La hoguera arde ante tu figura oscura, recortándola. Sus llamas como dedos que quisieran alcanzarte, se dibujan sobre tu rostro sereno y plácido: naranja, rojo, naranja… Veo bailar su corazón en tus ojos inescrutables como la noche. Un fuego diminuto pero abrasador que danza en lo más profundo de tus pupilas.
Tu pelo ensortijado ondea al son de la suave brisa, que quiere peinarlo, como peinarlo yo quiero.
Frente a nosotros, en aquel pequeño infierno, la vieja mesa de tu salón y mi pobre perchero carcomido se ven presos de un calor insoportable. Sudores ambarinos recorren sus vetas, que a su paso se vuelven negras.
Él se deja vencer por la fiebre que le inunda y, doblando su fina cintura, se abalanza apasionado sobre aquella en la que más de una vez reposaste tus pies cansados. Ella le recibe con un beso y se desploma bajo su peso, olvidándose de los testigos que les rodean.
Se abrazan los amantes candentes. Crepitan sus almas y hierven. Susurran, y ríen, y lloran en el idioma de los muebles ajados.
Mi perchero ama a tu mesa. Creen los dos que salieron del mismo árbol. Mañana sólo quedará un cerco de cenizas humeantes como recuerdo de su romance y de sus cuerpos que retozaron en la hierba, sobre montones de astillas carbonizadas.
Noche del veintitres. Deben ser casi las doce y, allá arriba, las estrellas titilan lejanas, ausentes, ignorantes de todo mi dolor. Salta el fuego, pide un deseo, pero no me lo digas, que yo el mío también me lo guardo. Y es que no quiero que sepas cuánto quiero quererte.
Qué no daría yo por una mirada de tus ojos hechiceros, ladrones moriscos, perlas oscuras, en esta noche mágica de bruja luna menguante. Y es que también quiero fundirme contigo y dejar que el candor de mi corazón nos abrase y consuma por completo.
Cuando ya no quede nada, ni fuego, ni niños que corren, ni gritos, habré de soñar contigo: un misterioso fantasma ante la hoguera, la tez teñida de llamas: naranja, rojo, naranja…
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