jueves, 13 de febrero de 2014

...y en la guerra

Querido Fernando,

Parece amor mío que fuera ayer cuando partiste, mas han pasado ya seis meses. Al principio era sencillo hacerte llegar las cartas, cerca como estabas de casa, pero hace mucho que no sé siquiera dónde te hallas. Era también antes más fácil escribir líneas optimistas que te infundieran valor y fuerza en la batalla. Y sin embargo, ahora, aunque me encuentre lejos del estruendo de los fusiles en la noche, lejos de los ojos furiosos del enemigo, lejos de las húmedas trincheras y a salvo, la guerra me ha consumido también.

Tu madre ocupó las primeras semanas con toda clase de labores que le permitieran sentarse junto a la ventana: cosía, bordaba, zurcía y planchaba sin apartar la vista del camino por el que te vimos ir, como si cada segundo le brindara una oportunidad de vislumbrarte de nuevo. Sé, aunque nunca lo expresa, que tenía la esperanza de verte al tanto regresar, vencedor y sonriente, con el puño en alto, feliz de haber combatido por hacer de nuestra tierra ese lugar mejor en el que me decías crecería nuestro hijo.
Sin embargo ella, como yo, cree ahora que todo sueño se torna en una broma macabra y, si bien marchaste al grito de "no pasarán", ahora nos vamos enterando de que pasan. Os pasan. Os arrollan. Así es que no tenemos fuerzas ni para imaginar tu vuelta y, si miramos a la entrada de la casa, en lugar de verte a ti, se nos aparecen negras figuras, portadoras de noticias y cartas funestas, por lo que hemos echado las cortinas.

Nuestro pequeño Guillermo crece muy deprisa. Le hablo de ti y le cuento tu visión romántica del mundo y de cómo íbamos a cambiarlo a golpe de libertad y lucha. Le enseño también fotografías viejas, de cuando tú eras niño, para que ya desde su más tierna infancia te tenga como el mayor héroe, como un ejemplo a seguir.
Muchas veces, a pesar de mis nanas y canciones, se remueve inquieto en su cunita y alza las manos, agitándolas en el aire como si buscara tu abrazo, el cariño de ese padre ausente que yo le muestro en estampitas desdibujadas. Quizá intuya que habrás de perderte sus primeras palabras y pasos; tal vez incluso la vida entera.

Yo también te extraño y, aunque lo que me enamoró de ti fue tu fe ciega en la justicia y tus ansias de libertad, muchas veces me sorprendo mirando con envidia a los cobardes que prefirieron permanecer en sus hogares a luchar por un mundo mejor. A veces desearía que no fueras tan bueno, quizá incluso quererte un poco menos, a cambio de poder, como los que se quedaron, despertarnos con besos en la mañana y que tú me infundieras calor en las largas noches, cuando la habitación me parece demasiado grande y demasiado oscura, aunque fueran pusilánimes tus caricias.

Para mí ya no canto, aunque sé que te gustaba. Me parece un sinsentido irrespetuoso entonar melodías en esta tierra donde hasta los pájaros han dejado de trinar. Y he empezado a rezar. En la desesperación y la soledad, cree una incluso en ese Dios injusto del que llevo años renegando. Le imploro y suplico que te guarde, aunque si existe, bien sé yo que a ti y a mí no nos ama, ya que de hacerlo, es imposible que nos hubiera obligado a separarnos de este modo cruel y violento.
Después me avergüenzo y pienso en cómo me reprenderías y te mofarías de encontrarme entregada a tales fervores divinos y dogmáticos. Entonces te rezo a ti mismo y, en susurros, enjugándome las lágrimas, bulléndome el corazón en el pecho, te pido una y mil veces que seas capaz de escapar a la muerte y aguantes la desgracia para que te reúnas conmigo y con nuestro hijo una vez más.

Me despido de ti diciéndote como siempre que espero tu pronto retorno y que te aguardo junto a la puerta, mis brazos preparados para recibirte entre muestras de cariño. Pero he de confesarte, Fernando, que no distingo ya bien si te escribo todo esto de corazón o si es sólo la fuerza de la rutina la que me impulsa a cerrar así esta, por lo demás, triste epístola.

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