Querido
Fernando,
Parece
amor mío que fuera ayer cuando partiste, mas han pasado ya seis
meses. Al principio era sencillo hacerte llegar las cartas, cerca
como estabas de casa, pero hace mucho que no sé siquiera dónde te
hallas. Era también antes más fácil escribir líneas optimistas
que te infundieran valor y fuerza en la batalla. Y sin embargo,
ahora, aunque me encuentre lejos del estruendo de los fusiles en la
noche, lejos de los ojos furiosos del enemigo, lejos de las húmedas
trincheras y a salvo, la guerra me ha consumido también.
Tu
madre ocupó las primeras semanas con toda clase de labores que le
permitieran sentarse junto a la ventana: cosía, bordaba, zurcía y
planchaba sin apartar la vista del camino por el que te vimos ir,
como si cada segundo le brindara una oportunidad de vislumbrarte de
nuevo. Sé, aunque nunca lo expresa, que tenía la esperanza de verte
al tanto regresar, vencedor y sonriente, con el puño en alto, feliz
de haber combatido por hacer de nuestra tierra ese lugar mejor en el
que me decías crecería nuestro hijo.
Sin
embargo ella, como yo, cree ahora que todo sueño se torna en una
broma macabra y, si bien marchaste al grito de "no pasarán",
ahora nos vamos enterando de que pasan. Os pasan. Os arrollan. Así
es que no tenemos fuerzas ni para imaginar tu vuelta y, si miramos a
la entrada de la casa, en lugar de verte a ti, se nos aparecen negras
figuras, portadoras de noticias y cartas funestas, por lo que hemos
echado las cortinas.
Nuestro
pequeño Guillermo crece muy deprisa. Le hablo de ti y le cuento tu
visión romántica del mundo y de cómo íbamos a cambiarlo a golpe
de libertad y lucha. Le enseño también fotografías viejas, de
cuando tú eras niño, para que ya desde su más tierna infancia te
tenga como el mayor héroe, como un ejemplo a seguir.
Muchas
veces, a pesar de mis nanas y canciones, se remueve inquieto en su
cunita y alza las manos, agitándolas en el aire como si buscara tu
abrazo, el cariño de ese padre ausente que yo le muestro en
estampitas desdibujadas. Quizá intuya que habrás de perderte sus
primeras palabras y pasos; tal vez incluso la vida entera.
Yo
también te extraño y, aunque lo que me enamoró de ti fue tu fe
ciega en la justicia y tus ansias de libertad, muchas veces me
sorprendo mirando con envidia a los cobardes que prefirieron
permanecer en sus hogares a luchar por un mundo mejor. A veces
desearía que no fueras tan bueno, quizá incluso quererte un poco
menos, a cambio de poder, como los que se quedaron, despertarnos con
besos en la mañana y que tú me infundieras calor en las largas
noches, cuando la habitación me parece demasiado grande y demasiado
oscura, aunque fueran pusilánimes tus caricias.
Para
mí ya no canto, aunque sé que te gustaba. Me parece un sinsentido
irrespetuoso entonar melodías en esta tierra donde hasta los pájaros
han dejado de trinar. Y he empezado a rezar. En la desesperación y
la soledad, cree una incluso en ese Dios injusto del que llevo años
renegando. Le imploro y suplico que te guarde, aunque si existe, bien
sé yo que a ti y a mí no nos ama, ya que de hacerlo, es imposible
que nos hubiera obligado a separarnos de este modo cruel y violento.
Después
me avergüenzo y pienso en cómo me reprenderías y te mofarías de
encontrarme entregada a tales fervores divinos y dogmáticos.
Entonces te rezo a ti mismo y, en susurros, enjugándome las
lágrimas, bulléndome el corazón en el pecho, te pido una y mil
veces que seas capaz de escapar a la muerte y aguantes la desgracia
para que te reúnas conmigo y con nuestro hijo una vez más.
Me
despido de ti diciéndote como siempre que espero tu pronto retorno y
que te aguardo junto a la puerta, mis brazos preparados para
recibirte entre muestras de cariño. Pero he de confesarte, Fernando,
que no distingo ya bien si te escribo todo esto de corazón o si es
sólo la fuerza de la rutina la que me impulsa a cerrar así esta,
por lo demás, triste epístola.
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