lunes, 16 de diciembre de 2013

Carta al recuerdo de una mujer

Las mañanas en el boulevard, las noches junto a la ventana, te espero, te recuerdo, te invento. Llego entonces a pensar, si no fuiste sólo eso: una foto antigua, un dibujo borroso, una canción poco oída, una invención, un mero recuerdo.

Invocar tu nombre parece un pecado en esta sucia boca, terrena y común. Parece un sueño el haberte conocido alguna vez. Tu recuerdo me tortura, alejándose más y más de mí cada día, pero sin llegar a marcharse nunca.

Mi vida por saber si estás viva o muerta, mi vida por conocer el santo lugar en que tu suave cuerpo reposa, y llorarte; mi vida por llorarte, amor, desesperado y lejano amor.

Me paro a mirar a la gente, los observo, unos con prisa, otros serenos. Ocupados en sus quehaceres, paseando, o tan solo dejando pasar el tiempo, y pongo tu mirada en los ojos de las mujeres que esperan y las palabras nunca dichas, en boca de los hombre que llegan (o no).

Busco en otras caras tus labios de caramelo, el pecado más dulce por mi boca conocido, y trato con toda mi alma de recordar tus breves besos, pero no lo consigo y pienso que quizá nunca llegué a probarlos en realidad…

El mundo se detiene, cuando entre el bullicio de la calle, me sobresalta el rítmico latir de tus zapatitos de tacón, pero recobra pronto su movimiento, cuando me decepciono al ver que es otra muchacha (no menos hermosa, pero no más bella) quien provoca tan continua musiquilla.

Espero tu llegada a mi cita inventada de las mañanas soleadas en el boulevard, espero tu entrada en mi habitación, cada noche lluviosa, junto a la ventana. Espero tu carta, tu visita, tu presencia una vez más. Intento recordar, en las noches de gélido invierno, tu cálida presencia y fuego eterno junto a mí.

Para ti los más desgarradores versos escritos con sangre en algún recóndito lugar. Para ti las primeras aguas de los manantiales recién nacidos, para ti la hermosura de todas las flores de mayo, para ti las canciones de amor y los besos más tiernos.

Loco me llaman los que no entienden de amor, loco me dicen los que el amor no conocen, pero yo no pierdo el tiempo, mi tiempo en el boulevard, mi tiempo junto a la ventana. Lo invierto intentando hacer nítido y cercano tu recuerdo. Ese preciado tiempo, ese, mi tiempo, ese que no cambio por nada.

miércoles, 11 de diciembre de 2013

Tequila

Odió el sabor a alcohol. Odió el Vodka. Odió la cerveza. Odio incluso el vino. Pero el tequila es diferente. Su sabor, redondo y desgarrador, es exactamente igual a su color. Una puede notar oro o plata descendiendo lentamente por su garganta, quemándola unos segundos.
Pero lo que más me gusta de esta bebida es, sin duda, perderme en los recuerdos de aquel tiempo en que la descubrí y empecé a amarla.
Estás apoyado sobre la oreja de un sillón, juntó a la ventana. Las cortinas abiertas. Las luces apagadas. El brillo de las farolas se refleja sobre tu piel demasiado pálida y salpicada de millones de pecas. Aquí no se ven las estrellas.
Reparas en mí. Tengo la botella en las manos. Esa botella que tú consideras que debe haber siempre en todo hogar. Comprar dos peces de colores nos llevó más de un mes, comprar una bicicleta casi dos, nunca dimos de alta el gas. Pero jamás nos faltó rico alcohol.
Vierto nuestro sagrado néctar en dos vasos. Bebo. Me miras con fingida seriedad mientras tomas tu copa y tratas infructuosamente de pronunciar las palabras de la etiqueta. Podría tirarme por el suelo por culpa de la risa cuando, henchido el pecho por el orgullo, dices "Chekila José Crurevo" pero me enterneces, de modo que en vez de mofarme de tu hercúleo pero patético progreso en mi idioma, me limito a repetirte esa otra frase que tantos quebraderos de cabeza te trae. Susurro en tu oído mientras me pongo a bailar contigo, a pesar de no haber música, y tú repites como puedes "Che quierro".
"Yo también te quiero". Hay palabras que no entiendes en esa oración (quizá nunca entendieras ninguna), pero te da igual. Bailas. Bailamos. No sé qué acordes suenan en tu cabeza, pero parecen ir bien con los míos.
El suelo está helado, mas no tiene importancia. Cerramos los ojos y nos olvidamos de todo con ayuda de la bebida y del abrazo.
Afuera se oyen petardos. La vecina me ha contado que quiere acostarse contigo. Ayer bautizamos a una chica con el nombre de tu hermana. La semana pasada cenamos en el tejado. La gente, en la calle, nos pide hacerse fotos con nosotros. Nadie me dice que estoy engordando ni que tú necesitas urgentemente un corte de pelo.
Siento que somos pequeños dioses omnipotentes en un país en el que, precisamente, su dios es de lo poco que no nos resulta incomprensible.
A veces amo este lugar extraño y te amo a ti. En otras ocasiones, odio el modo en que se hacen aquí las cosas, pero a ti no puedo odiarte, porque eres esa tabla de náufrago que me mantiene unida a lo que consideraba normal. Eres lo único que "traje" conmigo.
Pronto me iré. Y tú aborrecerás esta casa y huirás, herido por esas huellas que en mi apresurada marcha olvidé borrar. Pero... ¡Shhh! No rompamos la magia etílica de este momento.

lunes, 9 de diciembre de 2013

To Christopher, or Sorry that I Called You Your Full Name

How to dance under the rain
I will never forget again.
Because once I did get lost
in others' impressions and thoughts.
(and, Alas! How hard it was
finding the way back home)

For my full-of-tears eyes
The world was black 'n white.
My inner light went dark,
loneliness covered all up.

On the mirror what I saw
when I looked into my eyes
was I face I didn't recognize,
by other hands re-shaped.

domingo, 8 de diciembre de 2013

Entre el amor y la desesperanza, a las puertas de la locura

La oscuridad se cernió sobre mi alma cuando te vi partir y no habrá de amanecer de nuevo hasta que tú vuelvas.

Envuelta en su sudario blanco, acompáñame la soledad. Se sienta a mi lado y me observa mientras escribo esta carta que no podré enviar, pues desconozco amor, dónde te hallas. Es ella mi musa, quien acomoda su espalda contra la mía en esta eterna noche fría, quien me acuna en su regazo y entona cánticos tristes y llenos de lamentos, hasta que el sueño se apodera de mí.

Incluso entre los brazos de Morfeo lloro tu pérdida como una niña huérfana, hambrienta del pan de tu calor; y no habré quizá de encontrar paz ya nunca en el mundo de los vivos. Mas una última esperanza, esa que dicen nunca se pierde, me impide también abandonarme a la muerte, y el terror a perder la conciencia al llegar al inframundo, el miedo a que también me sea arrancado tu recuerdo del corazón, hace que rehuya incluso el descanso eterno.

Afuera llueve, y es tan grande mi tormento, que afuera lluevo yo. Mi ser discurre por los canalones, mi ser se arrastra por la tierra, mi ser gotea, se deja caer desde las ramas más altas de los árboles, que empiezan a marchitarse por culpa del invierno, y se quiebra en mil pedazos al chocar contra el suelo. Mi dolor lo inunda todo, y como el agua de lluvia, llega a todos los rincones, sirviéndome así de consuelo e impidiendo que pueda consolarme.

Con cada lágrima que escapa de entre mis párpados y resbala abrasando mi mejilla, tu imagen, que creía grabada a fuego en mis pupilas, pierde nitidez. Y hace tanto que marchaste, tanto que no te asomas a mis ojos, que a veces no soy capaz de invocar y traer ante mí el rostro de quien se llevó mi esencia y mi vida entre los pliegues de su negra capa. Y mi boca enmudece, si le ruego pronuncie tu bendito nombre…

Que detenga la rueda del mundo su eterno girar. Esta vagabunda del sufrimiento no quiere continuar su viaje. El aire es veneno ahora que tú ya no respiras conmigo: arde a su paso mi garganta y se tornan mis entrañas volátiles cenizas que no sé cuánto más podré retener, envueltas en el triste manto de mi cuerpo seco y ajado.

“Vuelve” le grito al aire. “Vuelve que sin ti no hay vida y sin ti no muero”, le grito desesperada. Y suplico, y gimo y abatida caigo de nuevo y beso el suelo en que un día tú posabas tus pies. Mas el viento traicionero, no lleva hasta tus oídos mi suave letanía, y si lo hace, tú no le prestas atención.

Si existe un Dios yo le imploro que tu piel no acaricie otro pecho, que tu boca no encuentre otro sabor que aquel que yo le infundí con mis labios, que no repose tu cabeza en palma de mano extraña, y que escuches el río de llanto, contra cuya corriente ya no puede luchar más aquella que siempre habrá de quererte y por siempre aguardará tu regreso.

sábado, 7 de diciembre de 2013

Caramelos de fresa

Cuando era aún muy joven, tenía la impresión de que muchas personas de mi entorno (como mis propios padres, mi abuelo o los profesores de la escuela) habían nacido siendo ya adultos. Podía imaginármelos con treinta o treinta y cinco años, pero no concebía la idea de que hubieran sido unos niños, como lo era yo entonces.

Todo el mundo fue un niño alguna vez. Y los niños, ya lleven aparatos correctores, ya sean pelirrojos y con pecas, ya tengan las rodillas y los codos llenos de llagas, ya sean tímidos y formales, comen caramelos. Y no hay nadie en el mundo que haya probado tales golosinas y no se haya decantado algunas veces por el supuesto sabor a fresa: ese creado en un laboratorio a base de mezclas de ácidos y aromas, y que normalmente relacionamos con el color rojo o con el rosa.

Los adultos que comen caramelos, los escogen de menta o de clorofila. Creo que los abogados los ponen en sus bufetes para darse importancia, pues poca gente puede aguantar uno de sus caramelos extra-fuertes en la garganta. Yo mismo, cuando me ofrecen uno, niego con la cabeza y me ruborizo, preso del pánico.
Las mujeres nerviosas, como las secretarias o las profesoras de instituto, los llevan en cajitas de colores dentro del bolso y los mastican (ese tipo de mujeres, no chupan estas golosinas, sino que los aplastan con rudeza entre los molares) durante los recreos y a la salida del colegio para disimular el olor a tabaco que impregna sus bocas y gargantas.

Los jóvenes toman dulces de limón. Quizá para expresar su disconformidad con el sistema, que creen les oprime y les hace poner malas caras, como la acidez de esas perlitas amarillas y brillantes que paladean en grupos de tres o cinco.

Los ecologistas los prefieren de manzana, las embarazadas de mora, los soldados en el frente los comen de lilas, los infantes de anís, para el dolor de tripas y las señoras, en los parques, los prefieren con sabores a bebidas extrañas, como la cola, que les recuerda su juventud perdida.

El día en que sucedió lo que a continuación procedo a contaros, yo estaba en esa etapa en que la vida resulta tan dulce, con sus largas e interminables tardes tendido al sol, jugando a fútbol o a las canicas, que uno escoge fresa.
Sin embargo, en aquel momento, yo estaba solo. Debido a la importancia de la investigación que me proponía llevar a cabo aquella tarde, había preferido dejar atrás a mis ruidosos compañeros y quedar en soledad junto al caño.

Era domingo. Un caluroso domingo de julio. Los adultos siguen cumpliendo sus rutinarias labores incluso en verano, pero a los niños, que perdemos la noción del tiempo durante las vacaciones, nos resulta difícil saber exactamente en qué día de la semana vivimos. Pero debía ser domingo, porque yo había pasado por la tienda de la Esther con mi asignación semanal y había comprado un buen puñado de los antes mencionados dulces. Debía ser domingo porque mi madre había puesto las copas de postre herencia de la abuela y había servido en ellas fresones con nata y canela. Y fue entonces cuando se me ocurrió la idea.

Cuando comes un perrito caliente, puedes diferenciar sin esfuerzo el sabor del queso, de la salsa de mostaza, del pan y de la propia salchicha en tu boca. De hecho, es la mezcla de esos sabores, en conjunto, lo que agrada a tu paladar. Si comieras dos perritos a la vez, por ejemplo, uno comprado en el puesto que hay en Madrid, en una de las calles que salen de la Puerta del Sol, y otro recién traído de Manchester, podrías también distinguir el sabor de la fuerte mostaza con 16 especias del segundo, más… si te los dieran a probar por separado, uno primero y el segundo tras un largo período de tiempo… ¿Serías también capaz de distinguirlos? Lo segundo conlleva una mayor dificultad. Por eso, era tan importante aquella hazaña que me proponía realizar.

Allí estaba yo. Sentado junto al caño. Sintiendo aún en la boca el sabor agridulce de las fresas de mi madre, con las pepitas entre los dientes (pues en aquella época, aún no se le daba tanta importancia a la higiene dental o a que los niños tuvieran o no caries), y con uno de mis caramelos favoritos, recién desenvuelto en una mano.

Estaba ante la verdad absoluta, arriesgándolo todo. Sabía que en aquel instante, toda mi vida iba a dar un vertiginoso vuelco. Y así fue. Cuando comprobé con el caramelo en la boca que el sabor no era siquiera semejante al de la verdadera fruta, toda mi vida anterior pasó ante mis ojos. Me cuestioné entonces si otras de aquellas verdades universales, como que los labios de las chicas son también azucarados, o que los Reyes Magos llegan del Oriente cargados de regalos que dar a todos los niños del mundo, o que los gatos tienen siete vidas, y que los aplastados sobre el asfalto por los tractores las habían consumido ya todas, serían tan sólo un puñado de mentiras.

Mientras yo investigaba sobre mi lengua y la estrecha relación que había descubierto había entre ésta y crueldad del mundo, un montón de nubes grises se juntaban en el cielo, como una sombra amenazadora. Poco después comenzó a llover de manera copiosa y yo tuve que correr hacia casa para no llegar empapado. Fue por culpa del repentino chubasco que olvidé la bolsa de chuches junto al pilón.

La siguiente vez que fui a la confitería, con los bolsillos sonando a calderilla, escogí limón.

martes, 3 de diciembre de 2013

Por si quedan admiradores de Sarah Kane

Nunca te había visto así. Los ojos completamente rojos por la ira, ciegos, sumergidos en odio. Y sin embargo, inmóvil. Esto debe ser el principio (quizá el final) de algo grande. Tengo miedo. Me acerco más a ti, como queriendo hablar, como queriendo actuar, pero sin saber en absoluto qué he de hacer.

Tu nariz sangra. Tus oídos sangran. Tu boca sangra. Intento frenar ese flujo de tus orificios con mis dedos, pero no sirve. Mi mano, después mi brazo, acaban impregnados de tu rojo fluido. Cedo. Dejo manar el líquido libremente. Quizá esté destinado a verterse en descontrol. Quizá si tratamos de retenerlo dentro de ti, explotes en mil pedacitos.

No gritas. No lloras. No maldices. No aprietas los puños clavándote las uñas en las palmas de las manos. Sólo pierdes la vista en el infinito. Y así permaneces. Y tengo miedo.

Y siento frío.