Antiguamente,
los dioses estaban solos. Una buena mañana, comprendieron que
aquella soledad no era buena y se decidieron a crear pequeños seres
a su imagen y semejanza.
Fue así que
el Dios del Mal creó a los demonios y les concedió el don de
sembrar el caos y la discordia allí donde aparecían.
Así mismo,
dio vida la Diosa del Bien a los ángeles, dedicados a apaciguar con
sus benditas manos y sus alas de luz, aquellos lugares por los que
habían pasado los demonios.
De igual
manera, vio la luz la pequeña creación del Dios de la Piel, una
débil criatura sin ningún tipo de poder o magia, a la que dio el
nombre de “hombre”.
Pensaron
entonces los dioses que debían aquellas producciones suyas habitar
mundos hermosos y diferentes y, para tan fin, dieron forma a tres enormes
esferas de diferentes colores: una roja, otra azul, y una última
verde.
Dejaron
después que el hombre, por ser la más simple de las criaturas,
eligiera en primer lugar la bola en la que habitarían sus congéneres
durante toda la eternidad.
Paseó el
hombre por la esfera roja, a la que habían dado en llamar Infierno y
contempló el inhóspito paisaje: montañas, valles y llanuras
alimentados por ríos de lava, fuego maligno y escombros; un suelo
árido y estéril que quemaba las plantas de los pies, y una
atmósfera irrespirable, que llenaba de humo negro los pulmones.
Pudo
figurarse que los humanos pasarían hambre y sed en aquel terrible
lugar, que los niños morirían abrasados y las bestias terminarían
rumiando los huesos del último de los de su especie. Así, el hombre
decidió que, de ninguna manera el Infierno sería un buen lugar para
la existencia de su raza.
Se adentró
después en la esfera azul, que los Dioses denominaban Cielo y se
detuvo admirado, abriendo sus cinco sentidos: palpó la suave hierba
y la fértil tierra del lugar con las palmas de las manos, sintió en
su pecho el aire limpio y cargado de aromas exóticos, deleitó su
oído con los trinos de pájaros llegados de lejos, contempló el más
hermoso de los atardeceres y paladeó los exquisitos frutos
silvestres que crecían por todas partes en aquellos parajes.
Imaginó así
a hombres y mujeres felices, saciados siempre de cuanta necesidad
tuvieran, siendo una sola cosa junto a las flores y los animales del
lugar, y creyó el individuo que el cielo era el lugar indicado para
la vida de los hombres.
Sin embargo,
más que esta nueva convicción, caló en nuestro sujeto la
curiosidad, por lo que decidió internarse en la última esfera:
aquella verde a la que habían llamado Tierra.
Fue así
como el hombre encontró un paisaje hermoso y variado: descubrió los
desiertos, los glaciares y los valles y verdes montañas del mundo en
el que habitamos y entendió que no era una tierra fácil de labrar
aquella, que alimañas y hombres se batirían en constante duelo y
que la temperatura no sería siempre agradable.
Trató de
imaginar como sería la vida para los suyos en aquel nuevo paraje y
descubrió así la guerra, las colonizaciones y el esclavismo,
descubrió el hambre de las masas, la tortura y el miedo. Pensó el
hombre que aquellas imágenes eran más propias del Infierno y trató
de llegar más lejos con sus cábalas. Pudo de esta forma, asomarse a
los ojos de todos y cada uno de los que serían sus descendientes y
entre tantos párpados, abiertos de par en par, contempló algo
realmente hermoso, algo que superaba los trinos de las aves del
Paraíso, que estaba por encima del gusto de las frutas silvestres.
Vio el hombre tus ojos y reconoció en ellos la sabiduría y la
ternura y quiso amarlos durante toda la eternidad. Supo que entre los
ojos de aquellos que poblaran felices el cielo, no encontraría jamás
una mirada profunda, sincera como la tuya. Lloró entonces por no
poder ver todo tu rostro, por no poder atisbar en tus labios pintada
una sonrisa.
Apenado,
entre lágrimas, salió el hombre de la última esfera y comunicó a
los Dioses su decisión. Y es porque aquel primer humano pensó que
no importaba condenar a la humanidad al dolor o al miedo si de entre
aquellos millones de seres, alguno podía contemplar tu hermosa cara
que ahora vivimos en la Tierra y no en el cielo.
Si alguien
hay agradecido a ese primer hombre, ese alguien soy yo…
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