Cuando era aún muy joven, tenía la impresión de que muchas personas de mi entorno (como mis propios padres, mi abuelo o los profesores de la escuela) habían nacido siendo ya adultos. Podía imaginármelos con treinta o treinta y cinco años, pero no concebía la idea de que hubieran sido unos niños, como lo era yo entonces.
Todo el mundo fue un niño alguna vez. Y los niños, ya lleven aparatos correctores, ya sean pelirrojos y con pecas, ya tengan las rodillas y los codos llenos de llagas, ya sean tímidos y formales, comen caramelos. Y no hay nadie en el mundo que haya probado tales golosinas y no se haya decantado algunas veces por el supuesto sabor a fresa: ese creado en un laboratorio a base de mezclas de ácidos y aromas, y que normalmente relacionamos con el color rojo o con el rosa.
Los adultos que comen caramelos, los escogen de menta o de clorofila. Creo que los abogados los ponen en sus bufetes para darse importancia, pues poca gente puede aguantar uno de sus caramelos extra-fuertes en la garganta. Yo mismo, cuando me ofrecen uno, niego con la cabeza y me ruborizo, preso del pánico.
Las mujeres nerviosas, como las secretarias o las profesoras de instituto, los llevan en cajitas de colores dentro del bolso y los mastican (ese tipo de mujeres, no chupan estas golosinas, sino que los aplastan con rudeza entre los molares) durante los recreos y a la salida del colegio para disimular el olor a tabaco que impregna sus bocas y gargantas.
Los jóvenes toman dulces de limón. Quizá para expresar su disconformidad con el sistema, que creen les oprime y les hace poner malas caras, como la acidez de esas perlitas amarillas y brillantes que paladean en grupos de tres o cinco.
Los ecologistas los prefieren de manzana, las embarazadas de mora, los soldados en el frente los comen de lilas, los infantes de anís, para el dolor de tripas y las señoras, en los parques, los prefieren con sabores a bebidas extrañas, como la cola, que les recuerda su juventud perdida.
El día en que sucedió lo que a continuación procedo a contaros, yo estaba en esa etapa en que la vida resulta tan dulce, con sus largas e interminables tardes tendido al sol, jugando a fútbol o a las canicas, que uno escoge fresa.
Sin embargo, en aquel momento, yo estaba solo. Debido a la importancia de la investigación que me proponía llevar a cabo aquella tarde, había preferido dejar atrás a mis ruidosos compañeros y quedar en soledad junto al caño.
Era domingo. Un caluroso domingo de julio. Los adultos siguen cumpliendo sus rutinarias labores incluso en verano, pero a los niños, que perdemos la noción del tiempo durante las vacaciones, nos resulta difícil saber exactamente en qué día de la semana vivimos. Pero debía ser domingo, porque yo había pasado por la tienda de la Esther con mi asignación semanal y había comprado un buen puñado de los antes mencionados dulces. Debía ser domingo porque mi madre había puesto las copas de postre herencia de la abuela y había servido en ellas fresones con nata y canela. Y fue entonces cuando se me ocurrió la idea.
Cuando comes un perrito caliente, puedes diferenciar sin esfuerzo el sabor del queso, de la salsa de mostaza, del pan y de la propia salchicha en tu boca. De hecho, es la mezcla de esos sabores, en conjunto, lo que agrada a tu paladar. Si comieras dos perritos a la vez, por ejemplo, uno comprado en el puesto que hay en Madrid, en una de las calles que salen de la Puerta del Sol, y otro recién traído de Manchester, podrías también distinguir el sabor de la fuerte mostaza con 16 especias del segundo, más… si te los dieran a probar por separado, uno primero y el segundo tras un largo período de tiempo… ¿Serías también capaz de distinguirlos? Lo segundo conlleva una mayor dificultad. Por eso, era tan importante aquella hazaña que me proponía realizar.
Allí estaba yo. Sentado junto al caño. Sintiendo aún en la boca el sabor agridulce de las fresas de mi madre, con las pepitas entre los dientes (pues en aquella época, aún no se le daba tanta importancia a la higiene dental o a que los niños tuvieran o no caries), y con uno de mis caramelos favoritos, recién desenvuelto en una mano.
Estaba ante la verdad absoluta, arriesgándolo todo. Sabía que en aquel instante, toda mi vida iba a dar un vertiginoso vuelco. Y así fue. Cuando comprobé con el caramelo en la boca que el sabor no era siquiera semejante al de la verdadera fruta, toda mi vida anterior pasó ante mis ojos. Me cuestioné entonces si otras de aquellas verdades universales, como que los labios de las chicas son también azucarados, o que los Reyes Magos llegan del Oriente cargados de regalos que dar a todos los niños del mundo, o que los gatos tienen siete vidas, y que los aplastados sobre el asfalto por los tractores las habían consumido ya todas, serían tan sólo un puñado de mentiras.
Mientras yo investigaba sobre mi lengua y la estrecha relación que había descubierto había entre ésta y crueldad del mundo, un montón de nubes grises se juntaban en el cielo, como una sombra amenazadora. Poco después comenzó a llover de manera copiosa y yo tuve que correr hacia casa para no llegar empapado. Fue por culpa del repentino chubasco que olvidé la bolsa de chuches junto al pilón.
La siguiente vez que fui a la confitería, con los bolsillos sonando a calderilla, escogí limón.
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