instante. El último. Después tomó aire y, con determinación, se clavo el puntiagudo instrumento en el ojo izquierdo. No dejó que un un solo gemido saliera de su boca hasta que el metal la hirió profundamente. Entonces gritó. Aulló como una loba a la que le arrancaran a sus cachorros en el medio de la noche, protestando menos por la sangre que veía caer sobre la mesa que por las semanas de silencio que se había visto obligada a guardar. La noche fue partida en dos por su alarido y ensordecieron hasta las palmeras del jardín, de quejumbroso como resonó el quejido.
Presto acudieron a ella manos dispuestas a ayudarla y oyó a su alrededor muchos suspiros y muchos ayes. Pero todos parecían coincidir en que su vida no corría peligro, a pesar de la mala suerte de haberse caído mientras caminaba sosteniendo las tijeras hacia arriba, y aunque su cara quedaría para siempre desfigurada.

El amor de Ernesto resultó entonces ser, tal y como ella había calculado, caduco cual hojas de un roble en otoño y pronto se excusó para aplazar la boda con mil razones de poca importancia y acabó por cancelarla, entregando una buena suma de sucio dinero a aquellos que casi llegaron a ser sus suegros una vez, por devolverles a su hija, echada además a perder la que todos parecían pensar era la mayor de sus cualidades.

Su madre lloraba, maldecía su mala suerte y llegaba incluso a reprocharle su falta de cuidado el día del "accidente". Pero Ester prefería aguantar toda aquella retahíla a una vida atada a alguien con quién no compartía ningún horizonte y fijaba su ahora impar ojo en el camino de gravilla que llevaba a su puerta, por el que esperaba ver aparecer a su auténtica mitad pronto.
Él no se hizo esperar. Se esforzó porque aquel hombre creyera que apenas sí conocía el nombre de su hija, la misma cuya alma pensaba haber descifrado hacía ya mucho. Preguntó un poco por su salud, intentando que no le temblara la voz al recordar el día en que la vio sacar de la casa, el rostro bañado en rojo fluido de vida, y respondió a unas pocas cuestiones acerca del trabajo que ambos habían desempeñado en la gran propiedad de los Cortázar. Fingiendo estar interesado en el dinero que ahora todos sabían se había "pagado" por la deshonra de devolver a la doncella a su hogar, habló con su padre en un tono neutral, explicándole las ventajas de librarse de una chica tullida, los inconvenientes de tener otra boca que alimentar de por vida bajo su techo. Y funcionó.

Aquella vez no hubo brindis y a ella no le compraron siquiera un vestido hermoso. La ceremonia se llevó a cabo con bastante poca alegría y los novios tuvieron que contener sus ganas de acariciarse y abrazarse hasta que al fin, en la tarde, quedaron solos.
Entonces, mientras posaba suavemente la yema de sus dedos sobre la nueva cicatriz del rostro de Ester, Mario descubrió el por qué de su absoluta devoción por ella. Si bien su hermosura seguía dejándolo sin aliento aún ahora, eran su valentía y su entereza las que realmente la hacían tan atractiva. Le hacía sentir que no había en el mundo ningún problema que los pudiera dividir, ningún obstáculo en el camino de la vida que no los permitiera seguir recorriéndolo de la mano. Y, al adivinar todo esto, la deseó aún más.

-No sé si yo hubiera podido hacer algo así, vida mía. -Dijo él algo cabizbajo y sin poder apartar la vista de su herida aún rosada. Y sosteniendo la bolsa con las monedas ante ella, añadió: -Esto te pertenece sólo a ti.
Pero ella también sentía que nada volvería a separarlos y creía que por las venas de su esposo corría suficiente gallardía como para enfrentarse a cualquier sorpresa desagradable que pudiera depararles el mañana. Apartó el dinero con un gesto decidido. Las estúpidas ansias de riqueza que ya los habían hecho sufrir antes no se interpondrían en su armonía en la que todo era compartido, todo era de dos y para dos.

Marcharon lejos, hasta un lugar al que no habían llegado los ecos de su historia y donde no tuvieron que ocultar su amor nunca más. Tres meses después, él se divertía pintando caritas sonrientes en un vientre preñado como un bollo relleno: a veces con dos ojos, a veces con uno sólo. Todas las besaba con igual vehemencia.

martes, 28 de enero de 2014

2

Le gustaban sus trabajos. Los tres. Así era la vida en Nueva York: investigadora para el departamento de literatura de una universidad mediocre en las mañanas, asesora de una pequeña galería de arte moderno en las tardes y camarera en un gigantesco club de moda al menos cuatro noches a la semana.
Sin embargo, lo que le venía a la mente en aquel momento, mientras llenaba otra copa con hielo, era la curiosa tonalidad que adquiría su piel bajo los focos negros y los tubos de neón de colores. Sus manos se veían violáceas, como las de un vampiro o las de un alienígena.

-Tienes unos ojos preciosos. -Verónica, con una sonrisa, le agradeció el cumplido al desconocido mientras le servía su bebida. Sabía que cuánto más enseñara los dientes, mayor sería su propina y se le ocurrían mil maneras en las que podría utilizar unos billetes extras. Y sin embargo, notaba su gesto forzado... Aquel hombre tenía una apariencia bastante corriente e iba vestido con ropa muy normal, pero había algo en él que le daba mala espina. Un "no sé qué" que hacía que se le erizara el vello de la nuca cada vez que le veía posar sobre ella su penetrante mirada y sentía cómo la atravesaba con ella.

Cuando iba a darle sus vueltas, en lugar del habitual "quédatelo, gracias" al que estaba acostumbrada cuando se esforzaba por ser agradable, se encontró con que el individuo le asía los dedos y, con un tirón brusco, conseguía que sus rostros quedaran a escasos centímetros el uno del otro. Lentamente, él se acercó a su oreja y le susurró quedo pero de manera clara: -Tienes unos ojos tan bonitos que merecen ser conservados para siempre en formaldehído.
Apartó la mano tan rápido como pudo y evitó acercarse a aquella mesa hasta que, con gran alivio, vio al extraño ponerse el abrigo y dirigirse a la salida.

El resto de la noche no se le dio mal del todo. El bar estuvo repleto casi hasta el cierre y ni tan siquiera tuvo tiempo de contarle a Sandra lo ocurrido hasta que, tras hacer la caja, barrer y dar permiso a los camareros más nuevos para irse a casa, estaban echando la persiana. Entonces se rieron a gusto del tipo siniestro y especularon sobre su vida sexual en un tono jocoso. Verónica no se había dado cuenta de cuánto la había asustado el incidente hasta que en aquel momento su cuello y mandíbula empezaron a destensarse gracias a los chistes. Incluso levantó la cabeza buscando la luna, que sabía que estaría llena, y sé la señaló a su amiga antes de verla desaparecer montada en su Vespa azul y ponerse ella misma en camino, en la dirección opuesta. Incluso en los malos momentos, su vena romántica podía apoderarse de su cerebro durante unos segundos.

Al fondo de la calle había un coche. El idiota que lo hubiera aparcado allí tendría al día siguiente una cuantiosa multa en el parabrisas esperándole con los brazos abiertos para darle los buenos días. Todo el mundo sabía que estaba prohibido aparcar en aquellas callejuelas tan estrechas y la policía solía desahogar sus frustraciones, debidas casi siempre a un pésimo sueldo, con quienes lo ignoraban.
De pronto, el vehículo encendió las luces. Las largas. Había alguien dentro y ese alguien quería que la chica le prestará atención. Y lo había conseguido.

Vaciló unos instantes. Estaba segura de que era el hombre del bar y no tenía ni la menor idea de qué hacer para escapar de él. Si seguía su camino se encontrarían de frente y, si echaba a correr, él le daría alcance tan rápido como un tigre cae sobre una gacela.
Los separaban unos cien metros. Entre ellos había unas cuantas persianas de garajes, cerradas a cal y canto, y un portal. Aquel era su única esperanza: caminaría hasta él con tanta naturalidad como sus rodillas temblorosas le permitieran y, si los astros estaban de su lado, la puerta cedería y ella podría fingir que vivía allí.
El milagro se produjo. No sólo eso, sino que, además, oyó con regocijo el chasquido de la cerradura sellando la entrada y haciéndola (ahora sí) infranqueable sin una llave, cuando la empujó tras de sí. Quedaba esperar a oír el motor del coche encendiéndose y largándose bien lejos, antes de volver a emprender el camino de vuelta al hogar.
Mientras notaba con alegría cómo su corazón iba calmando sus enérgicas palpitaciones, recordó que conocía vagamente a alguien que vivía en aquel bloque. Algunas veces, cuando iba al trabajo, había visto entrar en él a Pete, el tímido chico inglés que trabajaba en la tienda de libros de Bowery en la que ella adquiría algún Weird Tales cuando las propinas eran especialmente generosas.

Por pasar el tiempo de una manera un poco más amena, se puso a buscarlo entre las placas de los buzones. No, allí no había ningún Pete. Probablemente viviera de alquiler y no se habría molestado en cambiar los nombres de los propietarios por el suyo.
Cuando ya había desistido, observó un último cajoncillo, visiblemente más nuevo que el resto y algo apartado. Sí, en aquella brillante caja de metal era donde el señor Stevenson (ahora sabía su apellido), que vivía en el ático, recibía lo que el cartero tuviera a bien traerle. Su piso sería uno de aquellos diminutos cuchitriles que antaño habían servido como desván al vecino de la última planta, reconvertido en un loft individual con un sofá-cama, un único fogón y un minúsculo aseo, al que finalmente hubo que asignarle también un casillero para el correo. Es decir, un lugar muy parecido a aquel en el que ella misma vivía, al igual que todos aquellos con los que se relacionaba en su favorita aunque carísima ciudad.

Un ruido la sobresaltó. No era un acelerador, sino la puerta del coche, primero abriéndose, cerrándose después; pasos...
Presa del pánico, empezó a subir las escaleras a toda prisa, de dos en dos. Notaba la sangre buyéndole en las sienes, como si la cabeza fuera a explotarle de un momento a otro. Al girar tras el primer tramo de peldaños creyó vislumbrar una gris silueta, recortada contra el cristal por la luz de las tenues farolas a su espalda. La había visto.
Poco después oyó, mientras seguía corriendo tanto como sus piernas le permitían, como ese alguien a quien había divisado empujaba insistentemente la cancela que, afortunadamente, no parecía querer abrirse. Después el silencio volvió a adueñarse de la noche.

Verónica, ya en el tercer piso, notaba cómo las lágrimas le empapaban las mejillas. Sin embargo, no dejó escapar un solo hipo y siguió escalando aquella montaña de granito que se le antojaba interminable sin que un solo sollozo, saliera de su garganta. Aquellas calles no eran precisamente Disneyworld y, si algún desconocido intuía que tenías problemas, estos se multiplicaban. Todo el mundo estaba dispuesto a pedirte un buen puñado de dólares (si no algo mucho peor) a cambio de su silencio si se enteraban de que estabas con el culo al aire. Así que cuando estuvo al fin frente a la casa del librero, decidió no pedir ayuda abiertamente, sino simplemente tratar de atraerlo hacia la puerta. La comida a domicilio a horas ciertamente intempestivas no es un fenómeno tan extraño en una gran urbe que nunca duerme, de modo que tocó el timbre y, cuando tras unos angustiosos segundos oyó ruidos en el interior, volvió a poner su dedo sobre la campanilla y dijo traer un pedido de pizzas.

La asustó aún más un estruendo de cristales rotos. Aquel loco los había hecho saltar en pedacitos para abrirse paso hasta ella. Podía imaginarse cómo iba a bajarla arrastrándola, asida del pelo, su cuerpo golpeando los peldaños. Los ojos se le nublaron por el llanto y la tensión y pensó que iba a desmayarse, pero la idea de despertarse amordazada y atada a una silla de barbero o una camilla en algún oscuro sótano o en un hospital abandonado, como en las películas baratas que pasan por la tarde en las televisiones públicas, la mantuvo de pie.
El muy sádico no tenía ninguna prisa. Lo oía subir lentamente, como sí disfrutará de cada segundo de su cacería, de cada paso. Como si tuviera la situación totalmente bajo control. Iba silbando aquella estúpida cancioncilla infantil canadiense que a Verónica siempre le había parecido tan espeluznante, aquella que decía "Alouette, gentille alouette..."

-Abre la puerta Pete, por lo que más quieras. Abre. -Suplicó en un susurró cerca de la cerradura, mientras las últimas esperanzas de que alguien estuviera observándola tras la mirilla la abandonaban.
Y, de pronto... Escuchó el sonido inconfundible de una cadena descorriéndose, de un pomo que gira. Igual que su vida iba a girar, aún más, una vez posara sus pies sobre la mullida y algo sucia moqueta y se supiera, al fin, a salvo.

lunes, 27 de enero de 2014

1

Mientras buscaba algo que llevarse a la boca, a eso de las tres de la mañana, Pete se percató de la extraña apariencia que la luz azulada de la nevera confería a sus manos. Parecían las de un extraterrestre, un marciano hambriento, muy de madrugada.

Cada noche permanecía despierto frente a su ordenador, escribiendo aquella novela de misterio que había empezado hacía ya diez meses. Estaba bastante orgulloso de sus resultados e incluso había encontrado un editor interesado en publicarla, pero sabía que la producción literaria no iba a pagar sus facturas, de modo que tenía que estar en pie a las ocho para llegar a la librería de segunda mano en Bowery en la que pasaba la mayor parte del día (de un modo bastante ocioso, cabría decir).

Cuando la misma semana en que llegó a la ciudad, con un recién conseguido título de biblioteconomía bajo el brazo, y le entregó su currículo a aquel hombre rechoncho y con poco pelo que ahora era su jefe, lo hizo sin demasiadas esperanzas de conseguir un empleo allí. Uno no esperaría siquiera que una pequeña tienda de libros curiosos y antiguos pudiera sobrevivir en aquel agresivo Chinatown que casi ha engullido por completo los pintorescos barrios contiguos como Little Italy.

Pero aquel superior suyo, Bruce, sabía hacer negocios. Cada día recibían ingentes cantidades de material de manos de tipos tan desesperados por la crisis que venderían a su madre por la calderilla que uno necesita para comprar un taco en El Ídolo, y él diferenciaba bien la basura de los ejemplares y ediciones realmente valiosas que, de un modo generalmente deshonesto (aprovechándose de la delicada situación de los pobres diablos que con él tropezaban) conseguía a un precio irrisorio y revendía por una jugosa suma.
Por otro lado, cada dos o tres días sacaban también un buen puñado de dólares de los turistas perdidos que necesitaban un mapa de la ciudad o de la red de metro y veían el cielo abierto cuando descubrían su diminuto establecimiento entre millones de carteles rojos y dorados escritos en caracteres orientales. Cuando uno se desorienta en una urbe gigante y desconocida, pagaría cualquier cantidad por volver a ponerse en el buen camino y dejar de dar vueltas como una peonza, y Bruce también era consciente de ello y lo reflejaba en los abusivos precios que exhibían las guías y otra parafernalia para viajeros de la que estaban bien provistos.

Tras comerse un improvisado sándwich de queso, pepinillo y mostaza, Pete se sentó de nuevo ante el ordenador, aunque se concedió un breve descanso y dejó que su mente vagara de una idea a otra sin detenerse a analizar ninguna en profundidad, como un zanganillo que se va posando en diferentes flores, pero sin libarlas.

Pensó en las sirenas que se oían a lo lejos, siempre la banda sonora del contiguo barrio de Harlem; pensó en lo difícil que era hacer amigos en una desmesurada metrópolis como aquella y en la frialdad de las relaciones en un lugar en el que más que vivir uno lucha por no ahogarse, como flores entre el asfalto; pensó en su anterior vida en Londres, que ahora se le antojaba no simple sino sencilla, no aburrida sino apacible, no predecible sino tranquila; y todo lo que, junto con aquella ciudad, había dejado atrás.

Desde donde estaba atisbaba la luna, que estaba llena, a través de la única ventana de su pequeño apartamento. El cristal le devolvía también su reflejo algo desdibujado: un chico de casi treinta años que bien podría pasar por un colegial con la piel pálida y pecosa; los ojos, algo acuosos, de un azul grisáceo; el cabello liso, lacio y, sin embargo, siempre algo enmarañado, quizá por su costumbre de rascarse la cabeza cuando pensaba o estaba nervioso (que era la mayor parte del tiempo, aunque no dejaba que estos pequeños malestares asomarán a su rostro).
Por segunda vez en los últimos minutos, se sentía como un marciano. Fuera de lugar y en un planeta extraño en el que, por más que lo intentaba, no parecía encontrar a otros seres provenientes de astros que él pudiera comprender. Quizá nunca debió salir de Inglaterra. Allí, sus vidas amorosa y social en general tampoco habían sido apasionantes pero, al menos, su aspecto de joven gentleman trasnochado no destacaba apenas entre la multitud introvertida pero educada, gris pero siempre de etiqueta.
Se le ocurrió también que quizá nadie más, entre toda aquella mole de rascacielos, taxis y paradas de metro en la que ahora se encontraba, se hubiera percatado del brillo del satélite, que a él le parecía tan sumamente hermoso. Era un romántico...

De pronto, el estridente sonido del timbre hizo estallar el silencio sepulcral del alba en mil pedacitos y vino a interrumpir sus cavilaciones.
¿Quién podría requerirle a tan intempestivas horas? Sus pocos conocidos eran todos gente muy previsible y organizada. Ninguno estaría siquiera despierto. Menos aún dando un paseo por una zona tan poco segura. Aquel histérico tañido sólo podía significar problemas.
Pete sintió como un largo escalofrío le recorría la espalda y su frente se perlaba de sudor frío. Se levantó muy despacio y tratando de no hacer ruido, para acercarse sigilosamente a la puerta y así averiguar quién estaba detrás. Su intento de espionaje se vio sin embargo frustrado por sus poco templados nervios, que le hicieron empujar el escritorio a su paso y tirar un gran bote de latón lleno de bolígrafos, que se esparcieron por el suelo con gran estruendo.

Ya sin tantas precauciones llegó hasta el dintel: -Sus pizzas, señor- dijo una voz femenina tras la madera. ¿Unas malditas pizzas? ¿Era por culpa de una repartidora confundida que casi le había dado un ataque al corazón? Un error así, a las cuatro de la mañana, solamente podía ocurrir en la "Ciudad de los rascacielos".
Estaba a punto de contestarle a aquella chica que se había equivocado, cuando ella volvió a llamar con insistencia y, por pura curiosidad, la misma que se dice que mató al gato, echó un vistazo a través de la mirilla. Efectivamente allí había una muchacha, morena y bajita, algo despeinada y con el maquillaje corrido. Pero no llevaba ninguna caja de comida italiana en la mano, ni un uniforme de restaurante.
En el medio de su confusión, Pete oyó un estruendo. Cristales rotos. Después silbidos, una tonadilla, como de canción de cuna. Pasos que se acercaban...

-Abre la puerta Pete, por lo que más quieras. Abre. - La no-repartidora se había acercado al quicio y, en susurros, suplicaba. Había un punto de histeria, una nota de terror en su tono que paralizó el cerebro del joven pero hizo reaccionar rápidamente a su mano, como si un resorte la hubiera puesto en funcionamiento. Sin haberse dado siquiera cuenta, estaba quitando la cadena de seguridad, girando después el pomo. Su vida también estaba a punto de dar una vuelta. 180 grados. Pero él aún no lo sabía.

sábado, 18 de enero de 2014

¡Protestemos! O... no.

Decidieron llamarlos los IPEL: los "impuestos pro ecología y limpieza". De esa manera, a uno le costaba un poco más percatarse de que le estaban cobrando por respirar, ver el sol o caminar sobre la hierba, e incluso podía darle la impresión de que perdía aquellos derechos fundamentales por una buena causa.
Llevaban meses explicando en los noticieros que, a pesar de los, supuestamente, grandísimos esfuerzos del gobierno y la inversión de miles de millones en la conservación del medio ambiente, la situación era insostenible y, si queríamos poder seguir disfrutando del aire y el agua, habría que limpiar el cielo y los ríos y lagos de polución. Llenar los pulmones, algo que todos los ciudadanos creían gratuito y natural, ahora le costaba mucho dinero de purificación al estado, pues los árboles y plantas se habían vuelto insuficientes para un mundo que crecía demasiado deprisa y se volvía no sólo más rápido y eficiente, sino también más gris y polvoriento.

Un nublado lunes por la mañana, Ricardo recibió la noticia con un largo suspiro. La escuchó en la radio, a las siete en punto y mientras, tras un café apresurado, estaba fumándose ese primer cigarrillo del día que tanto le gustaba. Aunque se sentía estafado, hacía ya mucho tiempo que había entrado en una especie de letargo, un coma profundo de abatimiento y apatía en el que se había sumido como consecuencia del continuo bombardeo de noticias nefastas y agoreras que a todas horas emitían desde cada posible medio de comunicación. Como la mayoría de quienes aún conservaban el trabajo, simplemente pensó que aquellos cinco euros que iban a descontarle del sueldo a partir de ese mismo mes supondrían tomar una cerveza menos cada fin de semana o, quizá, empezar a plantearse dejar el tabaco.

Una llamada de su madre hizo que esa pequeña alarma interior que todos tenemos dentro se le despertara en parte. Ella tenía casi setenta años y una pensión mísera, por lo que la cantidad a pagar sí le suponía una diferencia sustancial a final de mes y su enfado e indignación eran considerables: -Lo peor de todo es que- decía agobiada al otro lado de la línea -cuando tengas hijos, ellos estarán tan acostumbrados a que les cobren por respirar que no concebirán siquiera una realidad en la que una simplemente salía a la calle e hinchaba su pecho tanto como le viniera en gana, como un derecho fundamental. Quizá el único que nos quedaba.

Como cada día, Ricardo pasó por la panadería a comprar una barra y el periódico, que dejaría en casa antes de tomar el metro para ir a trabajar.
Allí, algunos vecinos se mostraban alterados por la subida de los impuestos y no daban crédito a lo ocurrido, a pesar de que se les había intentado concienciar (infructuosamente al parecer) de la necesidad de seguir "apretándose el cinturón" con carísimas campañas publicitarias en las que se trataba de dar a entender que los culpables de la pésima calidad del aire eran precisamente quienes iban subvencionar su desintoxicación, es decir, los ciudadanos de a pie.

El panadero atendía entre gestos de enfado, el murmullo de la gente disgustada se convertía en un zumbido atronador y una mujer de la edad de su madre negaba con la cabeza ante los titulares del diario que nuestro protagonista iba a llevarse bajo el brazo.
De pronto, algo comenzó a molestarle en el estómago, una idea que se había fraguado en su subconsciente había ido tomando forma en su interior y, en un parto oral y antinatural Ricardo regurgitó sobre la anciana aquello de lo que estaba de pronto preñado. Como con propia voluntad, en una carrera imparable salió de su garganta un verbo combativo y conjugado en segunda persona del plural que llenó el espacio entre la mujer y él: ¡Protestemos!
Fue en voz baja, casi un susurro, pero ambos se sorprendieron. Nuestro hombre tomó sin embargo conciencia de lo que había expresado rápidamente y la idea  en lugar de espantarle, le pareció razonable y se le presentó como la única solución posible a aquella injusticia de la que todos se quejaban e incluso todas las anteriores que habían ido perdonando con indulgencia y pasividad. De modo que sonrió a todos los presentes, que ahora le miraban y esta vez gritó su mensaje, impulsado por su propia voluntad e inspirado por toda la propaganda revolucionaria que alguna vez hubiera podido caer en sus manos, a pleno pulmón y con el puño el alto. Por unos segundos, Ricardo se imaginó a sí mismo como un héroe con capa roja y mono azul de trabajador debajo. Un líder de masas con los ojos brillantes y el corazón lleno de fuerza y esperanza que infundir al resto. El primer testigo de un gran cambio que empezaba nada más y nada menos que en una panadería cutre de Parla.

Recibió un tortazo en la mejilla. Un buen soplamocos con la mano abierta que lo devolvió a la realidad, de parte de la señora, que lo miraba con ese gesto reprobatorio con el que se riñe a los niños muy pequeños. El panadero le lanzó un bollito y, mientras se sacudía el azúcar de entre el pelo, oyó que le gritaba: -¡Lárgate de mi tienda! ¡No quiero líos aquí!
Aquella gente que parecía tan contrariada por lo que el gobierno les estaba quitando se había vuelto de pronto contra él, quizá simplemente porque lo veían como un objetivo más alcanzable y porque en su país la guerra entre iguales era algo tan fomentado por los opresores para que los ciudadanos se destruyeran y entretuvieran entre ellos, que corría ya por las venas de sus vecinos desde hacía generaciones, haciéndoles además enorgullecerse cada vez que podían hacer astillas de un árbol que hubieran derribado entre todos.

En lugar de vitoreado por la muchedumbre, el joven salió de la tienda cabizbajo, entre palabras de desaprobación y sabiéndose sin pan para acompañar la sopa que pensaba cenar. Aquella iba a ser una semana de mierda.

viernes, 17 de enero de 2014

Breve Herejía II

Antiguamente, los dioses estaban solos. Una buena mañana, comprendieron que aquella soledad no era buena y se decidieron a crear pequeños seres a su imagen y semejanza.

Fue así que el Dios del Mal creó a los demonios y les concedió el don de sembrar el caos y la discordia allí donde aparecían.
Así mismo, dio vida la Diosa del Bien a los ángeles, dedicados a apaciguar con sus benditas manos y sus alas de luz, aquellos lugares por los que habían pasado los demonios.
De igual manera, vio la luz la pequeña creación del Dios de la Piel, una débil criatura sin ningún tipo de poder o magia, a la que dio el nombre de “hombre”.

Pensaron entonces los dioses que debían aquellas producciones suyas habitar mundos hermosos y diferentes y,  para tan fin, dieron forma a tres enormes esferas de diferentes colores: una roja, otra azul, y una última verde.

Dejaron después que el hombre, por ser la más simple de las criaturas, eligiera en primer lugar la bola en la que habitarían sus congéneres durante toda la eternidad.

Paseó el hombre por la esfera roja, a la que habían dado en llamar Infierno y contempló el inhóspito paisaje: montañas, valles y llanuras alimentados por ríos de lava, fuego maligno y escombros; un suelo árido y estéril que quemaba las plantas de los pies, y una atmósfera irrespirable, que llenaba de humo negro los pulmones.
Pudo figurarse que los humanos pasarían hambre y sed en aquel terrible lugar, que los niños morirían abrasados y las bestias terminarían rumiando los huesos del último de los de su especie. Así, el hombre decidió que, de ninguna manera el Infierno sería un buen lugar para la existencia de su raza.

Se adentró después en la esfera azul, que los Dioses denominaban Cielo y se detuvo admirado, abriendo sus cinco sentidos: palpó la suave hierba y la fértil tierra del lugar con las palmas de las manos, sintió en su pecho el aire limpio y cargado de aromas exóticos, deleitó su oído con los trinos de pájaros llegados de lejos, contempló el más hermoso de los atardeceres y paladeó los exquisitos frutos silvestres que crecían por todas partes en aquellos parajes.
Imaginó así a hombres y mujeres felices, saciados siempre de cuanta necesidad tuvieran, siendo una sola cosa junto a las flores y los animales del lugar, y creyó el individuo que el cielo era el lugar indicado para la vida de los hombres.

Sin embargo, más que esta nueva convicción, caló en nuestro sujeto la curiosidad, por lo que decidió internarse en la última esfera: aquella verde a la que habían llamado Tierra.
Fue así como el hombre encontró un paisaje hermoso y variado: descubrió los desiertos, los glaciares y los valles y verdes montañas del mundo en el que habitamos y entendió que no era una tierra fácil de labrar aquella, que alimañas y hombres se batirían en constante duelo y que la temperatura no sería siempre agradable.

Trató de imaginar como sería la vida para los suyos en aquel nuevo paraje y descubrió así la guerra, las colonizaciones y el esclavismo, descubrió el hambre de las masas, la tortura y el miedo. Pensó el hombre que aquellas imágenes eran más propias del Infierno y trató de llegar más lejos con sus cábalas. Pudo de esta forma, asomarse a los ojos de todos y cada uno de los que serían sus descendientes y entre tantos párpados, abiertos de par en par, contempló algo realmente hermoso, algo que superaba los trinos de las aves del Paraíso, que estaba por encima del gusto de las frutas silvestres. Vio el hombre tus ojos y reconoció en ellos la sabiduría y la ternura y quiso amarlos durante toda la eternidad. Supo que entre los ojos de aquellos que poblaran felices el cielo, no encontraría jamás una mirada profunda, sincera como la tuya. Lloró entonces por no poder ver todo tu rostro, por no poder atisbar en tus labios pintada una sonrisa.

Apenado, entre lágrimas, salió el hombre de la última esfera y comunicó a los Dioses su decisión. Y es porque aquel primer humano pensó que no importaba condenar a la humanidad al dolor o al miedo si de entre aquellos millones de seres, alguno podía contemplar tu hermosa cara que ahora vivimos en la Tierra y no en el cielo.

Si alguien hay agradecido a ese primer hombre, ese alguien soy yo…

jueves, 16 de enero de 2014

Agurra

-Joango naiz. –Esan zenuen ahots ozenez.

Eta egia zen, poltsa eskuetan zeneraman eta. Joateko prest zeunden eta nik ez nuen ezer esango. Guztiz lasai nengoen. Birikak airez betetzen eta husten ziren betiko lasaitasunez. Banekien egunen batean joango zinela. Inoiz ez nuen nirekin betirako geratzea espero izan eta azkenean, une hura heldu zen.

Leihoak itxirik zeuden. Hala eta guztiz ere, kanpoko euria entzuten zen... entzuten zen kanpoko haizea. Bat-batean, hotza sentitu nuen. 

Iazko gabonetan oparitutako jertse gorriaz jantzita nengoen. Etxean nengoen, idazten, faktura zaharrak bere tokitan gordetzen. Arratsalde osoa eman nuen lan honetan eta konturatu gabe, jadanik gaua etxeko atarian zegoen.

Aulkitik altxatu nintzen arkatza, orduan, atzamarren artean harturik. Ahoa ireki nuen zerbait ezango banu bezala, zerbait esateko beharra izango balitz bezala. Hitz bat ere ez zen kobazulo gorri honetatik atera, soinu bat ere ez zen entzun. Esan ahal nuen guztia txikia izango zen, gure artean zegoen putzu sakonean eroriko zen eta entzungo genuen bakarra ura nahasiaren hotsa izango zen.

Egongelan, bata bestearen aurrean pausatu ginen, bata besteari begiratzen ezezagunak izango bagina bezala. Zure begi ilunak triste samar ikusten ziren eta begiratzen nituen lehenengo aldia zela iruditu zitzaidan.

Minutuak presaka zihoazen. Zalantzazko minutuak ziren: beti talde txikietan doaz eta gainera, presaka dabiltza. Ez zenuen ezer egin, ezta nik ere.

Tupustean ateko zarata entzun zen. Zureak ziren gauzatxo guztiak zurekin eraman zenituen. Etxea hutsik geratu zen, nitaz beterik. Ordutik hona, elkarrekin eman genuen denbora fantasia edo amets anker bat baino ez dela izan uste izan ohi dut. Horregatik hau idazten ari naiz, edozein egunetan errealitatea eta ametsa ezberdintzeko gai izango ez naizelako.

Inoiz ez dudala zugatik malkoren bat bota harrotasun handiz gehitu nahi dut. Txikia nintzela joan direnentzako negarrak guretzat gorde behar ditugula ikasi nuen. Inork ez duelako gugatik negar egingo...

miércoles, 15 de enero de 2014

Breve Herejía

Creó Dios las estrellas, las aguas y las diferentes especies animales; las nubes, las conchas de mar y la hierba. Y el séptimo día descansó. Se sintió entonces intrigado por el quehacer de sus criaturas y, en silencio, las observó.

Vio así a los patos, que pescaban felices en su ignorancia y vio a las hormigas, con su instinto trabajador, recoger migajas. Por último, Dios dirigió su divina mirada al hombre, para quien había creado una compañera, y vio su deleite al acariciarse el uno al otro, contempló su placer cuando se besaban, cuando hacían el amor. Y entonces Dios se sintió solo.

Comprendió de este modo el Divino, que la risa que había escuchado en boca de estas últimas criaturas era sólo para ellos, seres perecederos. Comprendió que era síntoma de debilidad el ser feliz y creyó que la soledad, sentimiento punzante del alma, era algo reservado para aquellos que reposan sobre tronos benditos.

Aquel día, Dios creó las mariposas y las pintó de mil colores brillantes. Dio vida también a infinidad de aves con diferentes y maravillosos trinos. Sin embargo, transcurridas unas pocas horas, se aburrió de estos animales y, tras soltarlos al mundo, se volvió hacia Adán para mirarlo.

Descubrió a su barrosa creación sumida en un profundo sueño, la cabeza sobre el pecho de Eva, que sonreía, ella también con los ojos cerrados. Sus manos reposaban entrelazadas, como una trenza de cuatro cordeles, sobre el vientre de él. La respiración de ambos era rítmica y acompasada y, juntas, aquellas inspiraciones y expiraciones no podían ser igualadas en belleza por el canto del ave más hermosa.

Entonces el Creador torció su boca en una mueca de dolor que poco a poco se tornó en una sonrisa irónica. ¡Cuán equivocado había estado creyendo que el hombre estaba hecho a su imagen y semejanza! Al día siguiente iba a demostrarles a aquellas grotescas criaturas de forma idéntica a la suya, la enorme distancia que les separaba. Rió de pronto el divino con una risa ensordecedora, terrible, que se convirtió en tormenta y sacó de sus dulces sueños al hombre y a la mujer.

Amaneció en el Edén y el Creador se acercó a sus cachorros. Señalando un árbol al azar, les prohibió comer de sus frutos y la feliz pareja asintió y volvió a sus juegos amorosos.
Llamó después Dios a la serpiente, animal hermoso y charlatán, fiel servidor de su Majestad de los Cielos, y que se deleitaba observando el atardecer desde las copas de los árboles:
 -Ve a los hombres y diles que coman del árbol cuyos frutos les prohibí tomar, pues he decidido que al igual que mi amor, mis regalos hacia ellos no tienen medida.
 Cumplió el animal y con su lengua bífida transmitió el mensaje a Adán y a Eva, que rápidamente comieron, pues así lo mandaba el Señor.

Entonces, el Cielo se tornó gris y la voz de Dios bramó de nuevo. Temiendo truenos y relámpagos como los de la noche anterior, la pareja de humanos corrió a refugiarse bajo los árboles y el Divino los apuntó con el dedo índice muy estirado mientras bramaba encolerizado:
-¡Oh, hijos míos! Os dejasteis engañar por la serpiente desobedeciendo mi voluntad y por ello, y aunque me duela el alma, habéis de ser desterrados.
Después se dirigió al escamoso ser, que "inexplicablemente" había perdido la facultad del habla, y lo condenó a vagar sin rumbo por los suelos, arrastrándose.

Lloraba Eva al salir del Paraíso. Lloraba Adán que, fuertemente asido a su mano pensaba tristemente que sólo en ella podía confiar. Lloraba la serpiente, injustamente tratada. Y lloraba Dios sin que lo vieran... y aún a veces llora lágrimas de lluvia cristalina cuando vuelve la cabeza y mira a los hombres, que aman y son amados... y una vez más, el Creador se siente solo en su grandeza.

jueves, 2 de enero de 2014

De Crear Nueva Vida

Quiero que me hagas el amor. Quiero estrechar tus piernas entre las mías. Quiero arañar tu espalda, morder tu cuello, susurrar en tu oído que no quiero dejar que tu sexo salga de mi cuerpo nunca. Quiero sentir tu respiración agitada, cálida, húmeda recubriendo todo mi cuerpo. Una fina y suave capa de lujuria que me envuelve y quema.

Necesito que sepas que nunca antes sentí el cariño como ahora lo siento. Que nunca nadie hizo de mis sueños los suyos, de mis lágrimas su propio dolor. Nunca antes he deseado compartir mi vida entera. Nunca antes había pensado en un para siempre, en un sin ti nunca jamás. Y es que cuando te miro no veo sino más de mí, con otros ojos, con otro rostro, pero hecho de la misma materia, como dos vasos del mismo vino, dos manzanas de un mismo árbol.

Quiero que me preñes, que obres en mí el milagro de la vida, que viertas tu ardiente semilla en mi interior, creando con tu cariño un nuevo ser. Un pequeño corazón que lata al compás del mío, que crezca cada día alimentándose de mi sangre y tus caricias. Quiero verte sostener entre tus hermosas manos, que parecen esculpidas en mármol, al fruto de la pasión que nos confesamos. Traer para ti, a este mundo cruel, una criatura que habrá de ser angelical, por haber nacido del más puro y tierno amor.

Quiero besar tu miembro erecto, darle las gracias. Que tú beses la entrada a mis entrañas, como si de la puerta de un templo se tratará. Quiero oír mi nombre en tus labios y decirte cuan desesperadamente, apasionadamente, ávidamente te amo y necesito tu presencia. Quiero mirar cómo tus ojos se cierran y tu alma se abre entregada al éxtasis y culminación del placer mientras tu ser, del modo más dulce me inunda y creas tres donde antes había un par.

lunes, 16 de diciembre de 2013

Carta al recuerdo de una mujer

Las mañanas en el boulevard, las noches junto a la ventana, te espero, te recuerdo, te invento. Llego entonces a pensar, si no fuiste sólo eso: una foto antigua, un dibujo borroso, una canción poco oída, una invención, un mero recuerdo.

Invocar tu nombre parece un pecado en esta sucia boca, terrena y común. Parece un sueño el haberte conocido alguna vez. Tu recuerdo me tortura, alejándose más y más de mí cada día, pero sin llegar a marcharse nunca.

Mi vida por saber si estás viva o muerta, mi vida por conocer el santo lugar en que tu suave cuerpo reposa, y llorarte; mi vida por llorarte, amor, desesperado y lejano amor.

Me paro a mirar a la gente, los observo, unos con prisa, otros serenos. Ocupados en sus quehaceres, paseando, o tan solo dejando pasar el tiempo, y pongo tu mirada en los ojos de las mujeres que esperan y las palabras nunca dichas, en boca de los hombre que llegan (o no).

Busco en otras caras tus labios de caramelo, el pecado más dulce por mi boca conocido, y trato con toda mi alma de recordar tus breves besos, pero no lo consigo y pienso que quizá nunca llegué a probarlos en realidad…

El mundo se detiene, cuando entre el bullicio de la calle, me sobresalta el rítmico latir de tus zapatitos de tacón, pero recobra pronto su movimiento, cuando me decepciono al ver que es otra muchacha (no menos hermosa, pero no más bella) quien provoca tan continua musiquilla.

Espero tu llegada a mi cita inventada de las mañanas soleadas en el boulevard, espero tu entrada en mi habitación, cada noche lluviosa, junto a la ventana. Espero tu carta, tu visita, tu presencia una vez más. Intento recordar, en las noches de gélido invierno, tu cálida presencia y fuego eterno junto a mí.

Para ti los más desgarradores versos escritos con sangre en algún recóndito lugar. Para ti las primeras aguas de los manantiales recién nacidos, para ti la hermosura de todas las flores de mayo, para ti las canciones de amor y los besos más tiernos.

Loco me llaman los que no entienden de amor, loco me dicen los que el amor no conocen, pero yo no pierdo el tiempo, mi tiempo en el boulevard, mi tiempo junto a la ventana. Lo invierto intentando hacer nítido y cercano tu recuerdo. Ese preciado tiempo, ese, mi tiempo, ese que no cambio por nada.