martes, 28 de enero de 2014

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Le gustaban sus trabajos. Los tres. Así era la vida en Nueva York: investigadora para el departamento de literatura de una universidad mediocre en las mañanas, asesora de una pequeña galería de arte moderno en las tardes y camarera en un gigantesco club de moda al menos cuatro noches a la semana.
Sin embargo, lo que le venía a la mente en aquel momento, mientras llenaba otra copa con hielo, era la curiosa tonalidad que adquiría su piel bajo los focos negros y los tubos de neón de colores. Sus manos se veían violáceas, como las de un vampiro o las de un alienígena.

-Tienes unos ojos preciosos. -Verónica, con una sonrisa, le agradeció el cumplido al desconocido mientras le servía su bebida. Sabía que cuánto más enseñara los dientes, mayor sería su propina y se le ocurrían mil maneras en las que podría utilizar unos billetes extras. Y sin embargo, notaba su gesto forzado... Aquel hombre tenía una apariencia bastante corriente e iba vestido con ropa muy normal, pero había algo en él que le daba mala espina. Un "no sé qué" que hacía que se le erizara el vello de la nuca cada vez que le veía posar sobre ella su penetrante mirada y sentía cómo la atravesaba con ella.

Cuando iba a darle sus vueltas, en lugar del habitual "quédatelo, gracias" al que estaba acostumbrada cuando se esforzaba por ser agradable, se encontró con que el individuo le asía los dedos y, con un tirón brusco, conseguía que sus rostros quedaran a escasos centímetros el uno del otro. Lentamente, él se acercó a su oreja y le susurró quedo pero de manera clara: -Tienes unos ojos tan bonitos que merecen ser conservados para siempre en formaldehído.
Apartó la mano tan rápido como pudo y evitó acercarse a aquella mesa hasta que, con gran alivio, vio al extraño ponerse el abrigo y dirigirse a la salida.

El resto de la noche no se le dio mal del todo. El bar estuvo repleto casi hasta el cierre y ni tan siquiera tuvo tiempo de contarle a Sandra lo ocurrido hasta que, tras hacer la caja, barrer y dar permiso a los camareros más nuevos para irse a casa, estaban echando la persiana. Entonces se rieron a gusto del tipo siniestro y especularon sobre su vida sexual en un tono jocoso. Verónica no se había dado cuenta de cuánto la había asustado el incidente hasta que en aquel momento su cuello y mandíbula empezaron a destensarse gracias a los chistes. Incluso levantó la cabeza buscando la luna, que sabía que estaría llena, y sé la señaló a su amiga antes de verla desaparecer montada en su Vespa azul y ponerse ella misma en camino, en la dirección opuesta. Incluso en los malos momentos, su vena romántica podía apoderarse de su cerebro durante unos segundos.

Al fondo de la calle había un coche. El idiota que lo hubiera aparcado allí tendría al día siguiente una cuantiosa multa en el parabrisas esperándole con los brazos abiertos para darle los buenos días. Todo el mundo sabía que estaba prohibido aparcar en aquellas callejuelas tan estrechas y la policía solía desahogar sus frustraciones, debidas casi siempre a un pésimo sueldo, con quienes lo ignoraban.
De pronto, el vehículo encendió las luces. Las largas. Había alguien dentro y ese alguien quería que la chica le prestará atención. Y lo había conseguido.

Vaciló unos instantes. Estaba segura de que era el hombre del bar y no tenía ni la menor idea de qué hacer para escapar de él. Si seguía su camino se encontrarían de frente y, si echaba a correr, él le daría alcance tan rápido como un tigre cae sobre una gacela.
Los separaban unos cien metros. Entre ellos había unas cuantas persianas de garajes, cerradas a cal y canto, y un portal. Aquel era su única esperanza: caminaría hasta él con tanta naturalidad como sus rodillas temblorosas le permitieran y, si los astros estaban de su lado, la puerta cedería y ella podría fingir que vivía allí.
El milagro se produjo. No sólo eso, sino que, además, oyó con regocijo el chasquido de la cerradura sellando la entrada y haciéndola (ahora sí) infranqueable sin una llave, cuando la empujó tras de sí. Quedaba esperar a oír el motor del coche encendiéndose y largándose bien lejos, antes de volver a emprender el camino de vuelta al hogar.
Mientras notaba con alegría cómo su corazón iba calmando sus enérgicas palpitaciones, recordó que conocía vagamente a alguien que vivía en aquel bloque. Algunas veces, cuando iba al trabajo, había visto entrar en él a Pete, el tímido chico inglés que trabajaba en la tienda de libros de Bowery en la que ella adquiría algún Weird Tales cuando las propinas eran especialmente generosas.

Por pasar el tiempo de una manera un poco más amena, se puso a buscarlo entre las placas de los buzones. No, allí no había ningún Pete. Probablemente viviera de alquiler y no se habría molestado en cambiar los nombres de los propietarios por el suyo.
Cuando ya había desistido, observó un último cajoncillo, visiblemente más nuevo que el resto y algo apartado. Sí, en aquella brillante caja de metal era donde el señor Stevenson (ahora sabía su apellido), que vivía en el ático, recibía lo que el cartero tuviera a bien traerle. Su piso sería uno de aquellos diminutos cuchitriles que antaño habían servido como desván al vecino de la última planta, reconvertido en un loft individual con un sofá-cama, un único fogón y un minúsculo aseo, al que finalmente hubo que asignarle también un casillero para el correo. Es decir, un lugar muy parecido a aquel en el que ella misma vivía, al igual que todos aquellos con los que se relacionaba en su favorita aunque carísima ciudad.

Un ruido la sobresaltó. No era un acelerador, sino la puerta del coche, primero abriéndose, cerrándose después; pasos...
Presa del pánico, empezó a subir las escaleras a toda prisa, de dos en dos. Notaba la sangre buyéndole en las sienes, como si la cabeza fuera a explotarle de un momento a otro. Al girar tras el primer tramo de peldaños creyó vislumbrar una gris silueta, recortada contra el cristal por la luz de las tenues farolas a su espalda. La había visto.
Poco después oyó, mientras seguía corriendo tanto como sus piernas le permitían, como ese alguien a quien había divisado empujaba insistentemente la cancela que, afortunadamente, no parecía querer abrirse. Después el silencio volvió a adueñarse de la noche.

Verónica, ya en el tercer piso, notaba cómo las lágrimas le empapaban las mejillas. Sin embargo, no dejó escapar un solo hipo y siguió escalando aquella montaña de granito que se le antojaba interminable sin que un solo sollozo, saliera de su garganta. Aquellas calles no eran precisamente Disneyworld y, si algún desconocido intuía que tenías problemas, estos se multiplicaban. Todo el mundo estaba dispuesto a pedirte un buen puñado de dólares (si no algo mucho peor) a cambio de su silencio si se enteraban de que estabas con el culo al aire. Así que cuando estuvo al fin frente a la casa del librero, decidió no pedir ayuda abiertamente, sino simplemente tratar de atraerlo hacia la puerta. La comida a domicilio a horas ciertamente intempestivas no es un fenómeno tan extraño en una gran urbe que nunca duerme, de modo que tocó el timbre y, cuando tras unos angustiosos segundos oyó ruidos en el interior, volvió a poner su dedo sobre la campanilla y dijo traer un pedido de pizzas.

La asustó aún más un estruendo de cristales rotos. Aquel loco los había hecho saltar en pedacitos para abrirse paso hasta ella. Podía imaginarse cómo iba a bajarla arrastrándola, asida del pelo, su cuerpo golpeando los peldaños. Los ojos se le nublaron por el llanto y la tensión y pensó que iba a desmayarse, pero la idea de despertarse amordazada y atada a una silla de barbero o una camilla en algún oscuro sótano o en un hospital abandonado, como en las películas baratas que pasan por la tarde en las televisiones públicas, la mantuvo de pie.
El muy sádico no tenía ninguna prisa. Lo oía subir lentamente, como sí disfrutará de cada segundo de su cacería, de cada paso. Como si tuviera la situación totalmente bajo control. Iba silbando aquella estúpida cancioncilla infantil canadiense que a Verónica siempre le había parecido tan espeluznante, aquella que decía "Alouette, gentille alouette..."

-Abre la puerta Pete, por lo que más quieras. Abre. -Suplicó en un susurró cerca de la cerradura, mientras las últimas esperanzas de que alguien estuviera observándola tras la mirilla la abandonaban.
Y, de pronto... Escuchó el sonido inconfundible de una cadena descorriéndose, de un pomo que gira. Igual que su vida iba a girar, aún más, una vez posara sus pies sobre la mullida y algo sucia moqueta y se supiera, al fin, a salvo.

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