lunes, 27 de enero de 2014

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Mientras buscaba algo que llevarse a la boca, a eso de las tres de la mañana, Pete se percató de la extraña apariencia que la luz azulada de la nevera confería a sus manos. Parecían las de un extraterrestre, un marciano hambriento, muy de madrugada.

Cada noche permanecía despierto frente a su ordenador, escribiendo aquella novela de misterio que había empezado hacía ya diez meses. Estaba bastante orgulloso de sus resultados e incluso había encontrado un editor interesado en publicarla, pero sabía que la producción literaria no iba a pagar sus facturas, de modo que tenía que estar en pie a las ocho para llegar a la librería de segunda mano en Bowery en la que pasaba la mayor parte del día (de un modo bastante ocioso, cabría decir).

Cuando la misma semana en que llegó a la ciudad, con un recién conseguido título de biblioteconomía bajo el brazo, y le entregó su currículo a aquel hombre rechoncho y con poco pelo que ahora era su jefe, lo hizo sin demasiadas esperanzas de conseguir un empleo allí. Uno no esperaría siquiera que una pequeña tienda de libros curiosos y antiguos pudiera sobrevivir en aquel agresivo Chinatown que casi ha engullido por completo los pintorescos barrios contiguos como Little Italy.

Pero aquel superior suyo, Bruce, sabía hacer negocios. Cada día recibían ingentes cantidades de material de manos de tipos tan desesperados por la crisis que venderían a su madre por la calderilla que uno necesita para comprar un taco en El Ídolo, y él diferenciaba bien la basura de los ejemplares y ediciones realmente valiosas que, de un modo generalmente deshonesto (aprovechándose de la delicada situación de los pobres diablos que con él tropezaban) conseguía a un precio irrisorio y revendía por una jugosa suma.
Por otro lado, cada dos o tres días sacaban también un buen puñado de dólares de los turistas perdidos que necesitaban un mapa de la ciudad o de la red de metro y veían el cielo abierto cuando descubrían su diminuto establecimiento entre millones de carteles rojos y dorados escritos en caracteres orientales. Cuando uno se desorienta en una urbe gigante y desconocida, pagaría cualquier cantidad por volver a ponerse en el buen camino y dejar de dar vueltas como una peonza, y Bruce también era consciente de ello y lo reflejaba en los abusivos precios que exhibían las guías y otra parafernalia para viajeros de la que estaban bien provistos.

Tras comerse un improvisado sándwich de queso, pepinillo y mostaza, Pete se sentó de nuevo ante el ordenador, aunque se concedió un breve descanso y dejó que su mente vagara de una idea a otra sin detenerse a analizar ninguna en profundidad, como un zanganillo que se va posando en diferentes flores, pero sin libarlas.

Pensó en las sirenas que se oían a lo lejos, siempre la banda sonora del contiguo barrio de Harlem; pensó en lo difícil que era hacer amigos en una desmesurada metrópolis como aquella y en la frialdad de las relaciones en un lugar en el que más que vivir uno lucha por no ahogarse, como flores entre el asfalto; pensó en su anterior vida en Londres, que ahora se le antojaba no simple sino sencilla, no aburrida sino apacible, no predecible sino tranquila; y todo lo que, junto con aquella ciudad, había dejado atrás.

Desde donde estaba atisbaba la luna, que estaba llena, a través de la única ventana de su pequeño apartamento. El cristal le devolvía también su reflejo algo desdibujado: un chico de casi treinta años que bien podría pasar por un colegial con la piel pálida y pecosa; los ojos, algo acuosos, de un azul grisáceo; el cabello liso, lacio y, sin embargo, siempre algo enmarañado, quizá por su costumbre de rascarse la cabeza cuando pensaba o estaba nervioso (que era la mayor parte del tiempo, aunque no dejaba que estos pequeños malestares asomarán a su rostro).
Por segunda vez en los últimos minutos, se sentía como un marciano. Fuera de lugar y en un planeta extraño en el que, por más que lo intentaba, no parecía encontrar a otros seres provenientes de astros que él pudiera comprender. Quizá nunca debió salir de Inglaterra. Allí, sus vidas amorosa y social en general tampoco habían sido apasionantes pero, al menos, su aspecto de joven gentleman trasnochado no destacaba apenas entre la multitud introvertida pero educada, gris pero siempre de etiqueta.
Se le ocurrió también que quizá nadie más, entre toda aquella mole de rascacielos, taxis y paradas de metro en la que ahora se encontraba, se hubiera percatado del brillo del satélite, que a él le parecía tan sumamente hermoso. Era un romántico...

De pronto, el estridente sonido del timbre hizo estallar el silencio sepulcral del alba en mil pedacitos y vino a interrumpir sus cavilaciones.
¿Quién podría requerirle a tan intempestivas horas? Sus pocos conocidos eran todos gente muy previsible y organizada. Ninguno estaría siquiera despierto. Menos aún dando un paseo por una zona tan poco segura. Aquel histérico tañido sólo podía significar problemas.
Pete sintió como un largo escalofrío le recorría la espalda y su frente se perlaba de sudor frío. Se levantó muy despacio y tratando de no hacer ruido, para acercarse sigilosamente a la puerta y así averiguar quién estaba detrás. Su intento de espionaje se vio sin embargo frustrado por sus poco templados nervios, que le hicieron empujar el escritorio a su paso y tirar un gran bote de latón lleno de bolígrafos, que se esparcieron por el suelo con gran estruendo.

Ya sin tantas precauciones llegó hasta el dintel: -Sus pizzas, señor- dijo una voz femenina tras la madera. ¿Unas malditas pizzas? ¿Era por culpa de una repartidora confundida que casi le había dado un ataque al corazón? Un error así, a las cuatro de la mañana, solamente podía ocurrir en la "Ciudad de los rascacielos".
Estaba a punto de contestarle a aquella chica que se había equivocado, cuando ella volvió a llamar con insistencia y, por pura curiosidad, la misma que se dice que mató al gato, echó un vistazo a través de la mirilla. Efectivamente allí había una muchacha, morena y bajita, algo despeinada y con el maquillaje corrido. Pero no llevaba ninguna caja de comida italiana en la mano, ni un uniforme de restaurante.
En el medio de su confusión, Pete oyó un estruendo. Cristales rotos. Después silbidos, una tonadilla, como de canción de cuna. Pasos que se acercaban...

-Abre la puerta Pete, por lo que más quieras. Abre. - La no-repartidora se había acercado al quicio y, en susurros, suplicaba. Había un punto de histeria, una nota de terror en su tono que paralizó el cerebro del joven pero hizo reaccionar rápidamente a su mano, como si un resorte la hubiera puesto en funcionamiento. Sin haberse dado siquiera cuenta, estaba quitando la cadena de seguridad, girando después el pomo. Su vida también estaba a punto de dar una vuelta. 180 grados. Pero él aún no lo sabía.

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