Amaba a Ester de una manera desmesurada. Desde lo más profundo de algún rincón ilocalizable de su alma. No sabía la razón exacta por la que le profesaba aquel cariño tan puro, pero, aunque estaba claro que tenía que ver con sus formas redondas, la quería sobre todo por su expresión amable, por su voz siempre suave y melosa y por aquella nube aromática, mezcla de dulce y picante, que la envolvía de pies a cabeza, como un fuerte perfume especiado, como un aura angelical: su pelo negro, siempre trenzado, olía a jengibre y canela, y sus manos y brazos morenos se veían a menudo salpicados de manchas blancas de harina de trigo o maicena.
Él no podía evitar que el corazón le saltara en el pecho cuando la veía moverse con destreza por la cocina, como una diosa antigua de alguna deliciosa tierra soñada, una venus oronda que, canturreando alegremente, preparaba suculentas recetas para los señores.
Siempre estaba de buen humor y, aún cuando la apremiaban o regañaban, la sonrisa no escapaba del todo de aquellos labios mullidos suyos. Él y sus besos a escondidas eran la razón de tanta felicidad. Llevaban meses viéndose en secreto, citándose en lejanos recovecos del jardín, bajo las escaleras del hall, entre las alacenas de la despensa o en el cuarto de la plancha.
Ahora se reían cuando pensaban en los largos años que habían pasado ambos trabajando para los Cortázar y cómo hasta hacía poco habían intentado ignorarse, disimular el rubor en las mejillas cuando habían de permanecer en la misma habitación, aplacar el vuelo de mil mariposas en sus estómagos. Todo por el tonto miedo (siempre en la vida, el miedo) a que el otro los rechazara.
Mas tenían bien sabido que la familia de ella, aún humilde, nunca le hubiera dado el visto bueno a alguien con su apellido. Un Expósito, que además trabajaba como mozo en una cuadra, jamás les parecería suficiente para aquella hija que, si bien no sabía leer o escribir con soltura, era tan hermosa como una flor abierta en pleno mediodía.
Por eso iban a escapar antes de que el codicioso padre de Ester llevará a cabo su manifiesto plan de encontrarle un buen partido al que no tuviera que pagarle la dote y, con un poco de suerte, no la mantuviera sólo a ella, sino también al resto de aquella pequeña prole de congéneres.
Así que Mario y su preciosa prometida sin anillo ahorraban hasta el último centavo de sus míseras pagas. Nunca lucía él una camisa nueva, ni en los domingos. Nunca gastaba ella, ni en un lazo para anudarse el cabello, ni en un dulce. Toda aquella frugalidad, en lugar de minarles el espíritu, los reconfortaba, les hacía sentir que ya quedaba menos para una vida en común. Y así rozaban el cielo con las puntas de los dedos y hacían planes medio soñando.
Sin embargo, la belleza de la joven se puso más de relieve, si cabe, cuando aquel aprecio tierno y la alegría que le brindaba le asomaron al rostro. Y cuando Ernesto, el hijo mayor de los dueños de la casona y capitán de un pequeño navío mercantil, volvió a casa tras un largo viaje, no pudo menos que reparar en ella y mirarla desde una perspectiva diferente para tenerla en cuenta, no ya como a una niña simpática al servicio de los suyos, sino como una mujer. Una mujer soltera.
A pesar del claro impedimento que supondrían sus diferentes procedencias sociales, el chico se había quedado totalmente prendado de Ester y le dedicaba continuamente sus atenciones y dulces palabras. A todas horas la buscaba y su gentileza fue además materializándose, primero en pequeños detalles, en costosos regalos después. Y, aunque el resto de los Cortázar no parecían estar muy de acuerdo con su elección, no tenían más remedio que guardar silencio, pues un buen parecido como el de la chica desbancaba, sabían, cualquier lógica que intentara usarse con un hombre enamorado.
Si bien el amor entre Mario y ella seguía creciendo con el paso de los días, la situación se volvía insostenible y, cuando finalmente fue llamada a mantener una conversación importante y privada en el despacho de aquel hombre de mundo a quién había conquistado sin proponérselo en absoluto, ambos amantes eran totalmente conscientes de la gran pregunta que se le iba a formular.
También era clara la respuesta que Ester habría de dar si no quería que su padre la buscara hasta en el más apartado rincón del país para darle muerte de su propia mano. Efectivamente, cuando fue pedida en matrimonio (por segunda vez y, ahora, ante los ojos de terceros), en aquella elegante habitación llena de muebles de madera noble y terciopelos que ella misma había lavado y almidonado decenas de veces, no se trataba más que de una especie de obra de teatro representada por fantoches, una mera formalidad. Era un trámite al que su padre ya había dado el visto bueno unos días antes, brindando a base de licor barato con el enamorado burgués, que lo visitó por sorpresa en su sencilla casa.
No trataré siquiera de plasmar en palabras la sensación de amargura que tiñó de un gris ceniciento el rostro y le llenó el corazón de una angustia, pesada como el plomo, a nuestra protagonista. Su sino había caído sobre ella como un paño negro sobre la jaula de un lorito al que se quiere hacer creer que es de noche para que silencie su trino.
Mario sentía sus mismos pesares, compartía su dolor, aunque apenas pudiera ya acercarse a ella, mucho menos rozarla.
El mundo seguía girando. Sin embargo, lo hacía mucho más lentamente, como arrastrándose. El gesto de su nuevo prometido se torció cuando Ester le pidió no ser apartada de sus quehaceres hasta el mismo día de la boda, pero (y esto no se lo dijo a nadie) ella temía volverse loca si tenía que sentarse a esperar a dar ese "sí quiero" que verdaderamente no ansiaba, a ver cómo las últimas horas de libertad de su vida iban muriendo una tras otra. Ye pronto, un día, mientras cosía, se le ocurrió que aún tenía un modo de escapar.
Sostuvo las grandes tijeras de cortar tela un instante frente a ella y, mientras observaba sus afiladas hojas, se permitió dudar un instante. El último. Después tomó aire y, con determinación, se clavo el puntiagudo instrumento en el ojo izquierdo. No dejó que un un solo gemido saliera de su boca hasta que el metal la hirió profundamente. Entonces gritó. Aulló como una loba a la que le arrancaran a sus cachorros en el medio de la noche, protestando menos por la sangre que veía caer sobre la mesa que por las semanas de silencio que se había visto obligada a guardar. La noche fue partida en dos por su alarido y ensordecieron hasta las palmeras del jardín, de quejumbroso como resonó el quejido.
Presto acudieron a ella manos dispuestas a ayudarla y oyó a su alrededor muchos suspiros y muchos ayes. Pero todos parecían coincidir en que su vida no corría peligro, a pesar de la mala suerte de haberse caído mientras caminaba sosteniendo las tijeras hacia arriba, y aunque su cara quedaría para siempre desfigurada.
El amor de Ernesto resultó entonces ser, tal y como ella había calculado, caduco cual hojas de un roble en otoño y pronto se excusó para aplazar la boda con mil razones de poca importancia y acabó por cancelarla, entregando una buena suma de sucio dinero a aquellos que casi llegaron a ser sus suegros una vez, por devolverles a su hija, echada además a perder la que todos parecían pensar era la mayor de sus cualidades.
Su madre lloraba, maldecía su mala suerte y llegaba incluso a reprocharle su falta de cuidado el día del "accidente". Pero Ester prefería aguantar toda aquella retahíla a una vida atada a alguien con quién no compartía ningún horizonte y fijaba su ahora impar ojo en el camino de gravilla que llevaba a su puerta, por el que esperaba ver aparecer a su auténtica mitad pronto.
Él no se hizo esperar. Se esforzó porque aquel hombre creyera que apenas sí conocía el nombre de su hija, la misma cuya alma pensaba haber descifrado hacía ya mucho. Preguntó un poco por su salud, intentando que no le temblara la voz al recordar el día en que la vio sacar de la casa, el rostro bañado en rojo fluido de vida, y respondió a unas pocas cuestiones acerca del trabajo que ambos habían desempeñado en la gran propiedad de los Cortázar. Fingiendo estar interesado en el dinero que ahora todos sabían se había "pagado" por la deshonra de devolver a la doncella a su hogar, habló con su padre en un tono neutral, explicándole las ventajas de librarse de una chica tullida, los inconvenientes de tener otra boca que alimentar de por vida bajo su techo. Y funcionó.
Aquella vez no hubo brindis y a ella no le compraron siquiera un vestido hermoso. La ceremonia se llevó a cabo con bastante poca alegría y los novios tuvieron que contener sus ganas de acariciarse y abrazarse hasta que al fin, en la tarde, quedaron solos.
Entonces, mientras posaba suavemente la yema de sus dedos sobre la nueva cicatriz del rostro de Ester, Mario descubrió el por qué de su absoluta devoción por ella. Si bien su hermosura seguía dejándolo sin aliento aún ahora, eran su valentía y su entereza las que realmente la hacían tan atractiva. Le hacía sentir que no había en el mundo ningún problema que los pudiera dividir, ningún obstáculo en el camino de la vida que no los permitiera seguir recorriéndolo de la mano. Y, al adivinar todo esto, la deseó aún más.
-No sé si yo hubiera podido hacer algo así, vida mía. -Dijo él algo cabizbajo y sin poder apartar la vista de su herida aún rosada. Y sosteniendo la bolsa con las monedas ante ella, añadió: -Esto te pertenece sólo a ti.
Pero ella también sentía que nada volvería a separarlos y creía que por las venas de su esposo corría suficiente gallardía como para enfrentarse a cualquier sorpresa desagradable que pudiera depararles el mañana. Apartó el dinero con un gesto decidido. Las estúpidas ansias de riqueza que ya los habían hecho sufrir antes no se interpondrían en su armonía en la que todo era compartido, todo era de dos y para dos.
Marcharon lejos, hasta un lugar al que no habían llegado los ecos de su historia y donde no tuvieron que ocultar su amor nunca más. Tres meses después, él se divertía pintando caritas sonrientes en un vientre preñado como un bollo relleno: a veces con dos ojos, a veces con uno sólo. Todas las besaba con igual vehemencia.