sábado, 18 de enero de 2014

¡Protestemos! O... no.

Decidieron llamarlos los IPEL: los "impuestos pro ecología y limpieza". De esa manera, a uno le costaba un poco más percatarse de que le estaban cobrando por respirar, ver el sol o caminar sobre la hierba, e incluso podía darle la impresión de que perdía aquellos derechos fundamentales por una buena causa.
Llevaban meses explicando en los noticieros que, a pesar de los, supuestamente, grandísimos esfuerzos del gobierno y la inversión de miles de millones en la conservación del medio ambiente, la situación era insostenible y, si queríamos poder seguir disfrutando del aire y el agua, habría que limpiar el cielo y los ríos y lagos de polución. Llenar los pulmones, algo que todos los ciudadanos creían gratuito y natural, ahora le costaba mucho dinero de purificación al estado, pues los árboles y plantas se habían vuelto insuficientes para un mundo que crecía demasiado deprisa y se volvía no sólo más rápido y eficiente, sino también más gris y polvoriento.

Un nublado lunes por la mañana, Ricardo recibió la noticia con un largo suspiro. La escuchó en la radio, a las siete en punto y mientras, tras un café apresurado, estaba fumándose ese primer cigarrillo del día que tanto le gustaba. Aunque se sentía estafado, hacía ya mucho tiempo que había entrado en una especie de letargo, un coma profundo de abatimiento y apatía en el que se había sumido como consecuencia del continuo bombardeo de noticias nefastas y agoreras que a todas horas emitían desde cada posible medio de comunicación. Como la mayoría de quienes aún conservaban el trabajo, simplemente pensó que aquellos cinco euros que iban a descontarle del sueldo a partir de ese mismo mes supondrían tomar una cerveza menos cada fin de semana o, quizá, empezar a plantearse dejar el tabaco.

Una llamada de su madre hizo que esa pequeña alarma interior que todos tenemos dentro se le despertara en parte. Ella tenía casi setenta años y una pensión mísera, por lo que la cantidad a pagar sí le suponía una diferencia sustancial a final de mes y su enfado e indignación eran considerables: -Lo peor de todo es que- decía agobiada al otro lado de la línea -cuando tengas hijos, ellos estarán tan acostumbrados a que les cobren por respirar que no concebirán siquiera una realidad en la que una simplemente salía a la calle e hinchaba su pecho tanto como le viniera en gana, como un derecho fundamental. Quizá el único que nos quedaba.

Como cada día, Ricardo pasó por la panadería a comprar una barra y el periódico, que dejaría en casa antes de tomar el metro para ir a trabajar.
Allí, algunos vecinos se mostraban alterados por la subida de los impuestos y no daban crédito a lo ocurrido, a pesar de que se les había intentado concienciar (infructuosamente al parecer) de la necesidad de seguir "apretándose el cinturón" con carísimas campañas publicitarias en las que se trataba de dar a entender que los culpables de la pésima calidad del aire eran precisamente quienes iban subvencionar su desintoxicación, es decir, los ciudadanos de a pie.

El panadero atendía entre gestos de enfado, el murmullo de la gente disgustada se convertía en un zumbido atronador y una mujer de la edad de su madre negaba con la cabeza ante los titulares del diario que nuestro protagonista iba a llevarse bajo el brazo.
De pronto, algo comenzó a molestarle en el estómago, una idea que se había fraguado en su subconsciente había ido tomando forma en su interior y, en un parto oral y antinatural Ricardo regurgitó sobre la anciana aquello de lo que estaba de pronto preñado. Como con propia voluntad, en una carrera imparable salió de su garganta un verbo combativo y conjugado en segunda persona del plural que llenó el espacio entre la mujer y él: ¡Protestemos!
Fue en voz baja, casi un susurro, pero ambos se sorprendieron. Nuestro hombre tomó sin embargo conciencia de lo que había expresado rápidamente y la idea  en lugar de espantarle, le pareció razonable y se le presentó como la única solución posible a aquella injusticia de la que todos se quejaban e incluso todas las anteriores que habían ido perdonando con indulgencia y pasividad. De modo que sonrió a todos los presentes, que ahora le miraban y esta vez gritó su mensaje, impulsado por su propia voluntad e inspirado por toda la propaganda revolucionaria que alguna vez hubiera podido caer en sus manos, a pleno pulmón y con el puño el alto. Por unos segundos, Ricardo se imaginó a sí mismo como un héroe con capa roja y mono azul de trabajador debajo. Un líder de masas con los ojos brillantes y el corazón lleno de fuerza y esperanza que infundir al resto. El primer testigo de un gran cambio que empezaba nada más y nada menos que en una panadería cutre de Parla.

Recibió un tortazo en la mejilla. Un buen soplamocos con la mano abierta que lo devolvió a la realidad, de parte de la señora, que lo miraba con ese gesto reprobatorio con el que se riñe a los niños muy pequeños. El panadero le lanzó un bollito y, mientras se sacudía el azúcar de entre el pelo, oyó que le gritaba: -¡Lárgate de mi tienda! ¡No quiero líos aquí!
Aquella gente que parecía tan contrariada por lo que el gobierno les estaba quitando se había vuelto de pronto contra él, quizá simplemente porque lo veían como un objetivo más alcanzable y porque en su país la guerra entre iguales era algo tan fomentado por los opresores para que los ciudadanos se destruyeran y entretuvieran entre ellos, que corría ya por las venas de sus vecinos desde hacía generaciones, haciéndoles además enorgullecerse cada vez que podían hacer astillas de un árbol que hubieran derribado entre todos.

En lugar de vitoreado por la muchedumbre, el joven salió de la tienda cabizbajo, entre palabras de desaprobación y sabiéndose sin pan para acompañar la sopa que pensaba cenar. Aquella iba a ser una semana de mierda.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

https://twitter.com/cuerda1936/status/415026140143947776

Eleanora da Estrada dijo...

Tiempo al tiempo... Pero entonces (e igual que ahora) yo, como Ricardo, protestaré. Y nada me detendrá. Ni siquiera un ataque con bollitos como proyectiles.