lunes, 16 de diciembre de 2013

Carta al recuerdo de una mujer

Las mañanas en el boulevard, las noches junto a la ventana, te espero, te recuerdo, te invento. Llego entonces a pensar, si no fuiste sólo eso: una foto antigua, un dibujo borroso, una canción poco oída, una invención, un mero recuerdo.

Invocar tu nombre parece un pecado en esta sucia boca, terrena y común. Parece un sueño el haberte conocido alguna vez. Tu recuerdo me tortura, alejándose más y más de mí cada día, pero sin llegar a marcharse nunca.

Mi vida por saber si estás viva o muerta, mi vida por conocer el santo lugar en que tu suave cuerpo reposa, y llorarte; mi vida por llorarte, amor, desesperado y lejano amor.

Me paro a mirar a la gente, los observo, unos con prisa, otros serenos. Ocupados en sus quehaceres, paseando, o tan solo dejando pasar el tiempo, y pongo tu mirada en los ojos de las mujeres que esperan y las palabras nunca dichas, en boca de los hombre que llegan (o no).

Busco en otras caras tus labios de caramelo, el pecado más dulce por mi boca conocido, y trato con toda mi alma de recordar tus breves besos, pero no lo consigo y pienso que quizá nunca llegué a probarlos en realidad…

El mundo se detiene, cuando entre el bullicio de la calle, me sobresalta el rítmico latir de tus zapatitos de tacón, pero recobra pronto su movimiento, cuando me decepciono al ver que es otra muchacha (no menos hermosa, pero no más bella) quien provoca tan continua musiquilla.

Espero tu llegada a mi cita inventada de las mañanas soleadas en el boulevard, espero tu entrada en mi habitación, cada noche lluviosa, junto a la ventana. Espero tu carta, tu visita, tu presencia una vez más. Intento recordar, en las noches de gélido invierno, tu cálida presencia y fuego eterno junto a mí.

Para ti los más desgarradores versos escritos con sangre en algún recóndito lugar. Para ti las primeras aguas de los manantiales recién nacidos, para ti la hermosura de todas las flores de mayo, para ti las canciones de amor y los besos más tiernos.

Loco me llaman los que no entienden de amor, loco me dicen los que el amor no conocen, pero yo no pierdo el tiempo, mi tiempo en el boulevard, mi tiempo junto a la ventana. Lo invierto intentando hacer nítido y cercano tu recuerdo. Ese preciado tiempo, ese, mi tiempo, ese que no cambio por nada.

miércoles, 11 de diciembre de 2013

Tequila

Odió el sabor a alcohol. Odió el Vodka. Odió la cerveza. Odio incluso el vino. Pero el tequila es diferente. Su sabor, redondo y desgarrador, es exactamente igual a su color. Una puede notar oro o plata descendiendo lentamente por su garganta, quemándola unos segundos.
Pero lo que más me gusta de esta bebida es, sin duda, perderme en los recuerdos de aquel tiempo en que la descubrí y empecé a amarla.
Estás apoyado sobre la oreja de un sillón, juntó a la ventana. Las cortinas abiertas. Las luces apagadas. El brillo de las farolas se refleja sobre tu piel demasiado pálida y salpicada de millones de pecas. Aquí no se ven las estrellas.
Reparas en mí. Tengo la botella en las manos. Esa botella que tú consideras que debe haber siempre en todo hogar. Comprar dos peces de colores nos llevó más de un mes, comprar una bicicleta casi dos, nunca dimos de alta el gas. Pero jamás nos faltó rico alcohol.
Vierto nuestro sagrado néctar en dos vasos. Bebo. Me miras con fingida seriedad mientras tomas tu copa y tratas infructuosamente de pronunciar las palabras de la etiqueta. Podría tirarme por el suelo por culpa de la risa cuando, henchido el pecho por el orgullo, dices "Chekila José Crurevo" pero me enterneces, de modo que en vez de mofarme de tu hercúleo pero patético progreso en mi idioma, me limito a repetirte esa otra frase que tantos quebraderos de cabeza te trae. Susurro en tu oído mientras me pongo a bailar contigo, a pesar de no haber música, y tú repites como puedes "Che quierro".
"Yo también te quiero". Hay palabras que no entiendes en esa oración (quizá nunca entendieras ninguna), pero te da igual. Bailas. Bailamos. No sé qué acordes suenan en tu cabeza, pero parecen ir bien con los míos.
El suelo está helado, mas no tiene importancia. Cerramos los ojos y nos olvidamos de todo con ayuda de la bebida y del abrazo.
Afuera se oyen petardos. La vecina me ha contado que quiere acostarse contigo. Ayer bautizamos a una chica con el nombre de tu hermana. La semana pasada cenamos en el tejado. La gente, en la calle, nos pide hacerse fotos con nosotros. Nadie me dice que estoy engordando ni que tú necesitas urgentemente un corte de pelo.
Siento que somos pequeños dioses omnipotentes en un país en el que, precisamente, su dios es de lo poco que no nos resulta incomprensible.
A veces amo este lugar extraño y te amo a ti. En otras ocasiones, odio el modo en que se hacen aquí las cosas, pero a ti no puedo odiarte, porque eres esa tabla de náufrago que me mantiene unida a lo que consideraba normal. Eres lo único que "traje" conmigo.
Pronto me iré. Y tú aborrecerás esta casa y huirás, herido por esas huellas que en mi apresurada marcha olvidé borrar. Pero... ¡Shhh! No rompamos la magia etílica de este momento.

lunes, 9 de diciembre de 2013

To Christopher, or Sorry that I Called You Your Full Name

How to dance under the rain
I will never forget again.
Because once I did get lost
in others' impressions and thoughts.
(and, Alas! How hard it was
finding the way back home)

For my full-of-tears eyes
The world was black 'n white.
My inner light went dark,
loneliness covered all up.

On the mirror what I saw
when I looked into my eyes
was I face I didn't recognize,
by other hands re-shaped.

domingo, 8 de diciembre de 2013

Entre el amor y la desesperanza, a las puertas de la locura

La oscuridad se cernió sobre mi alma cuando te vi partir y no habrá de amanecer de nuevo hasta que tú vuelvas.

Envuelta en su sudario blanco, acompáñame la soledad. Se sienta a mi lado y me observa mientras escribo esta carta que no podré enviar, pues desconozco amor, dónde te hallas. Es ella mi musa, quien acomoda su espalda contra la mía en esta eterna noche fría, quien me acuna en su regazo y entona cánticos tristes y llenos de lamentos, hasta que el sueño se apodera de mí.

Incluso entre los brazos de Morfeo lloro tu pérdida como una niña huérfana, hambrienta del pan de tu calor; y no habré quizá de encontrar paz ya nunca en el mundo de los vivos. Mas una última esperanza, esa que dicen nunca se pierde, me impide también abandonarme a la muerte, y el terror a perder la conciencia al llegar al inframundo, el miedo a que también me sea arrancado tu recuerdo del corazón, hace que rehuya incluso el descanso eterno.

Afuera llueve, y es tan grande mi tormento, que afuera lluevo yo. Mi ser discurre por los canalones, mi ser se arrastra por la tierra, mi ser gotea, se deja caer desde las ramas más altas de los árboles, que empiezan a marchitarse por culpa del invierno, y se quiebra en mil pedazos al chocar contra el suelo. Mi dolor lo inunda todo, y como el agua de lluvia, llega a todos los rincones, sirviéndome así de consuelo e impidiendo que pueda consolarme.

Con cada lágrima que escapa de entre mis párpados y resbala abrasando mi mejilla, tu imagen, que creía grabada a fuego en mis pupilas, pierde nitidez. Y hace tanto que marchaste, tanto que no te asomas a mis ojos, que a veces no soy capaz de invocar y traer ante mí el rostro de quien se llevó mi esencia y mi vida entre los pliegues de su negra capa. Y mi boca enmudece, si le ruego pronuncie tu bendito nombre…

Que detenga la rueda del mundo su eterno girar. Esta vagabunda del sufrimiento no quiere continuar su viaje. El aire es veneno ahora que tú ya no respiras conmigo: arde a su paso mi garganta y se tornan mis entrañas volátiles cenizas que no sé cuánto más podré retener, envueltas en el triste manto de mi cuerpo seco y ajado.

“Vuelve” le grito al aire. “Vuelve que sin ti no hay vida y sin ti no muero”, le grito desesperada. Y suplico, y gimo y abatida caigo de nuevo y beso el suelo en que un día tú posabas tus pies. Mas el viento traicionero, no lleva hasta tus oídos mi suave letanía, y si lo hace, tú no le prestas atención.

Si existe un Dios yo le imploro que tu piel no acaricie otro pecho, que tu boca no encuentre otro sabor que aquel que yo le infundí con mis labios, que no repose tu cabeza en palma de mano extraña, y que escuches el río de llanto, contra cuya corriente ya no puede luchar más aquella que siempre habrá de quererte y por siempre aguardará tu regreso.

sábado, 7 de diciembre de 2013

Caramelos de fresa

Cuando era aún muy joven, tenía la impresión de que muchas personas de mi entorno (como mis propios padres, mi abuelo o los profesores de la escuela) habían nacido siendo ya adultos. Podía imaginármelos con treinta o treinta y cinco años, pero no concebía la idea de que hubieran sido unos niños, como lo era yo entonces.

Todo el mundo fue un niño alguna vez. Y los niños, ya lleven aparatos correctores, ya sean pelirrojos y con pecas, ya tengan las rodillas y los codos llenos de llagas, ya sean tímidos y formales, comen caramelos. Y no hay nadie en el mundo que haya probado tales golosinas y no se haya decantado algunas veces por el supuesto sabor a fresa: ese creado en un laboratorio a base de mezclas de ácidos y aromas, y que normalmente relacionamos con el color rojo o con el rosa.

Los adultos que comen caramelos, los escogen de menta o de clorofila. Creo que los abogados los ponen en sus bufetes para darse importancia, pues poca gente puede aguantar uno de sus caramelos extra-fuertes en la garganta. Yo mismo, cuando me ofrecen uno, niego con la cabeza y me ruborizo, preso del pánico.
Las mujeres nerviosas, como las secretarias o las profesoras de instituto, los llevan en cajitas de colores dentro del bolso y los mastican (ese tipo de mujeres, no chupan estas golosinas, sino que los aplastan con rudeza entre los molares) durante los recreos y a la salida del colegio para disimular el olor a tabaco que impregna sus bocas y gargantas.

Los jóvenes toman dulces de limón. Quizá para expresar su disconformidad con el sistema, que creen les oprime y les hace poner malas caras, como la acidez de esas perlitas amarillas y brillantes que paladean en grupos de tres o cinco.

Los ecologistas los prefieren de manzana, las embarazadas de mora, los soldados en el frente los comen de lilas, los infantes de anís, para el dolor de tripas y las señoras, en los parques, los prefieren con sabores a bebidas extrañas, como la cola, que les recuerda su juventud perdida.

El día en que sucedió lo que a continuación procedo a contaros, yo estaba en esa etapa en que la vida resulta tan dulce, con sus largas e interminables tardes tendido al sol, jugando a fútbol o a las canicas, que uno escoge fresa.
Sin embargo, en aquel momento, yo estaba solo. Debido a la importancia de la investigación que me proponía llevar a cabo aquella tarde, había preferido dejar atrás a mis ruidosos compañeros y quedar en soledad junto al caño.

Era domingo. Un caluroso domingo de julio. Los adultos siguen cumpliendo sus rutinarias labores incluso en verano, pero a los niños, que perdemos la noción del tiempo durante las vacaciones, nos resulta difícil saber exactamente en qué día de la semana vivimos. Pero debía ser domingo, porque yo había pasado por la tienda de la Esther con mi asignación semanal y había comprado un buen puñado de los antes mencionados dulces. Debía ser domingo porque mi madre había puesto las copas de postre herencia de la abuela y había servido en ellas fresones con nata y canela. Y fue entonces cuando se me ocurrió la idea.

Cuando comes un perrito caliente, puedes diferenciar sin esfuerzo el sabor del queso, de la salsa de mostaza, del pan y de la propia salchicha en tu boca. De hecho, es la mezcla de esos sabores, en conjunto, lo que agrada a tu paladar. Si comieras dos perritos a la vez, por ejemplo, uno comprado en el puesto que hay en Madrid, en una de las calles que salen de la Puerta del Sol, y otro recién traído de Manchester, podrías también distinguir el sabor de la fuerte mostaza con 16 especias del segundo, más… si te los dieran a probar por separado, uno primero y el segundo tras un largo período de tiempo… ¿Serías también capaz de distinguirlos? Lo segundo conlleva una mayor dificultad. Por eso, era tan importante aquella hazaña que me proponía realizar.

Allí estaba yo. Sentado junto al caño. Sintiendo aún en la boca el sabor agridulce de las fresas de mi madre, con las pepitas entre los dientes (pues en aquella época, aún no se le daba tanta importancia a la higiene dental o a que los niños tuvieran o no caries), y con uno de mis caramelos favoritos, recién desenvuelto en una mano.

Estaba ante la verdad absoluta, arriesgándolo todo. Sabía que en aquel instante, toda mi vida iba a dar un vertiginoso vuelco. Y así fue. Cuando comprobé con el caramelo en la boca que el sabor no era siquiera semejante al de la verdadera fruta, toda mi vida anterior pasó ante mis ojos. Me cuestioné entonces si otras de aquellas verdades universales, como que los labios de las chicas son también azucarados, o que los Reyes Magos llegan del Oriente cargados de regalos que dar a todos los niños del mundo, o que los gatos tienen siete vidas, y que los aplastados sobre el asfalto por los tractores las habían consumido ya todas, serían tan sólo un puñado de mentiras.

Mientras yo investigaba sobre mi lengua y la estrecha relación que había descubierto había entre ésta y crueldad del mundo, un montón de nubes grises se juntaban en el cielo, como una sombra amenazadora. Poco después comenzó a llover de manera copiosa y yo tuve que correr hacia casa para no llegar empapado. Fue por culpa del repentino chubasco que olvidé la bolsa de chuches junto al pilón.

La siguiente vez que fui a la confitería, con los bolsillos sonando a calderilla, escogí limón.

martes, 3 de diciembre de 2013

Por si quedan admiradores de Sarah Kane

Nunca te había visto así. Los ojos completamente rojos por la ira, ciegos, sumergidos en odio. Y sin embargo, inmóvil. Esto debe ser el principio (quizá el final) de algo grande. Tengo miedo. Me acerco más a ti, como queriendo hablar, como queriendo actuar, pero sin saber en absoluto qué he de hacer.

Tu nariz sangra. Tus oídos sangran. Tu boca sangra. Intento frenar ese flujo de tus orificios con mis dedos, pero no sirve. Mi mano, después mi brazo, acaban impregnados de tu rojo fluido. Cedo. Dejo manar el líquido libremente. Quizá esté destinado a verterse en descontrol. Quizá si tratamos de retenerlo dentro de ti, explotes en mil pedacitos.

No gritas. No lloras. No maldices. No aprietas los puños clavándote las uñas en las palmas de las manos. Sólo pierdes la vista en el infinito. Y así permaneces. Y tengo miedo.

Y siento frío.

jueves, 28 de noviembre de 2013

Sentida declaración de intenciones para un nuevo amante

Mentiría si dijera que nunca voy a enfadarme contigo por un detalle absurdo, a pensar que llevo razón cuando estoy confundida o a llorar sin motivo y exigir comprensión y un abrazo eterno y cálido en medio de tanto drama.
Pero te doy mi palabra de que en los malos momentos trataré de encender de nuevo tu sonrisa con alguna ridiculez que se me ocurra espontáneamente y que intentaré sostener tu mundo con un "todo va a ir bien", esforzándome por que suene, además, convincente, sin que te percates de que realmente no tengo ni idea de qué nos depara el futuro.

No tendremos la casa más grande, elegante o limpia de la ciudad: soy un pequeño desastre doméstico. Quizá un día el salón aparezca cubierto de miles de pedacitos de papel de colores porque he estado, de pronto, en marzo, fabricando las felicitaciones que enviaré en Navidad. O puede que te sientes sobre una aguja gigante una tarde, porque estoy empezando una bufanda nueva.
Pero puedo prometer que nuestra biblioteca estará siempre perfectamente ordenada por autores y épocas y quizá cocine tortitas algún que otro domingo.
Si llegas a casa después que yo, cuando oiga tu llave en la cerradura, iré corriendo a darte un beso, o un susto, o a revolverte el pelo con los dedos (y todo lo anterior dependerá de cómo haya sido mi día) y en tu cumpleaños encontrarás un regalo "acechándote" en cada esquina.

Conmigo nunca habrá una pedida de mano ante tus parientes, a la luz de las velas y regada con champagne. No podrá tu padre llevarme al altar de una iglesia abarrotada de gente y flores, mientras tú te retuerces las manos nervioso, embutido en un traje almidonado, ante un sufriente Cristo crucificado. No quiero un vestido de novia ni un ramo artificial, ni niños en un colegio privado, ni ser un día, sin preaviso, anciana, incapaz de recordar bien cómo he llegado al final de mi camino y en qué invertí mi tiempo.
Sin embargo, a cambio de que soportes mis excentricidades, puedo enseñarte a ser feliz a mi manera: sin cumplir las normas de etiqueta de la sociedad; y que en lugar de mediante las reglas del aburrido y poco exclusivo club de los adultos normales, rijamos nuestra cotidianidad con diez mandamientos dadaístas que nosotros inventemos.
Y, a pesar de que mi cabeza vive casi perpetuamente entre las nubes, aquí expongo que no dejaré nunca que mis pies se despeguen del todo de la tierra, para que no sientas que conmigo te mueves sobre arenas movedizas.

Un día quiero aprender a tocar el violín y entender algo de japonés. No moriré sin cruzar alguna frontera a lomos de un caballo o sin saber cocinar galletas de jengibre. Debo pasar una noche mirando las estrellas en el desierto y otra contemplando las auroras boreales. Ha de llegar un día en que me enfrente a mi pánico a los canes y debería tomarme mejor a la seriedad extrema del resto de mortales.
Y se me ocurre que quizá quieras hacer parte de este divertido camino a mi lado. Pero abstente (¡Y aléjate, te ordeno!), si piensas andar conmigo en silencio, o bien un paso por delante o por detrás de mis pies, y no mientras amenizas el viaje silbando una alegre melodía y das un saltito o correteas feliz cada cinco o seis metros, como hacen los buenos compañeros.

miércoles, 27 de noviembre de 2013

Confesión de un pobre diablo

Yo, señor, no soy malo... Pero el mundo, en su baile de giros sin fin, tuvo el acierto (o error) de poner a mi disposición un fusil y me dotó de suficiente entendimiento para perpetrar un atraco que yo creía simple. Encontrándome ahora ante la justicia, usted verá que tampoco soy muy buen maquinador.

En mi favor diré que me encontraba en un estado de necesidad muy grande, desesperado por tener algo que llevarme a la boca y un techo sobre mi cabeza en las frías y húmedas noches de este invierno gallego que cala hasta la médula, y, si bien dos millones de euros podrían parecer una suma desproporcionada para tan humildes aspiraciones, huelga decir que el hombre es un animal fácilmente corrompible y que, siendo posible acabar entre rejas, me pareció mejor arriesgar mi pellejo por una cantidad que me permitiese hacerme una casa de dos pisos con jardín y piscina.

Y, aunque mi madre me haya tachado siempre de conformista, dejando con el tono sus palabras entrever que no lo considera precisamente una virtud, ahora mismo, y viendo que la avaricia en mi caso rompió el saco por todos su costados, decido una vez más contentarme con mi suerte y así, me declaro culpable de todos los cargos y espero que en el calabozo se me brinde algo de bebida, un mendrugo de pan y un catre, duro sí, pero catre al fin y al cabo, para que todo este entuerto me haya servido para mejorar mi penosa situación, como venía yo queriendo.

domingo, 24 de noviembre de 2013

Ebrio de mar (a la memoria de Lorenzo Varela)

Apareció en la playa un barco
digno de un rey o un zar.
Blanco todo como copo
que acabara de nevar.

Decíanlo de un marinero que murió ahogado en el mar,
que entre las gentes de tierra
no supo encontrar su hogar.

Zarpó siendo muy chico,
nadie sabe qué fue a buscar
pero no debió hallarlo,
pues volvió a su antiguo lar.

Más fue grande la desgracia,
ya aquí no pudo hallar
quien dijera su nombre,
quien lo pudiera recordar.

De noche bajaba a la cala
a quejarse de viejo y llorar,
ebrio de vida y cansancio
sus penas a rememorar.

Oíanle que cada paloma
muere en su palomar.
Y hablaba con las olas
que le debían contestar,
pues entre su murmullo
lánzose una tarde al mar
que lo recibió con alegría
como si le fuera familiar.

Dejó versos en la arena
escritos con su pulgar:
¿Quién soy yo?
¿Quién me trajo?
¿Quién me habrá de llevar?

sábado, 23 de noviembre de 2013

Yo quise quererte y tú no querías (o San Juan)

La hoguera arde ante tu figura oscura, recortándola. Sus llamas como dedos que quisieran alcanzarte, se dibujan sobre tu rostro sereno y plácido: naranja, rojo, naranja… Veo bailar su corazón en tus ojos inescrutables como la noche. Un fuego diminuto pero abrasador que danza en lo más profundo de tus pupilas.
Tu pelo ensortijado ondea al son de la suave brisa, que quiere peinarlo, como peinarlo yo quiero.

Frente a nosotros, en aquel pequeño infierno, la vieja mesa de tu salón y mi pobre perchero carcomido se ven presos de un calor insoportable. Sudores ambarinos recorren sus vetas, que a su paso se vuelven negras.
Él se deja vencer por la fiebre que le inunda y, doblando su fina cintura, se abalanza apasionado sobre aquella en la que más de una vez reposaste tus pies cansados. Ella le recibe con un beso y se desploma bajo su peso, olvidándose de los testigos que les rodean.
Se abrazan los amantes candentes. Crepitan sus almas y hierven. Susurran, y ríen, y lloran en el idioma de los muebles ajados.
Mi perchero ama a tu mesa. Creen los dos que salieron del mismo árbol. Mañana sólo quedará un cerco de cenizas humeantes como recuerdo de su romance y de sus cuerpos que retozaron en la hierba, sobre montones de astillas carbonizadas.

Noche del veintitres. Deben ser casi las doce y, allá arriba, las estrellas titilan lejanas, ausentes, ignorantes de todo mi dolor. Salta el fuego, pide un deseo, pero no me lo digas, que yo el mío también me lo guardo. Y es que no quiero que sepas cuánto quiero quererte.

Qué no daría yo por una mirada de tus ojos hechiceros, ladrones moriscos, perlas oscuras, en esta noche mágica de bruja luna menguante. Y es que también quiero fundirme contigo y dejar que el candor de mi corazón nos abrase y consuma por completo.

Cuando ya no quede nada, ni fuego, ni niños que corren, ni gritos, habré de soñar contigo: un misterioso fantasma ante la hoguera, la tez teñida de llamas: naranja, rojo, naranja…

domingo, 17 de noviembre de 2013

Un Billete al Centro de Irvine Welsh

"Un billete al centro de Edimburgo.”
Tenía la boca pastosa y lo dijo como pudo. Aquella no era la peor mañana de su vida, pero la resaca de una noche de speed y cerveza contribuían a que tampoco fuera precisamente la mejor.

La chica de la ventanilla sonrió estúpida y mecánicamente. Tenía algunas preguntas más que hacerle, para su desgracia. Un puto interrogatorio para conseguir un absurdo pedacito de papel que le permitiera llegar a su casa y dormir tranquilamente tirado en el sofá, sin quitarse siquiera las botas.

“Ahora mismo sale un autobús a Edimburgo. ¿Quiere que le de un billete para ése o prefiere esperar al siguiente? Sale dentro de media hora.”
“Iré en éste, gracias.”
“Muy bien. ¿Va a querer cerrar ahora la vuelta, o prefiere hacerlo en Edimburgo?”
“Quiero un billete sólo de ida.”
El autobús iba a marcharse. El billete estaba imprimiéndose mientras la descerebrada de turno seguía manteniendo aquel gesto de fingida simpatía. Aquella era, suponía Euan, su forma de darle los buenos días. Pero él no quería una agradable señorita. Quería coger el maldito billete y largarse zumbando.
“Salida del andén tres. Son siete libras. Muchas gracias y buen viaje.”

El autobús era como un maldito zoológico. Sentados en sus asientos, en el interior de aquel vehículo que salía ahora de las estación de Glasgow, estaban todas las posibles especies de humanos: altos y bajos, calvos y peludos, muy tontos y menos tontos…

Sentada junto a él había una mochilera de unos dieciséis años. La falda plisada de color azul marino, por debajo de la rodilla le daba aspecto de monja y tenía poco pecho y el pelo grasiento sujeto muy prieto en una coleta. En su regazo había un par de revistas de adolescentes muy sobadas, con las portadas llenas de cantantes y actores aceitosos con el torso desnudo. Llevaba puestos unos auriculares, con el volumen tan alto que las notas más agudas llegaban hasta Euan de forma clara. Eran canciones pop, cosa que le sacaba de sus casillas. Pasó la mayor parte del viaje girada, mirando por la ventana, algo que él agradeció, ya que su cara morena y llena de pecas y acné no era precisamente atractiva. Sin embargo, la pilló espiándole un par de veces, los ojos muy abiertos tras los gordos cristales de sus gafas de empollona y, se sintió halagado, aunque ella no fuera de su agrado.

Era un tío guapo. Joder que si era guapo. Había estado en la mitad de los bares de Glasgow aquella noche y había tenido la oportunidad de contemplarse en un par de espejos mientras esperaba la cola para entrar al baño a meterse unas filas o simplemente a mear. Se había guiñado un ojo cuando nadie le veía. Joder que si era guapo…

Al otro lado, y separado de Euan por el pasillo, había un hombre trajeado con el rostro sudoroso, que no acababa de encontrar una postura cómoda y se removía en el asiento como un cochinillo el día de la matanza. Debía andar sobre los cuarenta y tenía una mancha en la cara, de esas que llaman “antojos”.
La madre de aquel tipo debía ser una gorda gigantesca que soñaba continuamente con ponerse ciega en algún bufet libre, porque el capullo tenía medio rostro coloreado, desde el ojo a la barbilla.

Euan sentía una extraña mezcla entre repulsión y morbosa atracción hacia la cosa. Le recordaba vagamente al relleno de atún con tomate del sandwich que había tomado para desayunar, pero prefería alejar de su mente aquella similitud, ya que no quería que sus jugos gástricos, la bebida y lo que pudiera quedar del susodicho salieran a darle los buenos días.
Con no poco esfuerzo, consiguió apartar la vista de aquel hombre, que parecía haberse dado cuenta de que le observaba, pues volvía a moverse inquieto y de vez en cuando, le lanzaba miradas poco amistosas.

De haber estado rodeado de sus colegas, la situación hubiera sido bien distinta. Aquel tipo habría pasado un mal rato. Tendría que haber aguantado sus bromas y comentarios jocosos durante todo el viaje y seguro que no se habría atrevido a decir ni una sola palabra o hacer algún gesto que revelara su enfado. ¡Entonces sí que se hubiera reído de aquel caraculo! Y es que nadie quiere problemas con una cuadrilla de punkies medio borrachos.
Pero estaba solo, así que era mejor mantener la calma, hacer como que no le había visto recriminarle con sus ojos y, simplemente posar los suyos sobre cualquiera que no tuviera un maldito defecto tan llamativo.

Un par de asientos más adelante una periquita de lo más pijo, con el pelo lacio, largo y teñido de un rubio bastante poco natural y los ojos negros, muy redondos, se despedía de su novio por la ventana. Estaba llorando como una magdalena y apretaba su mano contra el cristal como si él, que estaba abajo, de pie junto al autobús, pudiera estrechársela entre las suyas.
Probablemente volverían a verse el fin de semana, pero la tía parecía bastante teatrera y dada a los espectáculos. Se le estaba corriendo el maquillaje. El chico no parecía demasiado conmovido, aunque de vez en cuando le sonreía o le tiraba un beso.
El autobús arrancó y la chica gimió en voz aún más alta. La mujer que había a su lado, la típica solterona de más de cincuenta, vestida de negro de la cabeza a los pies; le ofreció un pañuelo de papel y empezó a consolarla y a decirle que hacían una bonita pareja.

La chica se calmó bastante y empezó a contar maravillas de su novio que, al parecer, antes vivía con ella en Edimburgo, pero, por motivos de trabajo iba a estar unos meses en Glasgow.
La vieja parecía sacada de un libro de ilustraciones, era la típica abuela de cuento: llevaba un jersey de cuello vuelto y por encima, brillando sobre su pecho, había una cadena con una gran cruz de oro. El pelo gris lo llevaba recogido en un moño.
“Ya verás que bien cuando vuelva.”
“Tengo muchas ganas. Es que no puedo estar sin él.”
Salían del Casco Antiguo, después de la ciudad. Cogieron la autopista. La vieja y la rubia llorona seguían dale que te pego al palique, sin que la una pareciera, sin embargo, demasiado interesada en la otra. A Euan le sacaba de quicio tanta hipocresía. Para colmo, se había quedado sin pilas y no podía evadirse escuchando a Iggy Pop o a los Pogues.
“Tengo ganas de llegar a casa y llorar a gusto. Esta noche voy a llamarle a ver cómo está él…”
“Ay, dichosa juventud, si acabáis de veros hace un momento. Estáis muy enamorados, ¿eh?”
“Sí, es verdad. Nos queremos. Keith me dice que siempre va a estar conmigo y yo sé que ni siquiera miraría a otra.”
Sonó un móvil.
“Me está llamando. Querrá despedirse…”
“Bendita juventud, ¡¡Qué prisas, qué prisas!!”
“¿Sí? Hola mi vida…”
La histriónica chica empezó a hipar de nuevo. Por si fuera poco, la solterona había demostrado ser una gran compañera de viaje para ella: una admiradora fiel que escucharía con paciencia todas las maravillas de Keith que tenía para contarle.

Sonaron más móviles aquí y allá.
“Sí, acabamos de salir.”
“Llegaremos en un par de horas.”
“¿Está mejor my dady?”

Euan pensaba que aquello parecía más un Freak Show o una película de Benny Hill que la vida real. ¿Es que no había nadie normal en todo el autobús? Se decidió a encontrar a alguien así. Sus ojos saltaron de un viajero a otro: un niño que jugaba con una maquinita y su madre que hacía sudokus, los dos vestidos con sendos chándales de acetato; una monja (una de verdad) en el fondo del autobús ¿Cómo no había reparado antes en ella? Después una pareja de guiris que estaban sacando de una bolsa nevera un montón de tuppers y botellitas para desayunar de lo lindo; y por fin, en el asiento de delante encontró su ansiado botín: un tipo corriente. Podría ser desde su hermano o su padre a su abuelo. Edad indefinida entre los treinta y cinco y los cincuenta y muchos. El pelo medio gris, los ojos azules. Gafas, alianza, reloj en la mano izquierda, zapatos náuticos con calcetines blancos. Un tipo normal.
Euan se quedó tranquilo. Encontrar aquel islote de ordinariez en un océano de gentes extrañas y ciertamente excéntricas le hizo sentir cierto relax, como si hubiera completado una misión terriblemente difícil. Reclinó hacia atrás su asiento sin preocuparse demasiado de si dejaba o no sitio suficiente para que el pasajero sentado a su espalda pudiera descansar también, y se estiró bostezando ruidosamente.

Los móviles dejaron de sonar y las conversaciones fueron apagándose. Hacía rato que habían dejado Glasgow atrás y el conductor puso en el vídeo una de esas típicas películas de viaje con una trama sencilla y romanticona y, aunque nadie parecía estar prestándole atención, pronto se hizo el silencio.
Euan miró una vez más a su alrededor. En cosa de cinco minutos había sido capaz de etiquetar y clasificar a toda aquella gente y se preguntó divertido qué pensarían los demás sobre él. Se dio cuenta de que para ellos era simplemente un punky, cerca del cual no dejarías un bolso o una cartera; un maldito macarra con el que no quieres encontrarte a solas en un callejón o en la salida de un concierto de rock.

El juego de meter a cada uno en una caja, ponerle un sello y mandarlo a la zona del planeta en que le correspondía estar (la de los altos, o los bajos, o los calvos…) ya no le resultaba tan gracioso.

Su mente volvió de nuevo a cierta chica que le había tenido pillado un tiempo. Ahora estaba tratando de quitársela de la cabeza porque cada vez que la veía o pensaba demasiado en el tema, su mundo se volvía del revés y eso le ponía terriblemente nervioso. Era una mochilera como la que disfrutaba del paisaje junto a él, sólo que “la suya” no era menor de edad y estaba bastante buena.
La tía escribía. Estaba seguro de que lo hacía bien, simplemente porque parecía que nunca fallara en nada, pero la verdad es que aún no se había puesto a leer ninguno de sus trabajos. Quizá era por falta de tiempo, como él solía decir, o puede que no se atreviera a comprobar hasta qué punto podían revolvérsele las entrañas quedándose a solas sus palabras y sus sentimientos una vez más.

Lo mejor de Chantel era que decía que él también podía hacer lo que le diera la gana, y hacerlo bien además. Le había animado a escribir cuando, delante de un café, él le había confesado que tenía la cabeza llena de ideas. Le había dicho que describiera lo que veía porque si no, se perdería para siempre y también que las cosas son como las recordamos, como las escribimos y como las vemos. Le hablaba de escribir para dejar que los demás viesen a través de sus grandes ojos verdes. Él asentía con la cabeza y con la boca decía que sí. La verdad es que nunca le había contestado negativamente a nada… ¿A nada? Recapacitó. Enumeró mentalmente todas las cosas que ella le había pedido… No, nunca. Ni una sola vez le había dicho que no a sus caprichos. Quizá eso fuera lo que más le acojonaba de ella, el ser incapaz de resistirse al influjo venenoso e hipnotizador de su mirada azul.
Ahora le gustaría tener un lapicero en la mano. Lo usaría como arma para vengarse de toda la gente del autobús que pudiera pensar que era un punky estúpido y sin ideas propias; de los habitantes del mundo en general, por creerse mejor que el resto; y de Chantel, porque la muy zorra… porque la muy zorra era perfecta.

Sin embargo, el traquetreo del autobús hacía que los párpados empezaran a pesarle como losas y su cabeza no quería trabajar más. Quizá otro día. Quizá otro día escribiría una historia y se la enseñaría. O podría contarle sus ideas a ella y dejar que el relato se convirtiera en una creación conjunta. Sí, el sería su “muso” (¿Existía aquella palabra?). Un muso de la calle para la chica de universidad. Pero todo esto habría de ser otro día, porque ahora estaba cansado. Además, el tipo de la mancha se había quedado dormido como un maldito ceporro y podía mirarle bien a gusto. Joder, la gorda de su madre debía tener la entrada prohibida en la mayoría de bufets libres del país, pues el hombre tenía la mitad de la cara recubierta con el dichoso “antojo” y…