Pronto descubrieron que cualquier acción que emprendieran juntos, bien pasiva como hablar, bien activa como un paseo por un parque, los llevaba irremediablemente a hacer el amor de manera apasionada. Quizá fuese porque no se sentía como algo sucio, sino como la única y natural forma en que podían expresar plenamente lo que sentían respecto al otro, tras largo tiempo de brindarse caricias, abrazos y besos castos en la mejilla, en las sienes.
Rápidamente adivinaron que no podían simplemente dormir el uno al lado del otro, sino que habían de mezclarse, de fundirse en desorden bajo las sábanas. Tenían que desdibujar las fronteras que dividían el cuerpo propio del amado, acurrucados como animalillos que buscaran calor, sin tontas ropas que pudieran impedirles encontrar siempre al otro, con cada leve movimiento.
Se dieron cuenta casi instantáneamente de que el rostro que encontraban a su lado por la mañana, que confería luz a la habitación pequeña y casi en penumbra, haría doloroso vislumbrar después la insulsa y pálida almohada, una vez tuvieran que separarse. El té de las mañanas les resultaría amargo, el sol más brillante tenue, el trabajo menos interesante, las charlas algo mundanas...
Y así se daba la mayor de las paradojas, pues si bien estos momentos los llenaban de fuerza y energía y les hacían ver con nuevos ojos, tintados de felicidad sus cristalinos, cada detalle del mundo que los rodeaba; ese mismo mundo exterior se volvía, asimismo, cada vez un poco más gris e insignificante, de tanto como juntos se coloreaban los corazones, de tanto como los pintaban con regocijo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario