"Un billete al centro de Edimburgo.”
Tenía la boca pastosa y lo dijo como pudo. Aquella no era la peor mañana de su vida, pero la resaca de una noche de speed y cerveza contribuían a que tampoco fuera precisamente la mejor.
La chica de la ventanilla sonrió estúpida y mecánicamente. Tenía algunas preguntas más que hacerle, para su desgracia. Un puto interrogatorio para conseguir un absurdo pedacito de papel que le permitiera llegar a su casa y dormir tranquilamente tirado en el sofá, sin quitarse siquiera las botas.
“Ahora mismo sale un autobús a Edimburgo. ¿Quiere que le de un billete para ése o prefiere esperar al siguiente? Sale dentro de media hora.”
“Iré en éste, gracias.”
“Muy bien. ¿Va a querer cerrar ahora la vuelta, o prefiere hacerlo en Edimburgo?”
“Quiero un billete sólo de ida.”
El autobús iba a marcharse. El billete estaba imprimiéndose mientras la descerebrada de turno seguía manteniendo aquel gesto de fingida simpatía. Aquella era, suponía Euan, su forma de darle los buenos días. Pero él no quería una agradable señorita. Quería coger el maldito billete y largarse zumbando.
“Salida del andén tres. Son siete libras. Muchas gracias y buen viaje.”
El autobús era como un maldito zoológico. Sentados en sus asientos, en el interior de aquel vehículo que salía ahora de las estación de Glasgow, estaban todas las posibles especies de humanos: altos y bajos, calvos y peludos, muy tontos y menos tontos…
Sentada junto a él había una mochilera de unos dieciséis años. La falda plisada de color azul marino, por debajo de la rodilla le daba aspecto de monja y tenía poco pecho y el pelo grasiento sujeto muy prieto en una coleta. En su regazo había un par de revistas de adolescentes muy sobadas, con las portadas llenas de cantantes y actores aceitosos con el torso desnudo. Llevaba puestos unos auriculares, con el volumen tan alto que las notas más agudas llegaban hasta Euan de forma clara. Eran canciones pop, cosa que le sacaba de sus casillas. Pasó la mayor parte del viaje girada, mirando por la ventana, algo que él agradeció, ya que su cara morena y llena de pecas y acné no era precisamente atractiva. Sin embargo, la pilló espiándole un par de veces, los ojos muy abiertos tras los gordos cristales de sus gafas de empollona y, se sintió halagado, aunque ella no fuera de su agrado.
Era un tío guapo. Joder que si era guapo. Había estado en la mitad de los bares de Glasgow aquella noche y había tenido la oportunidad de contemplarse en un par de espejos mientras esperaba la cola para entrar al baño a meterse unas filas o simplemente a mear. Se había guiñado un ojo cuando nadie le veía. Joder que si era guapo…
Al otro lado, y separado de Euan por el pasillo, había un hombre trajeado con el rostro sudoroso, que no acababa de encontrar una postura cómoda y se removía en el asiento como un cochinillo el día de la matanza. Debía andar sobre los cuarenta y tenía una mancha en la cara, de esas que llaman “antojos”.
La madre de aquel tipo debía ser una gorda gigantesca que soñaba continuamente con ponerse ciega en algún bufet libre, porque el capullo tenía medio rostro coloreado, desde el ojo a la barbilla.
Euan sentía una extraña mezcla entre repulsión y morbosa atracción hacia la cosa. Le recordaba vagamente al relleno de atún con tomate del sandwich que había tomado para desayunar, pero prefería alejar de su mente aquella similitud, ya que no quería que sus jugos gástricos, la bebida y lo que pudiera quedar del susodicho salieran a darle los buenos días.
Con no poco esfuerzo, consiguió apartar la vista de aquel hombre, que parecía haberse dado cuenta de que le observaba, pues volvía a moverse inquieto y de vez en cuando, le lanzaba miradas poco amistosas.
De haber estado rodeado de sus colegas, la situación hubiera sido bien distinta. Aquel tipo habría pasado un mal rato. Tendría que haber aguantado sus bromas y comentarios jocosos durante todo el viaje y seguro que no se habría atrevido a decir ni una sola palabra o hacer algún gesto que revelara su enfado. ¡Entonces sí que se hubiera reído de aquel caraculo! Y es que nadie quiere problemas con una cuadrilla de punkies medio borrachos.
Pero estaba solo, así que era mejor mantener la calma, hacer como que no le había visto recriminarle con sus ojos y, simplemente posar los suyos sobre cualquiera que no tuviera un maldito defecto tan llamativo.
Un par de asientos más adelante una periquita de lo más pijo, con el pelo lacio, largo y teñido de un rubio bastante poco natural y los ojos negros, muy redondos, se despedía de su novio por la ventana. Estaba llorando como una magdalena y apretaba su mano contra el cristal como si él, que estaba abajo, de pie junto al autobús, pudiera estrechársela entre las suyas.
Probablemente volverían a verse el fin de semana, pero la tía parecía bastante teatrera y dada a los espectáculos. Se le estaba corriendo el maquillaje. El chico no parecía demasiado conmovido, aunque de vez en cuando le sonreía o le tiraba un beso.
El autobús arrancó y la chica gimió en voz aún más alta. La mujer que había a su lado, la típica solterona de más de cincuenta, vestida de negro de la cabeza a los pies; le ofreció un pañuelo de papel y empezó a consolarla y a decirle que hacían una bonita pareja.
La chica se calmó bastante y empezó a contar maravillas de su novio que, al parecer, antes vivía con ella en Edimburgo, pero, por motivos de trabajo iba a estar unos meses en Glasgow.
La vieja parecía sacada de un libro de ilustraciones, era la típica abuela de cuento: llevaba un jersey de cuello vuelto y por encima, brillando sobre su pecho, había una cadena con una gran cruz de oro. El pelo gris lo llevaba recogido en un moño.
“Ya verás que bien cuando vuelva.”
“Tengo muchas ganas. Es que no puedo estar sin él.”
Salían del Casco Antiguo, después de la ciudad. Cogieron la autopista. La vieja y la rubia llorona seguían dale que te pego al palique, sin que la una pareciera, sin embargo, demasiado interesada en la otra. A Euan le sacaba de quicio tanta hipocresía. Para colmo, se había quedado sin pilas y no podía evadirse escuchando a Iggy Pop o a los Pogues.
“Tengo ganas de llegar a casa y llorar a gusto. Esta noche voy a llamarle a ver cómo está él…”
“Ay, dichosa juventud, si acabáis de veros hace un momento. Estáis muy enamorados, ¿eh?”
“Sí, es verdad. Nos queremos. Keith me dice que siempre va a estar conmigo y yo sé que ni siquiera miraría a otra.”
Sonó un móvil.
“Me está llamando. Querrá despedirse…”
“Bendita juventud, ¡¡Qué prisas, qué prisas!!”
“¿Sí? Hola mi vida…”
La histriónica chica empezó a hipar de nuevo. Por si fuera poco, la solterona había demostrado ser una gran compañera de viaje para ella: una admiradora fiel que escucharía con paciencia todas las maravillas de Keith que tenía para contarle.
Sonaron más móviles aquí y allá.
“Sí, acabamos de salir.”
“Llegaremos en un par de horas.”
“¿Está mejor my dady?”
Euan pensaba que aquello parecía más un Freak Show o una película de Benny Hill que la vida real. ¿Es que no había nadie normal en todo el autobús? Se decidió a encontrar a alguien así. Sus ojos saltaron de un viajero a otro: un niño que jugaba con una maquinita y su madre que hacía sudokus, los dos vestidos con sendos chándales de acetato; una monja (una de verdad) en el fondo del autobús ¿Cómo no había reparado antes en ella? Después una pareja de guiris que estaban sacando de una bolsa nevera un montón de tuppers y botellitas para desayunar de lo lindo; y por fin, en el asiento de delante encontró su ansiado botín: un tipo corriente. Podría ser desde su hermano o su padre a su abuelo. Edad indefinida entre los treinta y cinco y los cincuenta y muchos. El pelo medio gris, los ojos azules. Gafas, alianza, reloj en la mano izquierda, zapatos náuticos con calcetines blancos. Un tipo normal.
Euan se quedó tranquilo. Encontrar aquel islote de ordinariez en un océano de gentes extrañas y ciertamente excéntricas le hizo sentir cierto relax, como si hubiera completado una misión terriblemente difícil. Reclinó hacia atrás su asiento sin preocuparse demasiado de si dejaba o no sitio suficiente para que el pasajero sentado a su espalda pudiera descansar también, y se estiró bostezando ruidosamente.
Los móviles dejaron de sonar y las conversaciones fueron apagándose. Hacía rato que habían dejado Glasgow atrás y el conductor puso en el vídeo una de esas típicas películas de viaje con una trama sencilla y romanticona y, aunque nadie parecía estar prestándole atención, pronto se hizo el silencio.
Euan miró una vez más a su alrededor. En cosa de cinco minutos había sido capaz de etiquetar y clasificar a toda aquella gente y se preguntó divertido qué pensarían los demás sobre él. Se dio cuenta de que para ellos era simplemente un punky, cerca del cual no dejarías un bolso o una cartera; un maldito macarra con el que no quieres encontrarte a solas en un callejón o en la salida de un concierto de rock.
El juego de meter a cada uno en una caja, ponerle un sello y mandarlo a la zona del planeta en que le correspondía estar (la de los altos, o los bajos, o los calvos…) ya no le resultaba tan gracioso.
Su mente volvió de nuevo a cierta chica que le había tenido pillado un tiempo. Ahora estaba tratando de quitársela de la cabeza porque cada vez que la veía o pensaba demasiado en el tema, su mundo se volvía del revés y eso le ponía terriblemente nervioso. Era una mochilera como la que disfrutaba del paisaje junto a él, sólo que “la suya” no era menor de edad y estaba bastante buena.
La tía escribía. Estaba seguro de que lo hacía bien, simplemente porque parecía que nunca fallara en nada, pero la verdad es que aún no se había puesto a leer ninguno de sus trabajos. Quizá era por falta de tiempo, como él solía decir, o puede que no se atreviera a comprobar hasta qué punto podían revolvérsele las entrañas quedándose a solas sus palabras y sus sentimientos una vez más.
Lo mejor de Chantel era que decía que él también podía hacer lo que le diera la gana, y hacerlo bien además. Le había animado a escribir cuando, delante de un café, él le había confesado que tenía la cabeza llena de ideas. Le había dicho que describiera lo que veía porque si no, se perdería para siempre y también que las cosas son como las recordamos, como las escribimos y como las vemos. Le hablaba de escribir para dejar que los demás viesen a través de sus grandes ojos verdes. Él asentía con la cabeza y con la boca decía que sí. La verdad es que nunca le había contestado negativamente a nada… ¿A nada? Recapacitó. Enumeró mentalmente todas las cosas que ella le había pedido… No, nunca. Ni una sola vez le había dicho que no a sus caprichos. Quizá eso fuera lo que más le acojonaba de ella, el ser incapaz de resistirse al influjo venenoso e hipnotizador de su mirada azul.
Ahora le gustaría tener un lapicero en la mano. Lo usaría como arma para vengarse de toda la gente del autobús que pudiera pensar que era un punky estúpido y sin ideas propias; de los habitantes del mundo en general, por creerse mejor que el resto; y de Chantel, porque la muy zorra… porque la muy zorra era perfecta.
Sin embargo, el traquetreo del autobús hacía que los párpados empezaran a pesarle como losas y su cabeza no quería trabajar más. Quizá otro día. Quizá otro día escribiría una historia y se la enseñaría. O podría contarle sus ideas a ella y dejar que el relato se convirtiera en una creación conjunta. Sí, el sería su “muso” (¿Existía aquella palabra?). Un muso de la calle para la chica de universidad. Pero todo esto habría de ser otro día, porque ahora estaba cansado. Además, el tipo de la mancha se había quedado dormido como un maldito ceporro y podía mirarle bien a gusto. Joder, la gorda de su madre debía tener la entrada prohibida en la mayoría de bufets libres del país, pues el hombre tenía la mitad de la cara recubierta con el dichoso “antojo” y…
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