La oscuridad se cernió sobre mi alma cuando te vi partir y no habrá de amanecer de nuevo hasta que tú vuelvas.
Envuelta en su sudario blanco, acompáñame la soledad. Se sienta a mi lado y me observa mientras escribo esta carta que no podré enviar, pues desconozco amor, dónde te hallas. Es ella mi musa, quien acomoda su espalda contra la mía en esta eterna noche fría, quien me acuna en su regazo y entona cánticos tristes y llenos de lamentos, hasta que el sueño se apodera de mí.
Incluso entre los brazos de Morfeo lloro tu pérdida como una niña huérfana, hambrienta del pan de tu calor; y no habré quizá de encontrar paz ya nunca en el mundo de los vivos. Mas una última esperanza, esa que dicen nunca se pierde, me impide también abandonarme a la muerte, y el terror a perder la conciencia al llegar al inframundo, el miedo a que también me sea arrancado tu recuerdo del corazón, hace que rehuya incluso el descanso eterno.
Afuera llueve, y es tan grande mi tormento, que afuera lluevo yo. Mi ser discurre por los canalones, mi ser se arrastra por la tierra, mi ser gotea, se deja caer desde las ramas más altas de los árboles, que empiezan a marchitarse por culpa del invierno, y se quiebra en mil pedazos al chocar contra el suelo. Mi dolor lo inunda todo, y como el agua de lluvia, llega a todos los rincones, sirviéndome así de consuelo e impidiendo que pueda consolarme.
Con cada lágrima que escapa de entre mis párpados y resbala abrasando mi mejilla, tu imagen, que creía grabada a fuego en mis pupilas, pierde nitidez. Y hace tanto que marchaste, tanto que no te asomas a mis ojos, que a veces no soy capaz de invocar y traer ante mí el rostro de quien se llevó mi esencia y mi vida entre los pliegues de su negra capa. Y mi boca enmudece, si le ruego pronuncie tu bendito nombre…
Que detenga la rueda del mundo su eterno girar. Esta vagabunda del sufrimiento no quiere continuar su viaje. El aire es veneno ahora que tú ya no respiras conmigo: arde a su paso mi garganta y se tornan mis entrañas volátiles cenizas que no sé cuánto más podré retener, envueltas en el triste manto de mi cuerpo seco y ajado.
“Vuelve” le grito al aire. “Vuelve que sin ti no hay vida y sin ti no muero”, le grito desesperada. Y suplico, y gimo y abatida caigo de nuevo y beso el suelo en que un día tú posabas tus pies. Mas el viento traicionero, no lleva hasta tus oídos mi suave letanía, y si lo hace, tú no le prestas atención.
Si existe un Dios yo le imploro que tu piel no acaricie otro pecho, que tu boca no encuentre otro sabor que aquel que yo le infundí con mis labios, que no repose tu cabeza en palma de mano extraña, y que escuches el río de llanto, contra cuya corriente ya no puede luchar más aquella que siempre habrá de quererte y por siempre aguardará tu regreso.
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