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martes, 17 de noviembre de 2015

David entre tantos otros

Tu pelo es una siembra de oscura cebada
tus ojos piedras de azabache en pura plata,
tu perfil acantilado sobre la playa.
Tu cuerpo es un árbol, tus manos sus lianas.

Tu voz me envuelve. Tus palabras son melaza.
Tu hablar es dulce, como miel que se derrama.
Decires de canela y azúcar de caña
entran por mis oídos confitándome el alma.

Por mí dices morir, por mí hoy te desangras,
te arrancas la piel o te sacas las entrañas.
Sin mi presencia no hay aire, luz, tierra o agua.
Te hieren los espacios donde no me hayas.

Llegado el ocaso, cual máiz te desgranas
se convierte en hiel toda sabia azucarada
y el candor de aquella antes ardiente mirada
se torna gélido y me congela hasta el alma.

El viento de tu voz que antes me susurraba
quiebra a su antojo cosechas de caña y palma.
Tu piel, que es mi sol, esconde su aura dorada
tras el silencio enrocado de una montaña.

Los juramentos veloces rápido marchan
quedan sólo ecos resonando en la distancia.
Y el banquete de tu amor se vuelve migajas
pues tus promesas de ayer no eran sino falsas.

jueves, 2 de abril de 2015

Marineros de ciudad

En una primera cita, Elena siempre le pedía a su acompañante que le mostrase sus manos. Las tomaba entre las suyas, las observaba con detenimiento y las rozaba con los pulgares. Ella creía que, a través de esta exploración minuciosa podía acceder al alma del dueño de las extremidades en cuestión.

Su padre había sido pescador. Recordaba la fuerza desmedida de sus abrazos y sus caricias rugosas, con dedos morenos y palmas ásperas pero llenas de amor cuando iba a recibirlo al puerto. Las manos de su madre, que cortaban pescado y arreglaban redes casi a diario eran también un vasto campo de cortes y durezas.

Ahora ella vivía en una gran ciudad. Su familia había invertido tiempo y dinero que ella tuviera un trabajo cómodo y ese "mejor futuro" del que tanto se hablaba en los pueblos hace pocos lustros y en el que nadie cree hoy en día. De este modo, además de esforzarse por conseguir siempre unas notas excelentes, aprendió arte, idiomas y música en sus ratos de ocio. Sus manos nunca sufrieron los ataques del agua, el viento o la sal.

Así, Elena sostenía las palmas de su posible siguiente príncipe azul y sentía que el corazón se le derretía cuando reconocía en ellas una dura profesión. Y sentía después que ese músculo lleno de sangre que le habitaba el pecho se le encogía cuando pensaba en cómo el amor de aquel hombre de quién ya se estaba prendando irremediablemente le podría ser injustamente arrebatado como el mar le robó a su padre una tarde, cuando ella lo esperaba en la orilla y nunca lo vio llegar.

miércoles, 14 de enero de 2015

El reencuentro

Caminas por la gran ciudad como perdido, buscando algo que te recuerde a mí, teléfono en mano por si, a través del cromo y el cristal, hago acto de presencia.
Aún recuerdas mis dedos rasgando el aire, una seña, un saludo, cuando en pleno enero el sol decidió regalarnos un día claro y cálido, para que calor sintiéramos al volver a encontrarnos. Salías apresurado del trabajo, la corbata demasiado suelta para resultar elegante, el cabello algo alborotado y el gesto expectante, como un reflejo de tu corazón. Querías encontrarme pronto y era fácil avistar a la chica de colores entre la homogénea muchedumbre gris con la que has contraído matrimonio, al menos de lunes a viernes. Te asombrarías al verme. Seguro. Porque siempre se asombran aquellos que hace mucho que no se rozan con las pupilas. Y yo me asombré también.

¿Dónde has dejado al chico que soñaba asomado a su mapa del mundo, que vivía en el camino y volvía después, cansado pero sonriente, a posar su vista en el mágico papel que le mostraba, estampados en colores, todos los posibles horizontes, para marcar con chinchetas sus nuevos territorios conquistados? ¿Cómo sobrevive el pajarillo mochilero del que me prendé perdidamente hace ya mucho tiempo en esa burda jaula de cemento blanqueado, sin trazas de arte o creatividad pero que inadecuadamente, como con ironía o en socarrón tono de burla, llamaron Picasso? ¿Cómo extenderá sus alas si se las cosieron a un traje? ¿Cómo alzará el vuelo si sus pies se ven obligados a arrastrarse amargamente sobre el asfalto cada mañana?

Me agarras, pero no con las manos, sino con el ansia. Tratas de atraparme aunque sabes que me escaparé entre tus dedos como arena fina de las playas de esos confines de la tierra que visitamos sin el otro. Soy una prueba, prueba que respira y camina, de que existe otro modo, otra manera, otra salida. Y cuando me hablas, cuando me sientes, es como si tú también hubieras escapado.
Quiero besarte como si fuera yo un príncipe salvador y tú una aletargada Blancanieves que necesitará una lengua que le hurgara más allá del paladar para sacar de su garganta un fragmento de fruta envenenada con rutina y devolverte así a la vida. Que mis labios te succionen, te arrastren conmigo fuera del asfalto y de lo conocido, que acaben con tu letargo.

Y quizá debería gritar "¡Ven!" con todas mis fuerzas, hasta que no quedara aire en mis pulmones, hasta que mis ojos se llenaran de lágrimas por el esfuerzo, hasta que mi voz se quebrara. Pero no lo hago. Y quizá deberías gritar "¡Voy"! o no gritar, pero sí venir, o ir, o no sé, pero dejarlo todo esta vez. Pero no vienes, ni vas, o no sé. Y, a pesar de la desazón y la inquietud, mañana el gran astro ardiente volverá a salir por el este. Y se pondrá por el oeste. Y seguirás saludando a tus vecinos. Y todo permanecerá plácidamente inmutable, aunque incómodo, como los lustrosos zapatos de tu primera comunión. Y yo me habré ido y ya no te molestaré como motita de barro, de barro del camino, en el ojo.

lunes, 8 de diciembre de 2014

Efímero Amor de Campaña

Por vivir en la carretera, el corazón se ha helado.
Amor de dos noches, piedra preciosa en el zapato,
compañero fugaz, polvo de estrella en el camino,
mueren en mi útero los hijos que nunca tuvimos.

Tu nombre no importa porque no podré recordarlo,
tu sonrisa habrá de perderse entre otros dientes blancos.
El color de tus ojos enamorados, por mismo,
verdes, azules, o negros de gitano adivino.

Desesperados por cariño prometemos tanto
olvidando a gusto que el alba habrá de separarnos
pues el alma nómada apremia a hacerle a los pies caso
y nos arranca de los brazos a ese nuevo amado.

Abrir el alma al mundo es firmar solitario sino
a la mesa habrá siempre sólo una copa de vino
mas la sonrisa que nos dibuja un nuevo destino
no la brinda un esposo, ni su cariño o su mimo.

martes, 7 de octubre de 2014

Errando Dos Veces

No creí volver a tu orilla en mi barca,
a que se reencontraran nuestros mundos.
Jamás pensé que ardería fogata
donde no quedaban brasas ni humo.

Quiero abismarme en tus ojos de moro,
rozar tu piel de color de avellana.
Abrir en tu pecho una gran ventana
y escuchar latir tu corazón de oro.

Contagia a mis labios sonrisa blanca,
tizna mi alma con deseos oscuros.
Perfúmame de azahar y naranja
destilados de tu cuerpo desnudo.

Quiero escuchar las palabras que añoro,
susúrramelas con tu voz gitana.
Y entre tus suaves manos alazanas
dale a mi espíritu amparo y socorro.

jueves, 12 de junio de 2014

Ensayo sobre las siestas eternas

Gente que se aburre con las películas muy largas. Gente que nunca ha robado manzanas de un huerto. Gente con miedo a tener miedo. Gente con un color favorito. Gente que tamborilea los dedos contra el volante cuando se ve atrapada en un atasco. Gente que se compró unas gafas para mirar el mundo a los 14 y no se ha vuelto a graduar la vista. Gente que dice que no viaja porque todo puede verlo por televisión pero que realmente tiene miedo de marcharse sin una razón para volver. Gente que sólo gasta solidaridad y cariño en Navidad, como si fueran productos estacionales. Gente que no cabe en sí de gozo porque no se le ha pasado el arroz. Gente que habla del peligro con el entrecejo fruncido. Gente estática y temerosa del cambio. Gente que domina su semblante cuando la situación lo requiere. Gente que se defiende con el inglés. Gente que te mira y se congratula porque cree saber lo que estás pensando. Gente a la que le agobia el futuro. Gente que mira hacia atrás. Gente que juzga los libros por los resúmenes de sus contraportadas. Gente que no llora para que no se le corra el Rimmel. Gente que se compra una casa con jardín e instala una valla blanca y picuda alrededor para mirarnos desde detrás con fingida soberbia. Gente vacía de sentires y con la voz aguda, como rechonchos globos de helio. Gente con sofás gastados de tanto sentarse en ellos a esperar que quizá mañana sea memorable. Gente que dice entenderte sólo cuando está borracha. Gente que no grita ni susurra. Gente que piensa tanto sus respuestas que las preguntas dejan de tener sentido. Gente que no lleva la contraria. Gente monocroma. Gente que no corre. Gente que no vibra. Gente que está más muerta que viva. Gente a la que se podría enterrar ya. Gente plácidamente dormidita.

En agradecida respuesta a un Ensayo sobre la rutina

viernes, 9 de mayo de 2014

La lengua de las mariposas

Había oído hablar sobre la lengua de las mariposas. Pero aquella era otra de las miles de maravillas de poca importancia, rutinarias y cotidianas, de las que aún nunca había tenido ocasión de ser testigo.

Todo ocurrió en un instante. La polilla se posó, con la levedad con la que cae una pluma, sobre el tapón azul de una botella de refresco. Ella, enferma y débil, se quedó mirando aquella enorme alevilla como si en un batir de sus alas se encontraran todas las respuestas a las preguntas que le habían rondado por la cabeza mientras se había visto obligada a guardar cama.

Nunca había podido observar un animal parecido tan de cerca. Pero, con aquel desparpajo (mitad bizarro, mitad estúpido) tan común en las polillas, que se sienten irremediablemente atraídas por peligros hermosos tales como el fuego asesino de algún pábilo candente, aquella decidió asentarse tan próxima que, aunque se limitó a observarla, podría haberla aplastado entre sus dedos sin tener que extender apenas el brazo.

Sus ojos color miel, redondos y casi demasiado grandes para la diminuta cabeza, se movían rápidamente, como comandados por una inteligencia que no se le presupondría a un invertebrado.
El resto de su cuerpo, quizá repulsivo para muchos, se le antojaba repleto de matices y patrones, dibujos fractales de diferentes tonalidades ocres y parduzcas, que no habría podido distinguir en la lejanía. Le resultaba hermoso.

El insecto abrió de pronto la boca y de ella salió un inmenso tentáculo con vida propia que sorbió, probablemente, algún resto de azúcar de la bebida gaseosa sobre cuyo envase estaban apoyadas sus seis patas. Era una especie de latiguillo infinito y enrollado como una espiral, todo del mismo color marrón que el resto de su ser, pero anormalmente largo comparado con éste, y que se movía como a saltos, como a empellones, como si la energía no le llegara de forma continua sino en felices ráfagas de locura.

El tiempo parecía detenido, como invadido por una súbita cachaza que le impidiera avanzar. Los segundos se arrastraban lentamente, cual recubiertos por un espeso y sudoroso manto de sabor dulzón que les limitara los movimientos. La mujer, sentada a la mesa de la inmensa y colorida cocina, rodeada de ajos y pimientos, fatigada por el calor y los males de su cuerpo, se quedó también enredada en ese minuto.
De repente, la mariposa rompió el hechizo alzando el vuelo y salió por la ventana, con una decisión tal, que cualquiera hubiera dicho que llevara meses planeando su rumbo. Ella, al verla, se prometió a sí misma que mientras viviera, no permitiría que volviera a escapar a sus sentidos ninguno de los detalles que hacen cada día diferente y valioso.

domingo, 30 de marzo de 2014

Lírica de la vida sencilla

Para ti, hijo, ansío lo mejor.

Ruego por que tengas una vida normal y corriente. Por que camines con la cabeza gacha, sin apartarte nunca del camino bien perfilado por otros miles de pies. Por que vuelvas del trabajo agotado tras una productiva jornada en la que sacaste adelante cada tarea que de ti se esperaba, relacionada con asuntos que realmente no te importan un bledo.

Quiero que te cases tras un noviazgo de unos tres años. Con una mujer de belleza moderada y que sepa comportarse en sociedad. Que tenga un trabajo medio y te pregunte cómo te fue el día mientras te sonríe y aprecias tristemente la vacuidad de sus ojos e imaginas que ella será a su vez consciente de la tuya. Que tengáis dos hijos, quizá en momentos inesperados, por los que sacrificar algún viejo sueño que, sinceramente, nunca pensaste cumplirías.

Os deseo a ambos que el corazón nunca os rebote con fuerza contra las costillas, sino que simplemente, muy de vez en cuando, lo notéis saltar de manera discreta por acontecimientos que el resto de mortales os han hecho creer que merecen la pena, como comprar un coche nuevo, hacerse con una televisión mayor o fantasear con unas vacaciones en un resort de playa.

Dedica todo tu tiempo libre a la ociosidad tanto como te sea posible. Ríe con los programas de moda y tararea insípidos estribillos de canciones pegadizas cuya letra, en un idioma extranjero, jamás llegarás a comprender.

Y nunca hijo mío, nunca, bajo ningún pretexto, alimentes tu intelecto, pues es un perro infiel cuya hambre no hace sino aumentar cuanta más vianda se le otorga, y los miles de interrogantes que se te plantearán si le abres las puertas al saber no te servirán sino para complicar tu existencia.

Rezo por que resultes gris, insulso y vulgar. Por que la pasión te sea algo ajeno: una palabra hueca que escuchas en las películas estadounidenses que de vez en cuando ves, dobladas, en el cine más cercano a tu casa. Que nunca la sientas, ni por un instante, bombeando fuerte la sangre a todo tu cuerpo, a tus sienes en especial, porque si te alcanza, ya nunca te soltará, como presa entre las duras mandíbulas de una bestia temible y amenazadora.
Porque entonces, te convertirás en un poeta.
Y estarás perdido.

domingo, 23 de marzo de 2014

Antítesis

Pronto descubrieron que cualquier acción que emprendieran juntos, bien pasiva como hablar,  bien activa como un paseo por un parque, los llevaba irremediablemente a hacer el amor de manera apasionada. Quizá fuese porque no se sentía como algo sucio, sino como la única y natural forma en que podían expresar plenamente lo que sentían respecto al otro, tras largo tiempo de brindarse caricias, abrazos y besos castos en la mejilla, en las sienes.

Rápidamente adivinaron que no podían simplemente dormir el uno al lado del otro, sino que habían de mezclarse, de fundirse en desorden bajo las sábanas. Tenían que desdibujar las fronteras que dividían el cuerpo propio del amado, acurrucados como animalillos que buscaran calor, sin tontas ropas que pudieran impedirles encontrar siempre al otro, con cada leve movimiento.

Se dieron cuenta casi instantáneamente de que el rostro que encontraban a su lado por la mañana, que confería luz a la habitación pequeña y casi en penumbra, haría doloroso vislumbrar después la insulsa y pálida almohada, una vez tuvieran que separarse. El té de las mañanas les resultaría amargo, el sol más brillante tenue, el trabajo menos interesante, las charlas algo mundanas...

Y así se daba la mayor de las paradojas, pues si bien estos momentos los llenaban de fuerza y energía y les hacían ver con nuevos ojos, tintados de felicidad sus cristalinos, cada detalle del mundo que los rodeaba; ese mismo mundo exterior se volvía, asimismo, cada vez un poco más gris e insignificante, de tanto como juntos se coloreaban los corazones, de tanto como los pintaban con regocijo.

jueves, 20 de marzo de 2014

Sinsentidos cóncavos y esdrújulos

Metralla por compasión,
voz de agrio saxofón.
Batallón de envenenamiento,
mentiras lanzadas al viento.

Seca piel de limón,
desvencijar algodón.
Cíclope parturiento,
olor a estarse pudriendo.

Recalcitrante jirón,
estratocúmulo. Perdón.
Alquitrán en movimiento,
cadena de pensamiento.

Idiotas de profesión.
¡Abatan esa canción!
Estrecho apartamento,
dolor que se va lento.

Relincha un esternón,
farándula de apagón.
Súcubo del sarmiento,
malo entretenimiento.

Besos en pelotón,
azul de melocotón.
Labios que no siento,
risa entre el esperpento.

jueves, 27 de febrero de 2014

Con la a...

Aduladoras alabanzas aletean ante algunos arañando, así, ansiosas almas.
Arquéanse, ariscas aunque animosas, azorando aquellos amores ávidos.
Aunque amarguen ácidos agasajos, alumbran a atormentados amartelados.

jueves, 13 de febrero de 2014

...y en la guerra

Querido Fernando,

Parece amor mío que fuera ayer cuando partiste, mas han pasado ya seis meses. Al principio era sencillo hacerte llegar las cartas, cerca como estabas de casa, pero hace mucho que no sé siquiera dónde te hallas. Era también antes más fácil escribir líneas optimistas que te infundieran valor y fuerza en la batalla. Y sin embargo, ahora, aunque me encuentre lejos del estruendo de los fusiles en la noche, lejos de los ojos furiosos del enemigo, lejos de las húmedas trincheras y a salvo, la guerra me ha consumido también.

Tu madre ocupó las primeras semanas con toda clase de labores que le permitieran sentarse junto a la ventana: cosía, bordaba, zurcía y planchaba sin apartar la vista del camino por el que te vimos ir, como si cada segundo le brindara una oportunidad de vislumbrarte de nuevo. Sé, aunque nunca lo expresa, que tenía la esperanza de verte al tanto regresar, vencedor y sonriente, con el puño en alto, feliz de haber combatido por hacer de nuestra tierra ese lugar mejor en el que me decías crecería nuestro hijo.
Sin embargo ella, como yo, cree ahora que todo sueño se torna en una broma macabra y, si bien marchaste al grito de "no pasarán", ahora nos vamos enterando de que pasan. Os pasan. Os arrollan. Así es que no tenemos fuerzas ni para imaginar tu vuelta y, si miramos a la entrada de la casa, en lugar de verte a ti, se nos aparecen negras figuras, portadoras de noticias y cartas funestas, por lo que hemos echado las cortinas.

Nuestro pequeño Guillermo crece muy deprisa. Le hablo de ti y le cuento tu visión romántica del mundo y de cómo íbamos a cambiarlo a golpe de libertad y lucha. Le enseño también fotografías viejas, de cuando tú eras niño, para que ya desde su más tierna infancia te tenga como el mayor héroe, como un ejemplo a seguir.
Muchas veces, a pesar de mis nanas y canciones, se remueve inquieto en su cunita y alza las manos, agitándolas en el aire como si buscara tu abrazo, el cariño de ese padre ausente que yo le muestro en estampitas desdibujadas. Quizá intuya que habrás de perderte sus primeras palabras y pasos; tal vez incluso la vida entera.

Yo también te extraño y, aunque lo que me enamoró de ti fue tu fe ciega en la justicia y tus ansias de libertad, muchas veces me sorprendo mirando con envidia a los cobardes que prefirieron permanecer en sus hogares a luchar por un mundo mejor. A veces desearía que no fueras tan bueno, quizá incluso quererte un poco menos, a cambio de poder, como los que se quedaron, despertarnos con besos en la mañana y que tú me infundieras calor en las largas noches, cuando la habitación me parece demasiado grande y demasiado oscura, aunque fueran pusilánimes tus caricias.

Para mí ya no canto, aunque sé que te gustaba. Me parece un sinsentido irrespetuoso entonar melodías en esta tierra donde hasta los pájaros han dejado de trinar. Y he empezado a rezar. En la desesperación y la soledad, cree una incluso en ese Dios injusto del que llevo años renegando. Le imploro y suplico que te guarde, aunque si existe, bien sé yo que a ti y a mí no nos ama, ya que de hacerlo, es imposible que nos hubiera obligado a separarnos de este modo cruel y violento.
Después me avergüenzo y pienso en cómo me reprenderías y te mofarías de encontrarme entregada a tales fervores divinos y dogmáticos. Entonces te rezo a ti mismo y, en susurros, enjugándome las lágrimas, bulléndome el corazón en el pecho, te pido una y mil veces que seas capaz de escapar a la muerte y aguantes la desgracia para que te reúnas conmigo y con nuestro hijo una vez más.

Me despido de ti diciéndote como siempre que espero tu pronto retorno y que te aguardo junto a la puerta, mis brazos preparados para recibirte entre muestras de cariño. Pero he de confesarte, Fernando, que no distingo ya bien si te escribo todo esto de corazón o si es sólo la fuerza de la rutina la que me impulsa a cerrar así esta, por lo demás, triste epístola.

domingo, 9 de febrero de 2014

Sílabas infinitas

No somos Iggy y Nico. Ni Frida y Diego.
Nosotros rimamos. Siempre en consonante.
Tenemos una sintaxis y gramática propias.
Y, sobre todo, un significado.

Yo a veces me siento como un sustantivo.
Tú eres entonces ese adjetivo grandilocuente que lo precede.
Así nos veo como... no sé. Digamos...
"hermoso atardecer" o "estrecha callejuela".

Otras, nos comparo a un verbo compuesto
pero no he dilucidado quién es principal y quién auxiliar.
Y juntos sonamos (soñamos) así como
"hemos caminado" o "habremos vivido".

jueves, 6 de febrero de 2014

De la tierra y el amor

La mirada parda que emana de tus ojos
abre mis candados, descorre mis cerrojos.
Se entrega a ti de lleno mi oscuro interior
como la primavera hace abrirse una flor.

El río de tu aliento humedece mi pecho,
entre dos tibias montañas tiene su lecho.
Como harina de pan amasas mi vientre
dándole forma entre tus palmas candentes.

Tu suave lengua recorre como perdida
en mi cuerpo cien callejones sin salida.
Tus dedos se esconden entre mi piel
robando, traviesos, a un panal su miel.

Tus labios ahogan mis últimos gemidos
que resuenan como el mar embravecido.
Te abrazas a mi ser en tu éxtasis ferviente
vertiendo en mis entrañas tu ígnea simiente.

martes, 4 de febrero de 2014

Leer te hace sexy III

Los libreros son una raza de humanos especial. Diferente.
No tienen un color de piel o de ojos característico, pero verás siempre su mirada soñadora perdida entre nubes imaginarias, que los demás no alcanzamos con la vista, y su pelo es a menudo tan rebelde que parece que tuviera propia vida o continuamente le pasaran tornaditos y vendavales muy cerca.

Una no puede evitar enamorarse de sus manos suaves, acostumbradas a pasar con mimo las hojas, a acariciar los lomos mientras colocan éste o aquel ejemplar, dejado fuera de lugar por algún cliente desaprensivo, en la estantería correcta.
Una no puede dejar de amar esa sonrisilla cuasi tímida que visten; sus gafas que, a veces, resbalando, se ven como a punto de hacer un triple salto mortal con tirabuzón desde la punta misma de sus narices, pero que ellos empujan hacía atrás con un gesto mecánico, despistado.

Una no puede hacer nada para no sentir cosquillas en el alma, que debe estar localizada cerca de las entrañas, cuando realiza, junto a un librero, una búsqueda exhaustiva y, finalmente, uno de los dos encuentra el tomo deseado y se sonríen y lo ojean juntos. Y ahí debe una aferrarse con uñas y dientes a todo su saber estar, a esos nervios de acero de los que hace gala en ocasiones, para no besar apasionadamente los labios de ese que comenta cómo le gustan también a él las letras que ella sostiene, contenta, entre las manos, o incluso abraza contra el pecho.

Ocurre que a veces esa frialdad, como digo, muy necesaria para que la captura y sucesiva compra de un libro no se conviertan también en un romance fugaz pero eternamente guardado con celo en el recuerdo, no se digna aparecer. Sucede que, sin saber muy bien cómo ha llegado allí, una descubre su mano entre los mechones, los matojillos y matorrales de pelo cobrizo de un joven trabajador del negocio de los sueños impresos. Va pasando, y pasa, que entre el olor de palabras grabadas en tinta para la eternidad se escribe también un roce como casual, después un intencionado ósculo.
Y el mal está hecho. Y el bien está por llegar.

sábado, 1 de febrero de 2014

Leer te hace sexy II

Yo soy, sobre todas las cosas, una mujer que lee.
Yo soy una mujer que lee sobre todas las cosas.
Yo estoy sobre todas las cosas: soy una mujer que lee.
Yo soy una mujer que lee. Todas las otras cosas sobran.

viernes, 31 de enero de 2014

Leer te hace sexy

Ella es, de todas las cosas posibles, ni mesa, ni silla, ni árbol, ni piedra.
Ella es, de todas las cosas posibles, una mujer con un libro.
Y así es que ella, leyendo, es mesa, es silla, es árbol y es piedra.
Y así es que ella, leyendo, trasciende y deja de ser una mujer con un libro.

miércoles, 29 de enero de 2014

Caritas sonrientes

Amaba a Ester de una manera desmesurada. Desde lo más profundo de algún rincón ilocalizable de su alma. No sabía la razón exacta por la que le profesaba aquel cariño tan puro, pero, aunque estaba claro que tenía que ver con sus formas redondas, la quería sobre todo por su expresión amable, por su voz siempre suave y melosa y por aquella nube aromática, mezcla de dulce y picante, que la envolvía de pies a cabeza, como un fuerte perfume especiado, como un aura angelical: su pelo negro, siempre trenzado, olía a jengibre y canela, y sus manos y brazos morenos se veían a menudo salpicados de manchas blancas de harina de trigo o maicena.
Él no podía evitar que el corazón le saltara en el pecho cuando la veía moverse con destreza por la cocina, como una diosa antigua de alguna deliciosa tierra soñada, una venus oronda que, canturreando alegremente, preparaba suculentas recetas para los señores.

Siempre estaba de buen humor y, aún cuando la apremiaban o regañaban, la sonrisa no escapaba del todo de aquellos labios mullidos suyos. Él y sus besos a escondidas eran la razón de tanta felicidad. Llevaban meses viéndose en secreto, citándose en lejanos recovecos del jardín, bajo las escaleras del hall, entre las alacenas de la despensa o en el cuarto de la plancha.
Ahora se reían cuando pensaban en los largos años que habían pasado ambos trabajando para los Cortázar y cómo hasta hacía poco habían intentado ignorarse, disimular el rubor en las mejillas cuando habían de permanecer en la misma habitación, aplacar el vuelo de mil mariposas en sus estómagos. Todo por el tonto miedo (siempre en la vida, el miedo) a que el otro los rechazara.

Mas tenían bien sabido que la familia de ella, aún humilde, nunca le hubiera dado el visto bueno a alguien con su apellido. Un Expósito, que además trabajaba como mozo en una cuadra, jamás les parecería suficiente para aquella hija que, si bien no sabía leer o escribir con soltura, era tan hermosa como una flor abierta en pleno mediodía.
Por eso iban a escapar antes de que el codicioso padre de Ester llevará a cabo su manifiesto plan de encontrarle un buen partido al que no tuviera que pagarle la dote y, con un poco de suerte, no la mantuviera sólo a ella, sino también al resto de aquella pequeña prole de congéneres.
Así que Mario y su preciosa prometida sin anillo ahorraban hasta el último centavo de sus míseras pagas. Nunca lucía él una camisa nueva, ni en los domingos. Nunca gastaba ella, ni en un lazo para anudarse el cabello, ni en un dulce. Toda aquella frugalidad, en lugar de minarles el espíritu, los reconfortaba, les hacía sentir que ya quedaba menos para una vida en común. Y así rozaban el cielo con las puntas de los dedos y hacían planes medio soñando.

Sin embargo, la belleza de la joven se puso más de relieve, si cabe, cuando aquel aprecio tierno y la alegría que le brindaba le asomaron al rostro. Y cuando Ernesto, el hijo mayor de los dueños de la casona y capitán de un pequeño navío mercantil, volvió a casa tras un largo viaje, no pudo menos que reparar en ella y mirarla desde una perspectiva diferente para tenerla en cuenta, no ya como a una niña simpática al servicio de los suyos, sino como una mujer. Una mujer soltera.

A pesar del claro impedimento que supondrían sus diferentes procedencias sociales, el chico se había quedado totalmente prendado de Ester y le dedicaba continuamente sus atenciones y dulces palabras. A todas horas la buscaba y su gentileza fue además materializándose, primero en pequeños detalles, en costosos regalos después. Y, aunque el resto de los Cortázar no parecían estar muy de acuerdo con su elección, no tenían más remedio que guardar silencio, pues un buen parecido como el de la chica desbancaba, sabían, cualquier lógica que intentara usarse con un hombre enamorado.

Si bien el amor entre Mario y ella seguía creciendo con el paso de los días, la situación se volvía insostenible y, cuando finalmente fue llamada a mantener una conversación importante y privada en el despacho de aquel hombre de mundo a quién había conquistado sin proponérselo en absoluto, ambos amantes eran totalmente conscientes de la gran pregunta que se le iba a formular.
También era clara la respuesta que Ester habría de dar si no quería que su padre la buscara hasta en el más apartado rincón del país para darle muerte de su propia mano. Efectivamente, cuando fue pedida en matrimonio (por segunda vez y, ahora, ante los ojos de terceros), en aquella elegante habitación llena de muebles de madera noble y terciopelos que ella misma había lavado y almidonado decenas de veces, no se trataba más que de una especie de obra de teatro representada por fantoches, una mera formalidad. Era un trámite al que su padre ya había dado el visto bueno unos días antes, brindando a base de licor barato con el enamorado burgués, que lo visitó por sorpresa en su sencilla casa.

No trataré siquiera de plasmar en palabras la sensación de amargura que tiñó de un gris ceniciento el rostro y le llenó el corazón de una angustia, pesada como el plomo, a nuestra protagonista. Su sino había caído sobre ella como un paño negro sobre la jaula de un lorito al que se quiere hacer creer que es de noche para que silencie su trino.
Mario sentía sus mismos pesares, compartía su dolor, aunque apenas pudiera ya acercarse a ella, mucho menos rozarla.

El mundo seguía girando. Sin embargo, lo hacía mucho más lentamente, como arrastrándose. El gesto de su nuevo prometido se torció cuando Ester le pidió no ser apartada de sus quehaceres hasta el mismo día de la boda, pero (y esto no se lo dijo a nadie) ella temía volverse loca si tenía que sentarse a esperar a dar ese "sí quiero" que verdaderamente no ansiaba, a ver cómo las últimas horas de libertad de su vida iban muriendo una tras otra. Ye pronto, un día, mientras cosía, se le ocurrió que aún tenía un modo de escapar.

Sostuvo las grandes tijeras de cortar tela un instante frente a ella y, mientras observaba sus afiladas hojas, se permitió dudar un instante. El último. Después tomó aire y, con determinación, se clavo el puntiagudo instrumento en el ojo izquierdo. No dejó que un un solo gemido saliera de su boca hasta que el metal la hirió profundamente. Entonces gritó. Aulló como una loba a la que le arrancaran a sus cachorros en el medio de la noche, protestando menos por la sangre que veía caer sobre la mesa que por las semanas de silencio que se había visto obligada a guardar. La noche fue partida en dos por su alarido y ensordecieron hasta las palmeras del jardín, de quejumbroso como resonó el quejido.
Presto acudieron a ella manos dispuestas a ayudarla y oyó a su alrededor muchos suspiros y muchos ayes. Pero todos parecían coincidir en que su vida no corría peligro, a pesar de la mala suerte de haberse caído mientras caminaba sosteniendo las tijeras hacia arriba, y aunque su cara quedaría para siempre desfigurada.

El amor de Ernesto resultó entonces ser, tal y como ella había calculado, caduco cual hojas de un roble en otoño y pronto se excusó para aplazar la boda con mil razones de poca importancia y acabó por cancelarla, entregando una buena suma de sucio dinero a aquellos que casi llegaron a ser sus suegros una vez, por devolverles a su hija, echada además a perder la que todos parecían pensar era la mayor de sus cualidades.

Su madre lloraba, maldecía su mala suerte y llegaba incluso a reprocharle su falta de cuidado el día del "accidente". Pero Ester prefería aguantar toda aquella retahíla a una vida atada a alguien con quién no compartía ningún horizonte y fijaba su ahora impar ojo en el camino de gravilla que llevaba a su puerta, por el que esperaba ver aparecer a su auténtica mitad pronto.
Él no se hizo esperar. Se esforzó porque aquel hombre creyera que apenas sí conocía el nombre de su hija, la misma cuya alma pensaba haber descifrado hacía ya mucho. Preguntó un poco por su salud, intentando que no le temblara la voz al recordar el día en que la vio sacar de la casa, el rostro bañado en rojo fluido de vida, y respondió a unas pocas cuestiones acerca del trabajo que ambos habían desempeñado en la gran propiedad de los Cortázar. Fingiendo estar interesado en el dinero que ahora todos sabían se había "pagado" por la deshonra de devolver a la doncella a su hogar, habló con su padre en un tono neutral, explicándole las ventajas de librarse de una chica tullida, los inconvenientes de tener otra boca que alimentar de por vida bajo su techo. Y funcionó.

Aquella vez no hubo brindis y a ella no le compraron siquiera un vestido hermoso. La ceremonia se llevó a cabo con bastante poca alegría y los novios tuvieron que contener sus ganas de acariciarse y abrazarse hasta que al fin, en la tarde, quedaron solos.
Entonces, mientras posaba suavemente la yema de sus dedos sobre la nueva cicatriz del rostro de Ester, Mario descubrió el por qué de su absoluta devoción por ella. Si bien su hermosura seguía dejándolo sin aliento aún ahora, eran su valentía y su entereza las que realmente la hacían tan atractiva. Le hacía sentir que no había en el mundo ningún problema que los pudiera dividir, ningún obstáculo en el camino de la vida que no los permitiera seguir recorriéndolo de la mano. Y, al adivinar todo esto, la deseó aún más.

-No sé si yo hubiera podido hacer algo así, vida mía. -Dijo él algo cabizbajo y sin poder apartar la vista de su herida aún rosada. Y sosteniendo la bolsa con las monedas ante ella, añadió: -Esto te pertenece sólo a ti.
Pero ella también sentía que nada volvería a separarlos y creía que por las venas de su esposo corría suficiente gallardía como para enfrentarse a cualquier sorpresa desagradable que pudiera depararles el mañana. Apartó el dinero con un gesto decidido. Las estúpidas ansias de riqueza que ya los habían hecho sufrir antes no se interpondrían en su armonía en la que todo era compartido, todo era de dos y para dos.

Marcharon lejos, hasta un lugar al que no habían llegado los ecos de su historia y donde no tuvieron que ocultar su amor nunca más. Tres meses después, él se divertía pintando caritas sonrientes en un vientre preñado como un bollo relleno: a veces con dos ojos, a veces con uno sólo. Todas las besaba con igual vehemencia.

martes, 28 de enero de 2014

2

Le gustaban sus trabajos. Los tres. Así era la vida en Nueva York: investigadora para el departamento de literatura de una universidad mediocre en las mañanas, asesora de una pequeña galería de arte moderno en las tardes y camarera en un gigantesco club de moda al menos cuatro noches a la semana.
Sin embargo, lo que le venía a la mente en aquel momento, mientras llenaba otra copa con hielo, era la curiosa tonalidad que adquiría su piel bajo los focos negros y los tubos de neón de colores. Sus manos se veían violáceas, como las de un vampiro o las de un alienígena.

-Tienes unos ojos preciosos. -Verónica, con una sonrisa, le agradeció el cumplido al desconocido mientras le servía su bebida. Sabía que cuánto más enseñara los dientes, mayor sería su propina y se le ocurrían mil maneras en las que podría utilizar unos billetes extras. Y sin embargo, notaba su gesto forzado... Aquel hombre tenía una apariencia bastante corriente e iba vestido con ropa muy normal, pero había algo en él que le daba mala espina. Un "no sé qué" que hacía que se le erizara el vello de la nuca cada vez que le veía posar sobre ella su penetrante mirada y sentía cómo la atravesaba con ella.

Cuando iba a darle sus vueltas, en lugar del habitual "quédatelo, gracias" al que estaba acostumbrada cuando se esforzaba por ser agradable, se encontró con que el individuo le asía los dedos y, con un tirón brusco, conseguía que sus rostros quedaran a escasos centímetros el uno del otro. Lentamente, él se acercó a su oreja y le susurró quedo pero de manera clara: -Tienes unos ojos tan bonitos que merecen ser conservados para siempre en formaldehído.
Apartó la mano tan rápido como pudo y evitó acercarse a aquella mesa hasta que, con gran alivio, vio al extraño ponerse el abrigo y dirigirse a la salida.

El resto de la noche no se le dio mal del todo. El bar estuvo repleto casi hasta el cierre y ni tan siquiera tuvo tiempo de contarle a Sandra lo ocurrido hasta que, tras hacer la caja, barrer y dar permiso a los camareros más nuevos para irse a casa, estaban echando la persiana. Entonces se rieron a gusto del tipo siniestro y especularon sobre su vida sexual en un tono jocoso. Verónica no se había dado cuenta de cuánto la había asustado el incidente hasta que en aquel momento su cuello y mandíbula empezaron a destensarse gracias a los chistes. Incluso levantó la cabeza buscando la luna, que sabía que estaría llena, y sé la señaló a su amiga antes de verla desaparecer montada en su Vespa azul y ponerse ella misma en camino, en la dirección opuesta. Incluso en los malos momentos, su vena romántica podía apoderarse de su cerebro durante unos segundos.

Al fondo de la calle había un coche. El idiota que lo hubiera aparcado allí tendría al día siguiente una cuantiosa multa en el parabrisas esperándole con los brazos abiertos para darle los buenos días. Todo el mundo sabía que estaba prohibido aparcar en aquellas callejuelas tan estrechas y la policía solía desahogar sus frustraciones, debidas casi siempre a un pésimo sueldo, con quienes lo ignoraban.
De pronto, el vehículo encendió las luces. Las largas. Había alguien dentro y ese alguien quería que la chica le prestará atención. Y lo había conseguido.

Vaciló unos instantes. Estaba segura de que era el hombre del bar y no tenía ni la menor idea de qué hacer para escapar de él. Si seguía su camino se encontrarían de frente y, si echaba a correr, él le daría alcance tan rápido como un tigre cae sobre una gacela.
Los separaban unos cien metros. Entre ellos había unas cuantas persianas de garajes, cerradas a cal y canto, y un portal. Aquel era su única esperanza: caminaría hasta él con tanta naturalidad como sus rodillas temblorosas le permitieran y, si los astros estaban de su lado, la puerta cedería y ella podría fingir que vivía allí.
El milagro se produjo. No sólo eso, sino que, además, oyó con regocijo el chasquido de la cerradura sellando la entrada y haciéndola (ahora sí) infranqueable sin una llave, cuando la empujó tras de sí. Quedaba esperar a oír el motor del coche encendiéndose y largándose bien lejos, antes de volver a emprender el camino de vuelta al hogar.
Mientras notaba con alegría cómo su corazón iba calmando sus enérgicas palpitaciones, recordó que conocía vagamente a alguien que vivía en aquel bloque. Algunas veces, cuando iba al trabajo, había visto entrar en él a Pete, el tímido chico inglés que trabajaba en la tienda de libros de Bowery en la que ella adquiría algún Weird Tales cuando las propinas eran especialmente generosas.

Por pasar el tiempo de una manera un poco más amena, se puso a buscarlo entre las placas de los buzones. No, allí no había ningún Pete. Probablemente viviera de alquiler y no se habría molestado en cambiar los nombres de los propietarios por el suyo.
Cuando ya había desistido, observó un último cajoncillo, visiblemente más nuevo que el resto y algo apartado. Sí, en aquella brillante caja de metal era donde el señor Stevenson (ahora sabía su apellido), que vivía en el ático, recibía lo que el cartero tuviera a bien traerle. Su piso sería uno de aquellos diminutos cuchitriles que antaño habían servido como desván al vecino de la última planta, reconvertido en un loft individual con un sofá-cama, un único fogón y un minúsculo aseo, al que finalmente hubo que asignarle también un casillero para el correo. Es decir, un lugar muy parecido a aquel en el que ella misma vivía, al igual que todos aquellos con los que se relacionaba en su favorita aunque carísima ciudad.

Un ruido la sobresaltó. No era un acelerador, sino la puerta del coche, primero abriéndose, cerrándose después; pasos...
Presa del pánico, empezó a subir las escaleras a toda prisa, de dos en dos. Notaba la sangre buyéndole en las sienes, como si la cabeza fuera a explotarle de un momento a otro. Al girar tras el primer tramo de peldaños creyó vislumbrar una gris silueta, recortada contra el cristal por la luz de las tenues farolas a su espalda. La había visto.
Poco después oyó, mientras seguía corriendo tanto como sus piernas le permitían, como ese alguien a quien había divisado empujaba insistentemente la cancela que, afortunadamente, no parecía querer abrirse. Después el silencio volvió a adueñarse de la noche.

Verónica, ya en el tercer piso, notaba cómo las lágrimas le empapaban las mejillas. Sin embargo, no dejó escapar un solo hipo y siguió escalando aquella montaña de granito que se le antojaba interminable sin que un solo sollozo, saliera de su garganta. Aquellas calles no eran precisamente Disneyworld y, si algún desconocido intuía que tenías problemas, estos se multiplicaban. Todo el mundo estaba dispuesto a pedirte un buen puñado de dólares (si no algo mucho peor) a cambio de su silencio si se enteraban de que estabas con el culo al aire. Así que cuando estuvo al fin frente a la casa del librero, decidió no pedir ayuda abiertamente, sino simplemente tratar de atraerlo hacia la puerta. La comida a domicilio a horas ciertamente intempestivas no es un fenómeno tan extraño en una gran urbe que nunca duerme, de modo que tocó el timbre y, cuando tras unos angustiosos segundos oyó ruidos en el interior, volvió a poner su dedo sobre la campanilla y dijo traer un pedido de pizzas.

La asustó aún más un estruendo de cristales rotos. Aquel loco los había hecho saltar en pedacitos para abrirse paso hasta ella. Podía imaginarse cómo iba a bajarla arrastrándola, asida del pelo, su cuerpo golpeando los peldaños. Los ojos se le nublaron por el llanto y la tensión y pensó que iba a desmayarse, pero la idea de despertarse amordazada y atada a una silla de barbero o una camilla en algún oscuro sótano o en un hospital abandonado, como en las películas baratas que pasan por la tarde en las televisiones públicas, la mantuvo de pie.
El muy sádico no tenía ninguna prisa. Lo oía subir lentamente, como sí disfrutará de cada segundo de su cacería, de cada paso. Como si tuviera la situación totalmente bajo control. Iba silbando aquella estúpida cancioncilla infantil canadiense que a Verónica siempre le había parecido tan espeluznante, aquella que decía "Alouette, gentille alouette..."

-Abre la puerta Pete, por lo que más quieras. Abre. -Suplicó en un susurró cerca de la cerradura, mientras las últimas esperanzas de que alguien estuviera observándola tras la mirilla la abandonaban.
Y, de pronto... Escuchó el sonido inconfundible de una cadena descorriéndose, de un pomo que gira. Igual que su vida iba a girar, aún más, una vez posara sus pies sobre la mullida y algo sucia moqueta y se supiera, al fin, a salvo.

lunes, 27 de enero de 2014

1

Mientras buscaba algo que llevarse a la boca, a eso de las tres de la mañana, Pete se percató de la extraña apariencia que la luz azulada de la nevera confería a sus manos. Parecían las de un extraterrestre, un marciano hambriento, muy de madrugada.

Cada noche permanecía despierto frente a su ordenador, escribiendo aquella novela de misterio que había empezado hacía ya diez meses. Estaba bastante orgulloso de sus resultados e incluso había encontrado un editor interesado en publicarla, pero sabía que la producción literaria no iba a pagar sus facturas, de modo que tenía que estar en pie a las ocho para llegar a la librería de segunda mano en Bowery en la que pasaba la mayor parte del día (de un modo bastante ocioso, cabría decir).

Cuando la misma semana en que llegó a la ciudad, con un recién conseguido título de biblioteconomía bajo el brazo, y le entregó su currículo a aquel hombre rechoncho y con poco pelo que ahora era su jefe, lo hizo sin demasiadas esperanzas de conseguir un empleo allí. Uno no esperaría siquiera que una pequeña tienda de libros curiosos y antiguos pudiera sobrevivir en aquel agresivo Chinatown que casi ha engullido por completo los pintorescos barrios contiguos como Little Italy.

Pero aquel superior suyo, Bruce, sabía hacer negocios. Cada día recibían ingentes cantidades de material de manos de tipos tan desesperados por la crisis que venderían a su madre por la calderilla que uno necesita para comprar un taco en El Ídolo, y él diferenciaba bien la basura de los ejemplares y ediciones realmente valiosas que, de un modo generalmente deshonesto (aprovechándose de la delicada situación de los pobres diablos que con él tropezaban) conseguía a un precio irrisorio y revendía por una jugosa suma.
Por otro lado, cada dos o tres días sacaban también un buen puñado de dólares de los turistas perdidos que necesitaban un mapa de la ciudad o de la red de metro y veían el cielo abierto cuando descubrían su diminuto establecimiento entre millones de carteles rojos y dorados escritos en caracteres orientales. Cuando uno se desorienta en una urbe gigante y desconocida, pagaría cualquier cantidad por volver a ponerse en el buen camino y dejar de dar vueltas como una peonza, y Bruce también era consciente de ello y lo reflejaba en los abusivos precios que exhibían las guías y otra parafernalia para viajeros de la que estaban bien provistos.

Tras comerse un improvisado sándwich de queso, pepinillo y mostaza, Pete se sentó de nuevo ante el ordenador, aunque se concedió un breve descanso y dejó que su mente vagara de una idea a otra sin detenerse a analizar ninguna en profundidad, como un zanganillo que se va posando en diferentes flores, pero sin libarlas.

Pensó en las sirenas que se oían a lo lejos, siempre la banda sonora del contiguo barrio de Harlem; pensó en lo difícil que era hacer amigos en una desmesurada metrópolis como aquella y en la frialdad de las relaciones en un lugar en el que más que vivir uno lucha por no ahogarse, como flores entre el asfalto; pensó en su anterior vida en Londres, que ahora se le antojaba no simple sino sencilla, no aburrida sino apacible, no predecible sino tranquila; y todo lo que, junto con aquella ciudad, había dejado atrás.

Desde donde estaba atisbaba la luna, que estaba llena, a través de la única ventana de su pequeño apartamento. El cristal le devolvía también su reflejo algo desdibujado: un chico de casi treinta años que bien podría pasar por un colegial con la piel pálida y pecosa; los ojos, algo acuosos, de un azul grisáceo; el cabello liso, lacio y, sin embargo, siempre algo enmarañado, quizá por su costumbre de rascarse la cabeza cuando pensaba o estaba nervioso (que era la mayor parte del tiempo, aunque no dejaba que estos pequeños malestares asomarán a su rostro).
Por segunda vez en los últimos minutos, se sentía como un marciano. Fuera de lugar y en un planeta extraño en el que, por más que lo intentaba, no parecía encontrar a otros seres provenientes de astros que él pudiera comprender. Quizá nunca debió salir de Inglaterra. Allí, sus vidas amorosa y social en general tampoco habían sido apasionantes pero, al menos, su aspecto de joven gentleman trasnochado no destacaba apenas entre la multitud introvertida pero educada, gris pero siempre de etiqueta.
Se le ocurrió también que quizá nadie más, entre toda aquella mole de rascacielos, taxis y paradas de metro en la que ahora se encontraba, se hubiera percatado del brillo del satélite, que a él le parecía tan sumamente hermoso. Era un romántico...

De pronto, el estridente sonido del timbre hizo estallar el silencio sepulcral del alba en mil pedacitos y vino a interrumpir sus cavilaciones.
¿Quién podría requerirle a tan intempestivas horas? Sus pocos conocidos eran todos gente muy previsible y organizada. Ninguno estaría siquiera despierto. Menos aún dando un paseo por una zona tan poco segura. Aquel histérico tañido sólo podía significar problemas.
Pete sintió como un largo escalofrío le recorría la espalda y su frente se perlaba de sudor frío. Se levantó muy despacio y tratando de no hacer ruido, para acercarse sigilosamente a la puerta y así averiguar quién estaba detrás. Su intento de espionaje se vio sin embargo frustrado por sus poco templados nervios, que le hicieron empujar el escritorio a su paso y tirar un gran bote de latón lleno de bolígrafos, que se esparcieron por el suelo con gran estruendo.

Ya sin tantas precauciones llegó hasta el dintel: -Sus pizzas, señor- dijo una voz femenina tras la madera. ¿Unas malditas pizzas? ¿Era por culpa de una repartidora confundida que casi le había dado un ataque al corazón? Un error así, a las cuatro de la mañana, solamente podía ocurrir en la "Ciudad de los rascacielos".
Estaba a punto de contestarle a aquella chica que se había equivocado, cuando ella volvió a llamar con insistencia y, por pura curiosidad, la misma que se dice que mató al gato, echó un vistazo a través de la mirilla. Efectivamente allí había una muchacha, morena y bajita, algo despeinada y con el maquillaje corrido. Pero no llevaba ninguna caja de comida italiana en la mano, ni un uniforme de restaurante.
En el medio de su confusión, Pete oyó un estruendo. Cristales rotos. Después silbidos, una tonadilla, como de canción de cuna. Pasos que se acercaban...

-Abre la puerta Pete, por lo que más quieras. Abre. - La no-repartidora se había acercado al quicio y, en susurros, suplicaba. Había un punto de histeria, una nota de terror en su tono que paralizó el cerebro del joven pero hizo reaccionar rápidamente a su mano, como si un resorte la hubiera puesto en funcionamiento. Sin haberse dado siquiera cuenta, estaba quitando la cadena de seguridad, girando después el pomo. Su vida también estaba a punto de dar una vuelta. 180 grados. Pero él aún no lo sabía.