jueves, 28 de noviembre de 2013

Sentida declaración de intenciones para un nuevo amante

Mentiría si dijera que nunca voy a enfadarme contigo por un detalle absurdo, a pensar que llevo razón cuando estoy confundida o a llorar sin motivo y exigir comprensión y un abrazo eterno y cálido en medio de tanto drama.
Pero te doy mi palabra de que en los malos momentos trataré de encender de nuevo tu sonrisa con alguna ridiculez que se me ocurra espontáneamente y que intentaré sostener tu mundo con un "todo va a ir bien", esforzándome por que suene, además, convincente, sin que te percates de que realmente no tengo ni idea de qué nos depara el futuro.

No tendremos la casa más grande, elegante o limpia de la ciudad: soy un pequeño desastre doméstico. Quizá un día el salón aparezca cubierto de miles de pedacitos de papel de colores porque he estado, de pronto, en marzo, fabricando las felicitaciones que enviaré en Navidad. O puede que te sientes sobre una aguja gigante una tarde, porque estoy empezando una bufanda nueva.
Pero puedo prometer que nuestra biblioteca estará siempre perfectamente ordenada por autores y épocas y quizá cocine tortitas algún que otro domingo.
Si llegas a casa después que yo, cuando oiga tu llave en la cerradura, iré corriendo a darte un beso, o un susto, o a revolverte el pelo con los dedos (y todo lo anterior dependerá de cómo haya sido mi día) y en tu cumpleaños encontrarás un regalo "acechándote" en cada esquina.

Conmigo nunca habrá una pedida de mano ante tus parientes, a la luz de las velas y regada con champagne. No podrá tu padre llevarme al altar de una iglesia abarrotada de gente y flores, mientras tú te retuerces las manos nervioso, embutido en un traje almidonado, ante un sufriente Cristo crucificado. No quiero un vestido de novia ni un ramo artificial, ni niños en un colegio privado, ni ser un día, sin preaviso, anciana, incapaz de recordar bien cómo he llegado al final de mi camino y en qué invertí mi tiempo.
Sin embargo, a cambio de que soportes mis excentricidades, puedo enseñarte a ser feliz a mi manera: sin cumplir las normas de etiqueta de la sociedad; y que en lugar de mediante las reglas del aburrido y poco exclusivo club de los adultos normales, rijamos nuestra cotidianidad con diez mandamientos dadaístas que nosotros inventemos.
Y, a pesar de que mi cabeza vive casi perpetuamente entre las nubes, aquí expongo que no dejaré nunca que mis pies se despeguen del todo de la tierra, para que no sientas que conmigo te mueves sobre arenas movedizas.

Un día quiero aprender a tocar el violín y entender algo de japonés. No moriré sin cruzar alguna frontera a lomos de un caballo o sin saber cocinar galletas de jengibre. Debo pasar una noche mirando las estrellas en el desierto y otra contemplando las auroras boreales. Ha de llegar un día en que me enfrente a mi pánico a los canes y debería tomarme mejor a la seriedad extrema del resto de mortales.
Y se me ocurre que quizá quieras hacer parte de este divertido camino a mi lado. Pero abstente (¡Y aléjate, te ordeno!), si piensas andar conmigo en silencio, o bien un paso por delante o por detrás de mis pies, y no mientras amenizas el viaje silbando una alegre melodía y das un saltito o correteas feliz cada cinco o seis metros, como hacen los buenos compañeros.

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