Enamorada de la lluvia en invierno y el té muy especiado * Amante de un buen libro en cualquier contexto * Proyecto de escritora y/o poetisa
viernes, 31 de enero de 2014
Leer te hace sexy
Ella es, de todas las cosas posibles, ni mesa, ni silla, ni árbol, ni piedra.
Ella es, de todas las cosas posibles, una mujer con un libro.
Y así es que ella, leyendo, es mesa, es silla, es árbol y es piedra.
Y así es que ella, leyendo, trasciende y deja de ser una mujer con un libro.
miércoles, 29 de enero de 2014
Caritas sonrientes
Amaba a Ester de una manera desmesurada. Desde lo más profundo de algún rincón ilocalizable de su alma. No sabía la razón exacta por la que le profesaba aquel cariño tan puro, pero, aunque estaba claro que tenía que ver con sus formas redondas, la quería sobre todo por su expresión amable, por su voz siempre suave y melosa y por aquella nube aromática, mezcla de dulce y picante, que la envolvía de pies a cabeza, como un fuerte perfume especiado, como un aura angelical: su pelo negro, siempre trenzado, olía a jengibre y canela, y sus manos y brazos morenos se veían a menudo salpicados de manchas blancas de harina de trigo o maicena.
Él no podía evitar que el corazón le saltara en el pecho cuando la veía moverse con destreza por la cocina, como una diosa antigua de alguna deliciosa tierra soñada, una venus oronda que, canturreando alegremente, preparaba suculentas recetas para los señores.
Siempre estaba de buen humor y, aún cuando la apremiaban o regañaban, la sonrisa no escapaba del todo de aquellos labios mullidos suyos. Él y sus besos a escondidas eran la razón de tanta felicidad. Llevaban meses viéndose en secreto, citándose en lejanos recovecos del jardín, bajo las escaleras del hall, entre las alacenas de la despensa o en el cuarto de la plancha.
Ahora se reían cuando pensaban en los largos años que habían pasado ambos trabajando para los Cortázar y cómo hasta hacía poco habían intentado ignorarse, disimular el rubor en las mejillas cuando habían de permanecer en la misma habitación, aplacar el vuelo de mil mariposas en sus estómagos. Todo por el tonto miedo (siempre en la vida, el miedo) a que el otro los rechazara.
Mas tenían bien sabido que la familia de ella, aún humilde, nunca le hubiera dado el visto bueno a alguien con su apellido. Un Expósito, que además trabajaba como mozo en una cuadra, jamás les parecería suficiente para aquella hija que, si bien no sabía leer o escribir con soltura, era tan hermosa como una flor abierta en pleno mediodía.
Por eso iban a escapar antes de que el codicioso padre de Ester llevará a cabo su manifiesto plan de encontrarle un buen partido al que no tuviera que pagarle la dote y, con un poco de suerte, no la mantuviera sólo a ella, sino también al resto de aquella pequeña prole de congéneres.
Así que Mario y su preciosa prometida sin anillo ahorraban hasta el último centavo de sus míseras pagas. Nunca lucía él una camisa nueva, ni en los domingos. Nunca gastaba ella, ni en un lazo para anudarse el cabello, ni en un dulce. Toda aquella frugalidad, en lugar de minarles el espíritu, los reconfortaba, les hacía sentir que ya quedaba menos para una vida en común. Y así rozaban el cielo con las puntas de los dedos y hacían planes medio soñando.
Sin embargo, la belleza de la joven se puso más de relieve, si cabe, cuando aquel aprecio tierno y la alegría que le brindaba le asomaron al rostro. Y cuando Ernesto, el hijo mayor de los dueños de la casona y capitán de un pequeño navío mercantil, volvió a casa tras un largo viaje, no pudo menos que reparar en ella y mirarla desde una perspectiva diferente para tenerla en cuenta, no ya como a una niña simpática al servicio de los suyos, sino como una mujer. Una mujer soltera.
A pesar del claro impedimento que supondrían sus diferentes procedencias sociales, el chico se había quedado totalmente prendado de Ester y le dedicaba continuamente sus atenciones y dulces palabras. A todas horas la buscaba y su gentileza fue además materializándose, primero en pequeños detalles, en costosos regalos después. Y, aunque el resto de los Cortázar no parecían estar muy de acuerdo con su elección, no tenían más remedio que guardar silencio, pues un buen parecido como el de la chica desbancaba, sabían, cualquier lógica que intentara usarse con un hombre enamorado.
Si bien el amor entre Mario y ella seguía creciendo con el paso de los días, la situación se volvía insostenible y, cuando finalmente fue llamada a mantener una conversación importante y privada en el despacho de aquel hombre de mundo a quién había conquistado sin proponérselo en absoluto, ambos amantes eran totalmente conscientes de la gran pregunta que se le iba a formular.
También era clara la respuesta que Ester habría de dar si no quería que su padre la buscara hasta en el más apartado rincón del país para darle muerte de su propia mano. Efectivamente, cuando fue pedida en matrimonio (por segunda vez y, ahora, ante los ojos de terceros), en aquella elegante habitación llena de muebles de madera noble y terciopelos que ella misma había lavado y almidonado decenas de veces, no se trataba más que de una especie de obra de teatro representada por fantoches, una mera formalidad. Era un trámite al que su padre ya había dado el visto bueno unos días antes, brindando a base de licor barato con el enamorado burgués, que lo visitó por sorpresa en su sencilla casa.
No trataré siquiera de plasmar en palabras la sensación de amargura que tiñó de un gris ceniciento el rostro y le llenó el corazón de una angustia, pesada como el plomo, a nuestra protagonista. Su sino había caído sobre ella como un paño negro sobre la jaula de un lorito al que se quiere hacer creer que es de noche para que silencie su trino.
Mario sentía sus mismos pesares, compartía su dolor, aunque apenas pudiera ya acercarse a ella, mucho menos rozarla.
El mundo seguía girando. Sin embargo, lo hacía mucho más lentamente, como arrastrándose. El gesto de su nuevo prometido se torció cuando Ester le pidió no ser apartada de sus quehaceres hasta el mismo día de la boda, pero (y esto no se lo dijo a nadie) ella temía volverse loca si tenía que sentarse a esperar a dar ese "sí quiero" que verdaderamente no ansiaba, a ver cómo las últimas horas de libertad de su vida iban muriendo una tras otra. Ye pronto, un día, mientras cosía, se le ocurrió que aún tenía un modo de escapar.
Sostuvo las grandes tijeras de cortar tela un instante frente a ella y, mientras observaba sus afiladas hojas, se permitió dudar un instante. El último. Después tomó aire y, con determinación, se clavo el puntiagudo instrumento en el ojo izquierdo. No dejó que un un solo gemido saliera de su boca hasta que el metal la hirió profundamente. Entonces gritó. Aulló como una loba a la que le arrancaran a sus cachorros en el medio de la noche, protestando menos por la sangre que veía caer sobre la mesa que por las semanas de silencio que se había visto obligada a guardar. La noche fue partida en dos por su alarido y ensordecieron hasta las palmeras del jardín, de quejumbroso como resonó el quejido.
Presto acudieron a ella manos dispuestas a ayudarla y oyó a su alrededor muchos suspiros y muchos ayes. Pero todos parecían coincidir en que su vida no corría peligro, a pesar de la mala suerte de haberse caído mientras caminaba sosteniendo las tijeras hacia arriba, y aunque su cara quedaría para siempre desfigurada.
El amor de Ernesto resultó entonces ser, tal y como ella había calculado, caduco cual hojas de un roble en otoño y pronto se excusó para aplazar la boda con mil razones de poca importancia y acabó por cancelarla, entregando una buena suma de sucio dinero a aquellos que casi llegaron a ser sus suegros una vez, por devolverles a su hija, echada además a perder la que todos parecían pensar era la mayor de sus cualidades.
Su madre lloraba, maldecía su mala suerte y llegaba incluso a reprocharle su falta de cuidado el día del "accidente". Pero Ester prefería aguantar toda aquella retahíla a una vida atada a alguien con quién no compartía ningún horizonte y fijaba su ahora impar ojo en el camino de gravilla que llevaba a su puerta, por el que esperaba ver aparecer a su auténtica mitad pronto.
Él no se hizo esperar. Se esforzó porque aquel hombre creyera que apenas sí conocía el nombre de su hija, la misma cuya alma pensaba haber descifrado hacía ya mucho. Preguntó un poco por su salud, intentando que no le temblara la voz al recordar el día en que la vio sacar de la casa, el rostro bañado en rojo fluido de vida, y respondió a unas pocas cuestiones acerca del trabajo que ambos habían desempeñado en la gran propiedad de los Cortázar. Fingiendo estar interesado en el dinero que ahora todos sabían se había "pagado" por la deshonra de devolver a la doncella a su hogar, habló con su padre en un tono neutral, explicándole las ventajas de librarse de una chica tullida, los inconvenientes de tener otra boca que alimentar de por vida bajo su techo. Y funcionó.
Aquella vez no hubo brindis y a ella no le compraron siquiera un vestido hermoso. La ceremonia se llevó a cabo con bastante poca alegría y los novios tuvieron que contener sus ganas de acariciarse y abrazarse hasta que al fin, en la tarde, quedaron solos.
Entonces, mientras posaba suavemente la yema de sus dedos sobre la nueva cicatriz del rostro de Ester, Mario descubrió el por qué de su absoluta devoción por ella. Si bien su hermosura seguía dejándolo sin aliento aún ahora, eran su valentía y su entereza las que realmente la hacían tan atractiva. Le hacía sentir que no había en el mundo ningún problema que los pudiera dividir, ningún obstáculo en el camino de la vida que no los permitiera seguir recorriéndolo de la mano. Y, al adivinar todo esto, la deseó aún más.
-No sé si yo hubiera podido hacer algo así, vida mía. -Dijo él algo cabizbajo y sin poder apartar la vista de su herida aún rosada. Y sosteniendo la bolsa con las monedas ante ella, añadió: -Esto te pertenece sólo a ti.
Pero ella también sentía que nada volvería a separarlos y creía que por las venas de su esposo corría suficiente gallardía como para enfrentarse a cualquier sorpresa desagradable que pudiera depararles el mañana. Apartó el dinero con un gesto decidido. Las estúpidas ansias de riqueza que ya los habían hecho sufrir antes no se interpondrían en su armonía en la que todo era compartido, todo era de dos y para dos.
Marcharon lejos, hasta un lugar al que no habían llegado los ecos de su historia y donde no tuvieron que ocultar su amor nunca más. Tres meses después, él se divertía pintando caritas sonrientes en un vientre preñado como un bollo relleno: a veces con dos ojos, a veces con uno sólo. Todas las besaba con igual vehemencia.
Él no podía evitar que el corazón le saltara en el pecho cuando la veía moverse con destreza por la cocina, como una diosa antigua de alguna deliciosa tierra soñada, una venus oronda que, canturreando alegremente, preparaba suculentas recetas para los señores.
Siempre estaba de buen humor y, aún cuando la apremiaban o regañaban, la sonrisa no escapaba del todo de aquellos labios mullidos suyos. Él y sus besos a escondidas eran la razón de tanta felicidad. Llevaban meses viéndose en secreto, citándose en lejanos recovecos del jardín, bajo las escaleras del hall, entre las alacenas de la despensa o en el cuarto de la plancha.
Ahora se reían cuando pensaban en los largos años que habían pasado ambos trabajando para los Cortázar y cómo hasta hacía poco habían intentado ignorarse, disimular el rubor en las mejillas cuando habían de permanecer en la misma habitación, aplacar el vuelo de mil mariposas en sus estómagos. Todo por el tonto miedo (siempre en la vida, el miedo) a que el otro los rechazara.
Mas tenían bien sabido que la familia de ella, aún humilde, nunca le hubiera dado el visto bueno a alguien con su apellido. Un Expósito, que además trabajaba como mozo en una cuadra, jamás les parecería suficiente para aquella hija que, si bien no sabía leer o escribir con soltura, era tan hermosa como una flor abierta en pleno mediodía.
Por eso iban a escapar antes de que el codicioso padre de Ester llevará a cabo su manifiesto plan de encontrarle un buen partido al que no tuviera que pagarle la dote y, con un poco de suerte, no la mantuviera sólo a ella, sino también al resto de aquella pequeña prole de congéneres.
Así que Mario y su preciosa prometida sin anillo ahorraban hasta el último centavo de sus míseras pagas. Nunca lucía él una camisa nueva, ni en los domingos. Nunca gastaba ella, ni en un lazo para anudarse el cabello, ni en un dulce. Toda aquella frugalidad, en lugar de minarles el espíritu, los reconfortaba, les hacía sentir que ya quedaba menos para una vida en común. Y así rozaban el cielo con las puntas de los dedos y hacían planes medio soñando.
Sin embargo, la belleza de la joven se puso más de relieve, si cabe, cuando aquel aprecio tierno y la alegría que le brindaba le asomaron al rostro. Y cuando Ernesto, el hijo mayor de los dueños de la casona y capitán de un pequeño navío mercantil, volvió a casa tras un largo viaje, no pudo menos que reparar en ella y mirarla desde una perspectiva diferente para tenerla en cuenta, no ya como a una niña simpática al servicio de los suyos, sino como una mujer. Una mujer soltera.
A pesar del claro impedimento que supondrían sus diferentes procedencias sociales, el chico se había quedado totalmente prendado de Ester y le dedicaba continuamente sus atenciones y dulces palabras. A todas horas la buscaba y su gentileza fue además materializándose, primero en pequeños detalles, en costosos regalos después. Y, aunque el resto de los Cortázar no parecían estar muy de acuerdo con su elección, no tenían más remedio que guardar silencio, pues un buen parecido como el de la chica desbancaba, sabían, cualquier lógica que intentara usarse con un hombre enamorado.
Si bien el amor entre Mario y ella seguía creciendo con el paso de los días, la situación se volvía insostenible y, cuando finalmente fue llamada a mantener una conversación importante y privada en el despacho de aquel hombre de mundo a quién había conquistado sin proponérselo en absoluto, ambos amantes eran totalmente conscientes de la gran pregunta que se le iba a formular.
También era clara la respuesta que Ester habría de dar si no quería que su padre la buscara hasta en el más apartado rincón del país para darle muerte de su propia mano. Efectivamente, cuando fue pedida en matrimonio (por segunda vez y, ahora, ante los ojos de terceros), en aquella elegante habitación llena de muebles de madera noble y terciopelos que ella misma había lavado y almidonado decenas de veces, no se trataba más que de una especie de obra de teatro representada por fantoches, una mera formalidad. Era un trámite al que su padre ya había dado el visto bueno unos días antes, brindando a base de licor barato con el enamorado burgués, que lo visitó por sorpresa en su sencilla casa.
No trataré siquiera de plasmar en palabras la sensación de amargura que tiñó de un gris ceniciento el rostro y le llenó el corazón de una angustia, pesada como el plomo, a nuestra protagonista. Su sino había caído sobre ella como un paño negro sobre la jaula de un lorito al que se quiere hacer creer que es de noche para que silencie su trino.
Mario sentía sus mismos pesares, compartía su dolor, aunque apenas pudiera ya acercarse a ella, mucho menos rozarla.
El mundo seguía girando. Sin embargo, lo hacía mucho más lentamente, como arrastrándose. El gesto de su nuevo prometido se torció cuando Ester le pidió no ser apartada de sus quehaceres hasta el mismo día de la boda, pero (y esto no se lo dijo a nadie) ella temía volverse loca si tenía que sentarse a esperar a dar ese "sí quiero" que verdaderamente no ansiaba, a ver cómo las últimas horas de libertad de su vida iban muriendo una tras otra. Ye pronto, un día, mientras cosía, se le ocurrió que aún tenía un modo de escapar.
Sostuvo las grandes tijeras de cortar tela un instante frente a ella y, mientras observaba sus afiladas hojas, se permitió dudar un instante. El último. Después tomó aire y, con determinación, se clavo el puntiagudo instrumento en el ojo izquierdo. No dejó que un un solo gemido saliera de su boca hasta que el metal la hirió profundamente. Entonces gritó. Aulló como una loba a la que le arrancaran a sus cachorros en el medio de la noche, protestando menos por la sangre que veía caer sobre la mesa que por las semanas de silencio que se había visto obligada a guardar. La noche fue partida en dos por su alarido y ensordecieron hasta las palmeras del jardín, de quejumbroso como resonó el quejido.
Presto acudieron a ella manos dispuestas a ayudarla y oyó a su alrededor muchos suspiros y muchos ayes. Pero todos parecían coincidir en que su vida no corría peligro, a pesar de la mala suerte de haberse caído mientras caminaba sosteniendo las tijeras hacia arriba, y aunque su cara quedaría para siempre desfigurada.
El amor de Ernesto resultó entonces ser, tal y como ella había calculado, caduco cual hojas de un roble en otoño y pronto se excusó para aplazar la boda con mil razones de poca importancia y acabó por cancelarla, entregando una buena suma de sucio dinero a aquellos que casi llegaron a ser sus suegros una vez, por devolverles a su hija, echada además a perder la que todos parecían pensar era la mayor de sus cualidades.
Su madre lloraba, maldecía su mala suerte y llegaba incluso a reprocharle su falta de cuidado el día del "accidente". Pero Ester prefería aguantar toda aquella retahíla a una vida atada a alguien con quién no compartía ningún horizonte y fijaba su ahora impar ojo en el camino de gravilla que llevaba a su puerta, por el que esperaba ver aparecer a su auténtica mitad pronto.
Él no se hizo esperar. Se esforzó porque aquel hombre creyera que apenas sí conocía el nombre de su hija, la misma cuya alma pensaba haber descifrado hacía ya mucho. Preguntó un poco por su salud, intentando que no le temblara la voz al recordar el día en que la vio sacar de la casa, el rostro bañado en rojo fluido de vida, y respondió a unas pocas cuestiones acerca del trabajo que ambos habían desempeñado en la gran propiedad de los Cortázar. Fingiendo estar interesado en el dinero que ahora todos sabían se había "pagado" por la deshonra de devolver a la doncella a su hogar, habló con su padre en un tono neutral, explicándole las ventajas de librarse de una chica tullida, los inconvenientes de tener otra boca que alimentar de por vida bajo su techo. Y funcionó.
Aquella vez no hubo brindis y a ella no le compraron siquiera un vestido hermoso. La ceremonia se llevó a cabo con bastante poca alegría y los novios tuvieron que contener sus ganas de acariciarse y abrazarse hasta que al fin, en la tarde, quedaron solos.
Entonces, mientras posaba suavemente la yema de sus dedos sobre la nueva cicatriz del rostro de Ester, Mario descubrió el por qué de su absoluta devoción por ella. Si bien su hermosura seguía dejándolo sin aliento aún ahora, eran su valentía y su entereza las que realmente la hacían tan atractiva. Le hacía sentir que no había en el mundo ningún problema que los pudiera dividir, ningún obstáculo en el camino de la vida que no los permitiera seguir recorriéndolo de la mano. Y, al adivinar todo esto, la deseó aún más.
-No sé si yo hubiera podido hacer algo así, vida mía. -Dijo él algo cabizbajo y sin poder apartar la vista de su herida aún rosada. Y sosteniendo la bolsa con las monedas ante ella, añadió: -Esto te pertenece sólo a ti.
Pero ella también sentía que nada volvería a separarlos y creía que por las venas de su esposo corría suficiente gallardía como para enfrentarse a cualquier sorpresa desagradable que pudiera depararles el mañana. Apartó el dinero con un gesto decidido. Las estúpidas ansias de riqueza que ya los habían hecho sufrir antes no se interpondrían en su armonía en la que todo era compartido, todo era de dos y para dos.
Marcharon lejos, hasta un lugar al que no habían llegado los ecos de su historia y donde no tuvieron que ocultar su amor nunca más. Tres meses después, él se divertía pintando caritas sonrientes en un vientre preñado como un bollo relleno: a veces con dos ojos, a veces con uno sólo. Todas las besaba con igual vehemencia.
martes, 28 de enero de 2014
2
Le gustaban sus trabajos. Los tres. Así era la vida en Nueva York: investigadora para el departamento de literatura de una universidad mediocre en las mañanas, asesora de una pequeña galería de arte moderno en las tardes y camarera en un gigantesco club de moda al menos cuatro noches a la semana.
Sin embargo, lo que le venía a la mente en aquel momento, mientras llenaba otra copa con hielo, era la curiosa tonalidad que adquiría su piel bajo los focos negros y los tubos de neón de colores. Sus manos se veían violáceas, como las de un vampiro o las de un alienígena.
-Tienes unos ojos preciosos. -Verónica, con una sonrisa, le agradeció el cumplido al desconocido mientras le servía su bebida. Sabía que cuánto más enseñara los dientes, mayor sería su propina y se le ocurrían mil maneras en las que podría utilizar unos billetes extras. Y sin embargo, notaba su gesto forzado... Aquel hombre tenía una apariencia bastante corriente e iba vestido con ropa muy normal, pero había algo en él que le daba mala espina. Un "no sé qué" que hacía que se le erizara el vello de la nuca cada vez que le veía posar sobre ella su penetrante mirada y sentía cómo la atravesaba con ella.
Cuando iba a darle sus vueltas, en lugar del habitual "quédatelo, gracias" al que estaba acostumbrada cuando se esforzaba por ser agradable, se encontró con que el individuo le asía los dedos y, con un tirón brusco, conseguía que sus rostros quedaran a escasos centímetros el uno del otro. Lentamente, él se acercó a su oreja y le susurró quedo pero de manera clara: -Tienes unos ojos tan bonitos que merecen ser conservados para siempre en formaldehído.
Apartó la mano tan rápido como pudo y evitó acercarse a aquella mesa hasta que, con gran alivio, vio al extraño ponerse el abrigo y dirigirse a la salida.
El resto de la noche no se le dio mal del todo. El bar estuvo repleto casi hasta el cierre y ni tan siquiera tuvo tiempo de contarle a Sandra lo ocurrido hasta que, tras hacer la caja, barrer y dar permiso a los camareros más nuevos para irse a casa, estaban echando la persiana. Entonces se rieron a gusto del tipo siniestro y especularon sobre su vida sexual en un tono jocoso. Verónica no se había dado cuenta de cuánto la había asustado el incidente hasta que en aquel momento su cuello y mandíbula empezaron a destensarse gracias a los chistes. Incluso levantó la cabeza buscando la luna, que sabía que estaría llena, y sé la señaló a su amiga antes de verla desaparecer montada en su Vespa azul y ponerse ella misma en camino, en la dirección opuesta. Incluso en los malos momentos, su vena romántica podía apoderarse de su cerebro durante unos segundos.
Al fondo de la calle había un coche. El idiota que lo hubiera aparcado allí tendría al día siguiente una cuantiosa multa en el parabrisas esperándole con los brazos abiertos para darle los buenos días. Todo el mundo sabía que estaba prohibido aparcar en aquellas callejuelas tan estrechas y la policía solía desahogar sus frustraciones, debidas casi siempre a un pésimo sueldo, con quienes lo ignoraban.
De pronto, el vehículo encendió las luces. Las largas. Había alguien dentro y ese alguien quería que la chica le prestará atención. Y lo había conseguido.
Vaciló unos instantes. Estaba segura de que era el hombre del bar y no tenía ni la menor idea de qué hacer para escapar de él. Si seguía su camino se encontrarían de frente y, si echaba a correr, él le daría alcance tan rápido como un tigre cae sobre una gacela.
Los separaban unos cien metros. Entre ellos había unas cuantas persianas de garajes, cerradas a cal y canto, y un portal. Aquel era su única esperanza: caminaría hasta él con tanta naturalidad como sus rodillas temblorosas le permitieran y, si los astros estaban de su lado, la puerta cedería y ella podría fingir que vivía allí.
El milagro se produjo. No sólo eso, sino que, además, oyó con regocijo el chasquido de la cerradura sellando la entrada y haciéndola (ahora sí) infranqueable sin una llave, cuando la empujó tras de sí. Quedaba esperar a oír el motor del coche encendiéndose y largándose bien lejos, antes de volver a emprender el camino de vuelta al hogar.
Mientras notaba con alegría cómo su corazón iba calmando sus enérgicas palpitaciones, recordó que conocía vagamente a alguien que vivía en aquel bloque. Algunas veces, cuando iba al trabajo, había visto entrar en él a Pete, el tímido chico inglés que trabajaba en la tienda de libros de Bowery en la que ella adquiría algún Weird Tales cuando las propinas eran especialmente generosas.
Por pasar el tiempo de una manera un poco más amena, se puso a buscarlo entre las placas de los buzones. No, allí no había ningún Pete. Probablemente viviera de alquiler y no se habría molestado en cambiar los nombres de los propietarios por el suyo.
Cuando ya había desistido, observó un último cajoncillo, visiblemente más nuevo que el resto y algo apartado. Sí, en aquella brillante caja de metal era donde el señor Stevenson (ahora sabía su apellido), que vivía en el ático, recibía lo que el cartero tuviera a bien traerle. Su piso sería uno de aquellos diminutos cuchitriles que antaño habían servido como desván al vecino de la última planta, reconvertido en un loft individual con un sofá-cama, un único fogón y un minúsculo aseo, al que finalmente hubo que asignarle también un casillero para el correo. Es decir, un lugar muy parecido a aquel en el que ella misma vivía, al igual que todos aquellos con los que se relacionaba en su favorita aunque carísima ciudad.
Un ruido la sobresaltó. No era un acelerador, sino la puerta del coche, primero abriéndose, cerrándose después; pasos...
Presa del pánico, empezó a subir las escaleras a toda prisa, de dos en dos. Notaba la sangre buyéndole en las sienes, como si la cabeza fuera a explotarle de un momento a otro. Al girar tras el primer tramo de peldaños creyó vislumbrar una gris silueta, recortada contra el cristal por la luz de las tenues farolas a su espalda. La había visto.
Poco después oyó, mientras seguía corriendo tanto como sus piernas le permitían, como ese alguien a quien había divisado empujaba insistentemente la cancela que, afortunadamente, no parecía querer abrirse. Después el silencio volvió a adueñarse de la noche.
Verónica, ya en el tercer piso, notaba cómo las lágrimas le empapaban las mejillas. Sin embargo, no dejó escapar un solo hipo y siguió escalando aquella montaña de granito que se le antojaba interminable sin que un solo sollozo, saliera de su garganta. Aquellas calles no eran precisamente Disneyworld y, si algún desconocido intuía que tenías problemas, estos se multiplicaban. Todo el mundo estaba dispuesto a pedirte un buen puñado de dólares (si no algo mucho peor) a cambio de su silencio si se enteraban de que estabas con el culo al aire. Así que cuando estuvo al fin frente a la casa del librero, decidió no pedir ayuda abiertamente, sino simplemente tratar de atraerlo hacia la puerta. La comida a domicilio a horas ciertamente intempestivas no es un fenómeno tan extraño en una gran urbe que nunca duerme, de modo que tocó el timbre y, cuando tras unos angustiosos segundos oyó ruidos en el interior, volvió a poner su dedo sobre la campanilla y dijo traer un pedido de pizzas.
La asustó aún más un estruendo de cristales rotos. Aquel loco los había hecho saltar en pedacitos para abrirse paso hasta ella. Podía imaginarse cómo iba a bajarla arrastrándola, asida del pelo, su cuerpo golpeando los peldaños. Los ojos se le nublaron por el llanto y la tensión y pensó que iba a desmayarse, pero la idea de despertarse amordazada y atada a una silla de barbero o una camilla en algún oscuro sótano o en un hospital abandonado, como en las películas baratas que pasan por la tarde en las televisiones públicas, la mantuvo de pie.
El muy sádico no tenía ninguna prisa. Lo oía subir lentamente, como sí disfrutará de cada segundo de su cacería, de cada paso. Como si tuviera la situación totalmente bajo control. Iba silbando aquella estúpida cancioncilla infantil canadiense que a Verónica siempre le había parecido tan espeluznante, aquella que decía "Alouette, gentille alouette..."
-Abre la puerta Pete, por lo que más quieras. Abre. -Suplicó en un susurró cerca de la cerradura, mientras las últimas esperanzas de que alguien estuviera observándola tras la mirilla la abandonaban.
Y, de pronto... Escuchó el sonido inconfundible de una cadena descorriéndose, de un pomo que gira. Igual que su vida iba a girar, aún más, una vez posara sus pies sobre la mullida y algo sucia moqueta y se supiera, al fin, a salvo.
Sin embargo, lo que le venía a la mente en aquel momento, mientras llenaba otra copa con hielo, era la curiosa tonalidad que adquiría su piel bajo los focos negros y los tubos de neón de colores. Sus manos se veían violáceas, como las de un vampiro o las de un alienígena.
-Tienes unos ojos preciosos. -Verónica, con una sonrisa, le agradeció el cumplido al desconocido mientras le servía su bebida. Sabía que cuánto más enseñara los dientes, mayor sería su propina y se le ocurrían mil maneras en las que podría utilizar unos billetes extras. Y sin embargo, notaba su gesto forzado... Aquel hombre tenía una apariencia bastante corriente e iba vestido con ropa muy normal, pero había algo en él que le daba mala espina. Un "no sé qué" que hacía que se le erizara el vello de la nuca cada vez que le veía posar sobre ella su penetrante mirada y sentía cómo la atravesaba con ella.
Cuando iba a darle sus vueltas, en lugar del habitual "quédatelo, gracias" al que estaba acostumbrada cuando se esforzaba por ser agradable, se encontró con que el individuo le asía los dedos y, con un tirón brusco, conseguía que sus rostros quedaran a escasos centímetros el uno del otro. Lentamente, él se acercó a su oreja y le susurró quedo pero de manera clara: -Tienes unos ojos tan bonitos que merecen ser conservados para siempre en formaldehído.
Apartó la mano tan rápido como pudo y evitó acercarse a aquella mesa hasta que, con gran alivio, vio al extraño ponerse el abrigo y dirigirse a la salida.
El resto de la noche no se le dio mal del todo. El bar estuvo repleto casi hasta el cierre y ni tan siquiera tuvo tiempo de contarle a Sandra lo ocurrido hasta que, tras hacer la caja, barrer y dar permiso a los camareros más nuevos para irse a casa, estaban echando la persiana. Entonces se rieron a gusto del tipo siniestro y especularon sobre su vida sexual en un tono jocoso. Verónica no se había dado cuenta de cuánto la había asustado el incidente hasta que en aquel momento su cuello y mandíbula empezaron a destensarse gracias a los chistes. Incluso levantó la cabeza buscando la luna, que sabía que estaría llena, y sé la señaló a su amiga antes de verla desaparecer montada en su Vespa azul y ponerse ella misma en camino, en la dirección opuesta. Incluso en los malos momentos, su vena romántica podía apoderarse de su cerebro durante unos segundos.
Al fondo de la calle había un coche. El idiota que lo hubiera aparcado allí tendría al día siguiente una cuantiosa multa en el parabrisas esperándole con los brazos abiertos para darle los buenos días. Todo el mundo sabía que estaba prohibido aparcar en aquellas callejuelas tan estrechas y la policía solía desahogar sus frustraciones, debidas casi siempre a un pésimo sueldo, con quienes lo ignoraban.
De pronto, el vehículo encendió las luces. Las largas. Había alguien dentro y ese alguien quería que la chica le prestará atención. Y lo había conseguido.
Vaciló unos instantes. Estaba segura de que era el hombre del bar y no tenía ni la menor idea de qué hacer para escapar de él. Si seguía su camino se encontrarían de frente y, si echaba a correr, él le daría alcance tan rápido como un tigre cae sobre una gacela.
Los separaban unos cien metros. Entre ellos había unas cuantas persianas de garajes, cerradas a cal y canto, y un portal. Aquel era su única esperanza: caminaría hasta él con tanta naturalidad como sus rodillas temblorosas le permitieran y, si los astros estaban de su lado, la puerta cedería y ella podría fingir que vivía allí.
El milagro se produjo. No sólo eso, sino que, además, oyó con regocijo el chasquido de la cerradura sellando la entrada y haciéndola (ahora sí) infranqueable sin una llave, cuando la empujó tras de sí. Quedaba esperar a oír el motor del coche encendiéndose y largándose bien lejos, antes de volver a emprender el camino de vuelta al hogar.
Mientras notaba con alegría cómo su corazón iba calmando sus enérgicas palpitaciones, recordó que conocía vagamente a alguien que vivía en aquel bloque. Algunas veces, cuando iba al trabajo, había visto entrar en él a Pete, el tímido chico inglés que trabajaba en la tienda de libros de Bowery en la que ella adquiría algún Weird Tales cuando las propinas eran especialmente generosas.
Por pasar el tiempo de una manera un poco más amena, se puso a buscarlo entre las placas de los buzones. No, allí no había ningún Pete. Probablemente viviera de alquiler y no se habría molestado en cambiar los nombres de los propietarios por el suyo.
Cuando ya había desistido, observó un último cajoncillo, visiblemente más nuevo que el resto y algo apartado. Sí, en aquella brillante caja de metal era donde el señor Stevenson (ahora sabía su apellido), que vivía en el ático, recibía lo que el cartero tuviera a bien traerle. Su piso sería uno de aquellos diminutos cuchitriles que antaño habían servido como desván al vecino de la última planta, reconvertido en un loft individual con un sofá-cama, un único fogón y un minúsculo aseo, al que finalmente hubo que asignarle también un casillero para el correo. Es decir, un lugar muy parecido a aquel en el que ella misma vivía, al igual que todos aquellos con los que se relacionaba en su favorita aunque carísima ciudad.
Un ruido la sobresaltó. No era un acelerador, sino la puerta del coche, primero abriéndose, cerrándose después; pasos...
Presa del pánico, empezó a subir las escaleras a toda prisa, de dos en dos. Notaba la sangre buyéndole en las sienes, como si la cabeza fuera a explotarle de un momento a otro. Al girar tras el primer tramo de peldaños creyó vislumbrar una gris silueta, recortada contra el cristal por la luz de las tenues farolas a su espalda. La había visto.
Poco después oyó, mientras seguía corriendo tanto como sus piernas le permitían, como ese alguien a quien había divisado empujaba insistentemente la cancela que, afortunadamente, no parecía querer abrirse. Después el silencio volvió a adueñarse de la noche.
Verónica, ya en el tercer piso, notaba cómo las lágrimas le empapaban las mejillas. Sin embargo, no dejó escapar un solo hipo y siguió escalando aquella montaña de granito que se le antojaba interminable sin que un solo sollozo, saliera de su garganta. Aquellas calles no eran precisamente Disneyworld y, si algún desconocido intuía que tenías problemas, estos se multiplicaban. Todo el mundo estaba dispuesto a pedirte un buen puñado de dólares (si no algo mucho peor) a cambio de su silencio si se enteraban de que estabas con el culo al aire. Así que cuando estuvo al fin frente a la casa del librero, decidió no pedir ayuda abiertamente, sino simplemente tratar de atraerlo hacia la puerta. La comida a domicilio a horas ciertamente intempestivas no es un fenómeno tan extraño en una gran urbe que nunca duerme, de modo que tocó el timbre y, cuando tras unos angustiosos segundos oyó ruidos en el interior, volvió a poner su dedo sobre la campanilla y dijo traer un pedido de pizzas.
La asustó aún más un estruendo de cristales rotos. Aquel loco los había hecho saltar en pedacitos para abrirse paso hasta ella. Podía imaginarse cómo iba a bajarla arrastrándola, asida del pelo, su cuerpo golpeando los peldaños. Los ojos se le nublaron por el llanto y la tensión y pensó que iba a desmayarse, pero la idea de despertarse amordazada y atada a una silla de barbero o una camilla en algún oscuro sótano o en un hospital abandonado, como en las películas baratas que pasan por la tarde en las televisiones públicas, la mantuvo de pie.
El muy sádico no tenía ninguna prisa. Lo oía subir lentamente, como sí disfrutará de cada segundo de su cacería, de cada paso. Como si tuviera la situación totalmente bajo control. Iba silbando aquella estúpida cancioncilla infantil canadiense que a Verónica siempre le había parecido tan espeluznante, aquella que decía "Alouette, gentille alouette..."
-Abre la puerta Pete, por lo que más quieras. Abre. -Suplicó en un susurró cerca de la cerradura, mientras las últimas esperanzas de que alguien estuviera observándola tras la mirilla la abandonaban.
Y, de pronto... Escuchó el sonido inconfundible de una cadena descorriéndose, de un pomo que gira. Igual que su vida iba a girar, aún más, una vez posara sus pies sobre la mullida y algo sucia moqueta y se supiera, al fin, a salvo.
lunes, 27 de enero de 2014
1
Mientras buscaba algo que llevarse a la boca, a eso de las tres de la mañana, Pete se percató de la extraña apariencia que la luz azulada de la nevera confería a sus manos. Parecían las de un extraterrestre, un marciano hambriento, muy de madrugada.
Cada noche permanecía despierto frente a su ordenador, escribiendo aquella novela de misterio que había empezado hacía ya diez meses. Estaba bastante orgulloso de sus resultados e incluso había encontrado un editor interesado en publicarla, pero sabía que la producción literaria no iba a pagar sus facturas, de modo que tenía que estar en pie a las ocho para llegar a la librería de segunda mano en Bowery en la que pasaba la mayor parte del día (de un modo bastante ocioso, cabría decir).
Cuando la misma semana en que llegó a la ciudad, con un recién conseguido título de biblioteconomía bajo el brazo, y le entregó su currículo a aquel hombre rechoncho y con poco pelo que ahora era su jefe, lo hizo sin demasiadas esperanzas de conseguir un empleo allí. Uno no esperaría siquiera que una pequeña tienda de libros curiosos y antiguos pudiera sobrevivir en aquel agresivo Chinatown que casi ha engullido por completo los pintorescos barrios contiguos como Little Italy.
Pero aquel superior suyo, Bruce, sabía hacer negocios. Cada día recibían ingentes cantidades de material de manos de tipos tan desesperados por la crisis que venderían a su madre por la calderilla que uno necesita para comprar un taco en El Ídolo, y él diferenciaba bien la basura de los ejemplares y ediciones realmente valiosas que, de un modo generalmente deshonesto (aprovechándose de la delicada situación de los pobres diablos que con él tropezaban) conseguía a un precio irrisorio y revendía por una jugosa suma.
Por otro lado, cada dos o tres días sacaban también un buen puñado de dólares de los turistas perdidos que necesitaban un mapa de la ciudad o de la red de metro y veían el cielo abierto cuando descubrían su diminuto establecimiento entre millones de carteles rojos y dorados escritos en caracteres orientales. Cuando uno se desorienta en una urbe gigante y desconocida, pagaría cualquier cantidad por volver a ponerse en el buen camino y dejar de dar vueltas como una peonza, y Bruce también era consciente de ello y lo reflejaba en los abusivos precios que exhibían las guías y otra parafernalia para viajeros de la que estaban bien provistos.
Tras comerse un improvisado sándwich de queso, pepinillo y mostaza, Pete se sentó de nuevo ante el ordenador, aunque se concedió un breve descanso y dejó que su mente vagara de una idea a otra sin detenerse a analizar ninguna en profundidad, como un zanganillo que se va posando en diferentes flores, pero sin libarlas.
Pensó en las sirenas que se oían a lo lejos, siempre la banda sonora del contiguo barrio de Harlem; pensó en lo difícil que era hacer amigos en una desmesurada metrópolis como aquella y en la frialdad de las relaciones en un lugar en el que más que vivir uno lucha por no ahogarse, como flores entre el asfalto; pensó en su anterior vida en Londres, que ahora se le antojaba no simple sino sencilla, no aburrida sino apacible, no predecible sino tranquila; y todo lo que, junto con aquella ciudad, había dejado atrás.
Desde donde estaba atisbaba la luna, que estaba llena, a través de la única ventana de su pequeño apartamento. El cristal le devolvía también su reflejo algo desdibujado: un chico de casi treinta años que bien podría pasar por un colegial con la piel pálida y pecosa; los ojos, algo acuosos, de un azul grisáceo; el cabello liso, lacio y, sin embargo, siempre algo enmarañado, quizá por su costumbre de rascarse la cabeza cuando pensaba o estaba nervioso (que era la mayor parte del tiempo, aunque no dejaba que estos pequeños malestares asomarán a su rostro).
Por segunda vez en los últimos minutos, se sentía como un marciano. Fuera de lugar y en un planeta extraño en el que, por más que lo intentaba, no parecía encontrar a otros seres provenientes de astros que él pudiera comprender. Quizá nunca debió salir de Inglaterra. Allí, sus vidas amorosa y social en general tampoco habían sido apasionantes pero, al menos, su aspecto de joven gentleman trasnochado no destacaba apenas entre la multitud introvertida pero educada, gris pero siempre de etiqueta.
Se le ocurrió también que quizá nadie más, entre toda aquella mole de rascacielos, taxis y paradas de metro en la que ahora se encontraba, se hubiera percatado del brillo del satélite, que a él le parecía tan sumamente hermoso. Era un romántico...
De pronto, el estridente sonido del timbre hizo estallar el silencio sepulcral del alba en mil pedacitos y vino a interrumpir sus cavilaciones.
¿Quién podría requerirle a tan intempestivas horas? Sus pocos conocidos eran todos gente muy previsible y organizada. Ninguno estaría siquiera despierto. Menos aún dando un paseo por una zona tan poco segura. Aquel histérico tañido sólo podía significar problemas.
Pete sintió como un largo escalofrío le recorría la espalda y su frente se perlaba de sudor frío. Se levantó muy despacio y tratando de no hacer ruido, para acercarse sigilosamente a la puerta y así averiguar quién estaba detrás. Su intento de espionaje se vio sin embargo frustrado por sus poco templados nervios, que le hicieron empujar el escritorio a su paso y tirar un gran bote de latón lleno de bolígrafos, que se esparcieron por el suelo con gran estruendo.
Ya sin tantas precauciones llegó hasta el dintel: -Sus pizzas, señor- dijo una voz femenina tras la madera. ¿Unas malditas pizzas? ¿Era por culpa de una repartidora confundida que casi le había dado un ataque al corazón? Un error así, a las cuatro de la mañana, solamente podía ocurrir en la "Ciudad de los rascacielos".
Estaba a punto de contestarle a aquella chica que se había equivocado, cuando ella volvió a llamar con insistencia y, por pura curiosidad, la misma que se dice que mató al gato, echó un vistazo a través de la mirilla. Efectivamente allí había una muchacha, morena y bajita, algo despeinada y con el maquillaje corrido. Pero no llevaba ninguna caja de comida italiana en la mano, ni un uniforme de restaurante.
En el medio de su confusión, Pete oyó un estruendo. Cristales rotos. Después silbidos, una tonadilla, como de canción de cuna. Pasos que se acercaban...
-Abre la puerta Pete, por lo que más quieras. Abre. - La no-repartidora se había acercado al quicio y, en susurros, suplicaba. Había un punto de histeria, una nota de terror en su tono que paralizó el cerebro del joven pero hizo reaccionar rápidamente a su mano, como si un resorte la hubiera puesto en funcionamiento. Sin haberse dado siquiera cuenta, estaba quitando la cadena de seguridad, girando después el pomo. Su vida también estaba a punto de dar una vuelta. 180 grados. Pero él aún no lo sabía.
Cada noche permanecía despierto frente a su ordenador, escribiendo aquella novela de misterio que había empezado hacía ya diez meses. Estaba bastante orgulloso de sus resultados e incluso había encontrado un editor interesado en publicarla, pero sabía que la producción literaria no iba a pagar sus facturas, de modo que tenía que estar en pie a las ocho para llegar a la librería de segunda mano en Bowery en la que pasaba la mayor parte del día (de un modo bastante ocioso, cabría decir).
Cuando la misma semana en que llegó a la ciudad, con un recién conseguido título de biblioteconomía bajo el brazo, y le entregó su currículo a aquel hombre rechoncho y con poco pelo que ahora era su jefe, lo hizo sin demasiadas esperanzas de conseguir un empleo allí. Uno no esperaría siquiera que una pequeña tienda de libros curiosos y antiguos pudiera sobrevivir en aquel agresivo Chinatown que casi ha engullido por completo los pintorescos barrios contiguos como Little Italy.
Pero aquel superior suyo, Bruce, sabía hacer negocios. Cada día recibían ingentes cantidades de material de manos de tipos tan desesperados por la crisis que venderían a su madre por la calderilla que uno necesita para comprar un taco en El Ídolo, y él diferenciaba bien la basura de los ejemplares y ediciones realmente valiosas que, de un modo generalmente deshonesto (aprovechándose de la delicada situación de los pobres diablos que con él tropezaban) conseguía a un precio irrisorio y revendía por una jugosa suma.
Por otro lado, cada dos o tres días sacaban también un buen puñado de dólares de los turistas perdidos que necesitaban un mapa de la ciudad o de la red de metro y veían el cielo abierto cuando descubrían su diminuto establecimiento entre millones de carteles rojos y dorados escritos en caracteres orientales. Cuando uno se desorienta en una urbe gigante y desconocida, pagaría cualquier cantidad por volver a ponerse en el buen camino y dejar de dar vueltas como una peonza, y Bruce también era consciente de ello y lo reflejaba en los abusivos precios que exhibían las guías y otra parafernalia para viajeros de la que estaban bien provistos.
Tras comerse un improvisado sándwich de queso, pepinillo y mostaza, Pete se sentó de nuevo ante el ordenador, aunque se concedió un breve descanso y dejó que su mente vagara de una idea a otra sin detenerse a analizar ninguna en profundidad, como un zanganillo que se va posando en diferentes flores, pero sin libarlas.
Pensó en las sirenas que se oían a lo lejos, siempre la banda sonora del contiguo barrio de Harlem; pensó en lo difícil que era hacer amigos en una desmesurada metrópolis como aquella y en la frialdad de las relaciones en un lugar en el que más que vivir uno lucha por no ahogarse, como flores entre el asfalto; pensó en su anterior vida en Londres, que ahora se le antojaba no simple sino sencilla, no aburrida sino apacible, no predecible sino tranquila; y todo lo que, junto con aquella ciudad, había dejado atrás.
Desde donde estaba atisbaba la luna, que estaba llena, a través de la única ventana de su pequeño apartamento. El cristal le devolvía también su reflejo algo desdibujado: un chico de casi treinta años que bien podría pasar por un colegial con la piel pálida y pecosa; los ojos, algo acuosos, de un azul grisáceo; el cabello liso, lacio y, sin embargo, siempre algo enmarañado, quizá por su costumbre de rascarse la cabeza cuando pensaba o estaba nervioso (que era la mayor parte del tiempo, aunque no dejaba que estos pequeños malestares asomarán a su rostro).
Por segunda vez en los últimos minutos, se sentía como un marciano. Fuera de lugar y en un planeta extraño en el que, por más que lo intentaba, no parecía encontrar a otros seres provenientes de astros que él pudiera comprender. Quizá nunca debió salir de Inglaterra. Allí, sus vidas amorosa y social en general tampoco habían sido apasionantes pero, al menos, su aspecto de joven gentleman trasnochado no destacaba apenas entre la multitud introvertida pero educada, gris pero siempre de etiqueta.
Se le ocurrió también que quizá nadie más, entre toda aquella mole de rascacielos, taxis y paradas de metro en la que ahora se encontraba, se hubiera percatado del brillo del satélite, que a él le parecía tan sumamente hermoso. Era un romántico...
De pronto, el estridente sonido del timbre hizo estallar el silencio sepulcral del alba en mil pedacitos y vino a interrumpir sus cavilaciones.
¿Quién podría requerirle a tan intempestivas horas? Sus pocos conocidos eran todos gente muy previsible y organizada. Ninguno estaría siquiera despierto. Menos aún dando un paseo por una zona tan poco segura. Aquel histérico tañido sólo podía significar problemas.
Pete sintió como un largo escalofrío le recorría la espalda y su frente se perlaba de sudor frío. Se levantó muy despacio y tratando de no hacer ruido, para acercarse sigilosamente a la puerta y así averiguar quién estaba detrás. Su intento de espionaje se vio sin embargo frustrado por sus poco templados nervios, que le hicieron empujar el escritorio a su paso y tirar un gran bote de latón lleno de bolígrafos, que se esparcieron por el suelo con gran estruendo.
Ya sin tantas precauciones llegó hasta el dintel: -Sus pizzas, señor- dijo una voz femenina tras la madera. ¿Unas malditas pizzas? ¿Era por culpa de una repartidora confundida que casi le había dado un ataque al corazón? Un error así, a las cuatro de la mañana, solamente podía ocurrir en la "Ciudad de los rascacielos".
Estaba a punto de contestarle a aquella chica que se había equivocado, cuando ella volvió a llamar con insistencia y, por pura curiosidad, la misma que se dice que mató al gato, echó un vistazo a través de la mirilla. Efectivamente allí había una muchacha, morena y bajita, algo despeinada y con el maquillaje corrido. Pero no llevaba ninguna caja de comida italiana en la mano, ni un uniforme de restaurante.
En el medio de su confusión, Pete oyó un estruendo. Cristales rotos. Después silbidos, una tonadilla, como de canción de cuna. Pasos que se acercaban...
-Abre la puerta Pete, por lo que más quieras. Abre. - La no-repartidora se había acercado al quicio y, en susurros, suplicaba. Había un punto de histeria, una nota de terror en su tono que paralizó el cerebro del joven pero hizo reaccionar rápidamente a su mano, como si un resorte la hubiera puesto en funcionamiento. Sin haberse dado siquiera cuenta, estaba quitando la cadena de seguridad, girando después el pomo. Su vida también estaba a punto de dar una vuelta. 180 grados. Pero él aún no lo sabía.
domingo, 19 de enero de 2014
Instancia urgente
Anuda tus muñecas con trenzas de mi pelo,
ata fuerte mi corazón a promesas bellas.
Y para contar con los dedos las estrellas,
llévame, unidas nuestras manos, hasta el cielo.
Háblame suave y quedo del Paraíso.
Léeme en voz alta sobre aquellas tierras
cabalgables sólo a lomos de caricias tiernas
y firmemos en sudor y saliva compromisos.
Préndeme así, como una larga cerilla,
como páginas de un libro prohibido,
zumo de gasolina recién exprimido,
de roble caído, hojas secas y astillas.
Que nos encuentre abrazados siempre el alba
y no falten a la mesa platos de dulces besos.
No dejes que mi furia provoque tu destierro,
desdibuja mis enfados con palabras de calma.
Escóndete dentro de mis armarios y altillos.
Acurrúcate juntó a mí, protegiéndome del frío.
Y si alguna vez nos separa lo que llaman destino
a mi ventana llama de nuevo con tus nudillos.
ata fuerte mi corazón a promesas bellas.
Y para contar con los dedos las estrellas,
llévame, unidas nuestras manos, hasta el cielo.
Háblame suave y quedo del Paraíso.
Léeme en voz alta sobre aquellas tierras
cabalgables sólo a lomos de caricias tiernas
y firmemos en sudor y saliva compromisos.
Préndeme así, como una larga cerilla,
como páginas de un libro prohibido,
zumo de gasolina recién exprimido,
de roble caído, hojas secas y astillas.
Que nos encuentre abrazados siempre el alba
y no falten a la mesa platos de dulces besos.
No dejes que mi furia provoque tu destierro,
desdibuja mis enfados con palabras de calma.
Escóndete dentro de mis armarios y altillos.
Acurrúcate juntó a mí, protegiéndome del frío.
Y si alguna vez nos separa lo que llaman destino
a mi ventana llama de nuevo con tus nudillos.
sábado, 18 de enero de 2014
¡Protestemos! O... no.
Decidieron llamarlos los IPEL: los "impuestos pro ecología y limpieza". De esa manera, a uno le costaba un poco más percatarse de que le estaban cobrando por respirar, ver el sol o caminar sobre la hierba, e incluso podía darle la impresión de que perdía aquellos derechos fundamentales por una buena causa.
Llevaban meses explicando en los noticieros que, a pesar de los, supuestamente, grandísimos esfuerzos del gobierno y la inversión de miles de millones en la conservación del medio ambiente, la situación era insostenible y, si queríamos poder seguir disfrutando del aire y el agua, habría que limpiar el cielo y los ríos y lagos de polución. Llenar los pulmones, algo que todos los ciudadanos creían gratuito y natural, ahora le costaba mucho dinero de purificación al estado, pues los árboles y plantas se habían vuelto insuficientes para un mundo que crecía demasiado deprisa y se volvía no sólo más rápido y eficiente, sino también más gris y polvoriento.
Un nublado lunes por la mañana, Ricardo recibió la noticia con un largo suspiro. La escuchó en la radio, a las siete en punto y mientras, tras un café apresurado, estaba fumándose ese primer cigarrillo del día que tanto le gustaba. Aunque se sentía estafado, hacía ya mucho tiempo que había entrado en una especie de letargo, un coma profundo de abatimiento y apatía en el que se había sumido como consecuencia del continuo bombardeo de noticias nefastas y agoreras que a todas horas emitían desde cada posible medio de comunicación. Como la mayoría de quienes aún conservaban el trabajo, simplemente pensó que aquellos cinco euros que iban a descontarle del sueldo a partir de ese mismo mes supondrían tomar una cerveza menos cada fin de semana o, quizá, empezar a plantearse dejar el tabaco.
Una llamada de su madre hizo que esa pequeña alarma interior que todos tenemos dentro se le despertara en parte. Ella tenía casi setenta años y una pensión mísera, por lo que la cantidad a pagar sí le suponía una diferencia sustancial a final de mes y su enfado e indignación eran considerables: -Lo peor de todo es que- decía agobiada al otro lado de la línea -cuando tengas hijos, ellos estarán tan acostumbrados a que les cobren por respirar que no concebirán siquiera una realidad en la que una simplemente salía a la calle e hinchaba su pecho tanto como le viniera en gana, como un derecho fundamental. Quizá el único que nos quedaba.
Como cada día, Ricardo pasó por la panadería a comprar una barra y el periódico, que dejaría en casa antes de tomar el metro para ir a trabajar.
Allí, algunos vecinos se mostraban alterados por la subida de los impuestos y no daban crédito a lo ocurrido, a pesar de que se les había intentado concienciar (infructuosamente al parecer) de la necesidad de seguir "apretándose el cinturón" con carísimas campañas publicitarias en las que se trataba de dar a entender que los culpables de la pésima calidad del aire eran precisamente quienes iban subvencionar su desintoxicación, es decir, los ciudadanos de a pie.
El panadero atendía entre gestos de enfado, el murmullo de la gente disgustada se convertía en un zumbido atronador y una mujer de la edad de su madre negaba con la cabeza ante los titulares del diario que nuestro protagonista iba a llevarse bajo el brazo.
De pronto, algo comenzó a molestarle en el estómago, una idea que se había fraguado en su subconsciente había ido tomando forma en su interior y, en un parto oral y antinatural Ricardo regurgitó sobre la anciana aquello de lo que estaba de pronto preñado. Como con propia voluntad, en una carrera imparable salió de su garganta un verbo combativo y conjugado en segunda persona del plural que llenó el espacio entre la mujer y él: ¡Protestemos!
Fue en voz baja, casi un susurro, pero ambos se sorprendieron. Nuestro hombre tomó sin embargo conciencia de lo que había expresado rápidamente y la idea en lugar de espantarle, le pareció razonable y se le presentó como la única solución posible a aquella injusticia de la que todos se quejaban e incluso todas las anteriores que habían ido perdonando con indulgencia y pasividad. De modo que sonrió a todos los presentes, que ahora le miraban y esta vez gritó su mensaje, impulsado por su propia voluntad e inspirado por toda la propaganda revolucionaria que alguna vez hubiera podido caer en sus manos, a pleno pulmón y con el puño el alto. Por unos segundos, Ricardo se imaginó a sí mismo como un héroe con capa roja y mono azul de trabajador debajo. Un líder de masas con los ojos brillantes y el corazón lleno de fuerza y esperanza que infundir al resto. El primer testigo de un gran cambio que empezaba nada más y nada menos que en una panadería cutre de Parla.
Recibió un tortazo en la mejilla. Un buen soplamocos con la mano abierta que lo devolvió a la realidad, de parte de la señora, que lo miraba con ese gesto reprobatorio con el que se riñe a los niños muy pequeños. El panadero le lanzó un bollito y, mientras se sacudía el azúcar de entre el pelo, oyó que le gritaba: -¡Lárgate de mi tienda! ¡No quiero líos aquí!
Aquella gente que parecía tan contrariada por lo que el gobierno les estaba quitando se había vuelto de pronto contra él, quizá simplemente porque lo veían como un objetivo más alcanzable y porque en su país la guerra entre iguales era algo tan fomentado por los opresores para que los ciudadanos se destruyeran y entretuvieran entre ellos, que corría ya por las venas de sus vecinos desde hacía generaciones, haciéndoles además enorgullecerse cada vez que podían hacer astillas de un árbol que hubieran derribado entre todos.
En lugar de vitoreado por la muchedumbre, el joven salió de la tienda cabizbajo, entre palabras de desaprobación y sabiéndose sin pan para acompañar la sopa que pensaba cenar. Aquella iba a ser una semana de mierda.
Llevaban meses explicando en los noticieros que, a pesar de los, supuestamente, grandísimos esfuerzos del gobierno y la inversión de miles de millones en la conservación del medio ambiente, la situación era insostenible y, si queríamos poder seguir disfrutando del aire y el agua, habría que limpiar el cielo y los ríos y lagos de polución. Llenar los pulmones, algo que todos los ciudadanos creían gratuito y natural, ahora le costaba mucho dinero de purificación al estado, pues los árboles y plantas se habían vuelto insuficientes para un mundo que crecía demasiado deprisa y se volvía no sólo más rápido y eficiente, sino también más gris y polvoriento.
Un nublado lunes por la mañana, Ricardo recibió la noticia con un largo suspiro. La escuchó en la radio, a las siete en punto y mientras, tras un café apresurado, estaba fumándose ese primer cigarrillo del día que tanto le gustaba. Aunque se sentía estafado, hacía ya mucho tiempo que había entrado en una especie de letargo, un coma profundo de abatimiento y apatía en el que se había sumido como consecuencia del continuo bombardeo de noticias nefastas y agoreras que a todas horas emitían desde cada posible medio de comunicación. Como la mayoría de quienes aún conservaban el trabajo, simplemente pensó que aquellos cinco euros que iban a descontarle del sueldo a partir de ese mismo mes supondrían tomar una cerveza menos cada fin de semana o, quizá, empezar a plantearse dejar el tabaco.
Una llamada de su madre hizo que esa pequeña alarma interior que todos tenemos dentro se le despertara en parte. Ella tenía casi setenta años y una pensión mísera, por lo que la cantidad a pagar sí le suponía una diferencia sustancial a final de mes y su enfado e indignación eran considerables: -Lo peor de todo es que- decía agobiada al otro lado de la línea -cuando tengas hijos, ellos estarán tan acostumbrados a que les cobren por respirar que no concebirán siquiera una realidad en la que una simplemente salía a la calle e hinchaba su pecho tanto como le viniera en gana, como un derecho fundamental. Quizá el único que nos quedaba.
Como cada día, Ricardo pasó por la panadería a comprar una barra y el periódico, que dejaría en casa antes de tomar el metro para ir a trabajar.
Allí, algunos vecinos se mostraban alterados por la subida de los impuestos y no daban crédito a lo ocurrido, a pesar de que se les había intentado concienciar (infructuosamente al parecer) de la necesidad de seguir "apretándose el cinturón" con carísimas campañas publicitarias en las que se trataba de dar a entender que los culpables de la pésima calidad del aire eran precisamente quienes iban subvencionar su desintoxicación, es decir, los ciudadanos de a pie.
El panadero atendía entre gestos de enfado, el murmullo de la gente disgustada se convertía en un zumbido atronador y una mujer de la edad de su madre negaba con la cabeza ante los titulares del diario que nuestro protagonista iba a llevarse bajo el brazo.
De pronto, algo comenzó a molestarle en el estómago, una idea que se había fraguado en su subconsciente había ido tomando forma en su interior y, en un parto oral y antinatural Ricardo regurgitó sobre la anciana aquello de lo que estaba de pronto preñado. Como con propia voluntad, en una carrera imparable salió de su garganta un verbo combativo y conjugado en segunda persona del plural que llenó el espacio entre la mujer y él: ¡Protestemos!
Fue en voz baja, casi un susurro, pero ambos se sorprendieron. Nuestro hombre tomó sin embargo conciencia de lo que había expresado rápidamente y la idea en lugar de espantarle, le pareció razonable y se le presentó como la única solución posible a aquella injusticia de la que todos se quejaban e incluso todas las anteriores que habían ido perdonando con indulgencia y pasividad. De modo que sonrió a todos los presentes, que ahora le miraban y esta vez gritó su mensaje, impulsado por su propia voluntad e inspirado por toda la propaganda revolucionaria que alguna vez hubiera podido caer en sus manos, a pleno pulmón y con el puño el alto. Por unos segundos, Ricardo se imaginó a sí mismo como un héroe con capa roja y mono azul de trabajador debajo. Un líder de masas con los ojos brillantes y el corazón lleno de fuerza y esperanza que infundir al resto. El primer testigo de un gran cambio que empezaba nada más y nada menos que en una panadería cutre de Parla.
Recibió un tortazo en la mejilla. Un buen soplamocos con la mano abierta que lo devolvió a la realidad, de parte de la señora, que lo miraba con ese gesto reprobatorio con el que se riñe a los niños muy pequeños. El panadero le lanzó un bollito y, mientras se sacudía el azúcar de entre el pelo, oyó que le gritaba: -¡Lárgate de mi tienda! ¡No quiero líos aquí!
Aquella gente que parecía tan contrariada por lo que el gobierno les estaba quitando se había vuelto de pronto contra él, quizá simplemente porque lo veían como un objetivo más alcanzable y porque en su país la guerra entre iguales era algo tan fomentado por los opresores para que los ciudadanos se destruyeran y entretuvieran entre ellos, que corría ya por las venas de sus vecinos desde hacía generaciones, haciéndoles además enorgullecerse cada vez que podían hacer astillas de un árbol que hubieran derribado entre todos.
En lugar de vitoreado por la muchedumbre, el joven salió de la tienda cabizbajo, entre palabras de desaprobación y sabiéndose sin pan para acompañar la sopa que pensaba cenar. Aquella iba a ser una semana de mierda.
viernes, 17 de enero de 2014
Breve Herejía II
Antiguamente,
los dioses estaban solos. Una buena mañana, comprendieron que
aquella soledad no era buena y se decidieron a crear pequeños seres
a su imagen y semejanza.
Fue así que
el Dios del Mal creó a los demonios y les concedió el don de
sembrar el caos y la discordia allí donde aparecían.
Así mismo,
dio vida la Diosa del Bien a los ángeles, dedicados a apaciguar con
sus benditas manos y sus alas de luz, aquellos lugares por los que
habían pasado los demonios.
De igual
manera, vio la luz la pequeña creación del Dios de la Piel, una
débil criatura sin ningún tipo de poder o magia, a la que dio el
nombre de “hombre”.
Pensaron
entonces los dioses que debían aquellas producciones suyas habitar
mundos hermosos y diferentes y, para tan fin, dieron forma a tres enormes
esferas de diferentes colores: una roja, otra azul, y una última
verde.
Dejaron
después que el hombre, por ser la más simple de las criaturas,
eligiera en primer lugar la bola en la que habitarían sus congéneres
durante toda la eternidad.
Paseó el
hombre por la esfera roja, a la que habían dado en llamar Infierno y
contempló el inhóspito paisaje: montañas, valles y llanuras
alimentados por ríos de lava, fuego maligno y escombros; un suelo
árido y estéril que quemaba las plantas de los pies, y una
atmósfera irrespirable, que llenaba de humo negro los pulmones.
Pudo
figurarse que los humanos pasarían hambre y sed en aquel terrible
lugar, que los niños morirían abrasados y las bestias terminarían
rumiando los huesos del último de los de su especie. Así, el hombre
decidió que, de ninguna manera el Infierno sería un buen lugar para
la existencia de su raza.
Se adentró
después en la esfera azul, que los Dioses denominaban Cielo y se
detuvo admirado, abriendo sus cinco sentidos: palpó la suave hierba
y la fértil tierra del lugar con las palmas de las manos, sintió en
su pecho el aire limpio y cargado de aromas exóticos, deleitó su
oído con los trinos de pájaros llegados de lejos, contempló el más
hermoso de los atardeceres y paladeó los exquisitos frutos
silvestres que crecían por todas partes en aquellos parajes.
Imaginó así
a hombres y mujeres felices, saciados siempre de cuanta necesidad
tuvieran, siendo una sola cosa junto a las flores y los animales del
lugar, y creyó el individuo que el cielo era el lugar indicado para
la vida de los hombres.
Sin embargo,
más que esta nueva convicción, caló en nuestro sujeto la
curiosidad, por lo que decidió internarse en la última esfera:
aquella verde a la que habían llamado Tierra.
Fue así
como el hombre encontró un paisaje hermoso y variado: descubrió los
desiertos, los glaciares y los valles y verdes montañas del mundo en
el que habitamos y entendió que no era una tierra fácil de labrar
aquella, que alimañas y hombres se batirían en constante duelo y
que la temperatura no sería siempre agradable.
Trató de
imaginar como sería la vida para los suyos en aquel nuevo paraje y
descubrió así la guerra, las colonizaciones y el esclavismo,
descubrió el hambre de las masas, la tortura y el miedo. Pensó el
hombre que aquellas imágenes eran más propias del Infierno y trató
de llegar más lejos con sus cábalas. Pudo de esta forma, asomarse a
los ojos de todos y cada uno de los que serían sus descendientes y
entre tantos párpados, abiertos de par en par, contempló algo
realmente hermoso, algo que superaba los trinos de las aves del
Paraíso, que estaba por encima del gusto de las frutas silvestres.
Vio el hombre tus ojos y reconoció en ellos la sabiduría y la
ternura y quiso amarlos durante toda la eternidad. Supo que entre los
ojos de aquellos que poblaran felices el cielo, no encontraría jamás
una mirada profunda, sincera como la tuya. Lloró entonces por no
poder ver todo tu rostro, por no poder atisbar en tus labios pintada
una sonrisa.
Apenado,
entre lágrimas, salió el hombre de la última esfera y comunicó a
los Dioses su decisión. Y es porque aquel primer humano pensó que
no importaba condenar a la humanidad al dolor o al miedo si de entre
aquellos millones de seres, alguno podía contemplar tu hermosa cara
que ahora vivimos en la Tierra y no en el cielo.
Si alguien
hay agradecido a ese primer hombre, ese alguien soy yo…
jueves, 16 de enero de 2014
Agurra
-Joango naiz. –Esan
zenuen ahots ozenez.
Eta egia zen, poltsa
eskuetan zeneraman eta. Joateko prest zeunden eta nik ez nuen ezer esango. Guztiz
lasai nengoen. Birikak airez betetzen eta husten ziren betiko lasaitasunez. Banekien
egunen batean joango zinela. Inoiz ez nuen nirekin betirako geratzea espero izan eta
azkenean, une hura heldu zen.
Leihoak itxirik zeuden.
Hala eta guztiz ere, kanpoko euria entzuten zen... entzuten zen kanpoko haizea.
Bat-batean, hotza sentitu nuen.
Iazko gabonetan
oparitutako jertse gorriaz jantzita nengoen. Etxean nengoen, idazten, faktura zaharrak
bere tokitan gordetzen. Arratsalde osoa eman nuen lan honetan eta konturatu gabe,
jadanik gaua etxeko atarian zegoen.
Aulkitik altxatu nintzen
arkatza, orduan, atzamarren artean harturik. Ahoa ireki nuen zerbait ezango banu
bezala, zerbait esateko beharra izango balitz bezala. Hitz bat ere ez zen kobazulo gorri
honetatik atera, soinu bat ere ez zen entzun. Esan ahal nuen guztia txikia izango zen,
gure artean zegoen putzu sakonean eroriko zen eta entzungo genuen bakarra ura
nahasiaren hotsa izango zen.
Egongelan, bata bestearen
aurrean pausatu ginen, bata besteari begiratzen ezezagunak izango bagina
bezala. Zure begi ilunak triste samar ikusten ziren eta begiratzen nituen
lehenengo aldia zela iruditu zitzaidan.
Minutuak presaka
zihoazen. Zalantzazko minutuak ziren: beti talde txikietan doaz eta gainera, presaka
dabiltza. Ez zenuen ezer egin, ezta nik ere.
Tupustean ateko zarata
entzun zen. Zureak ziren gauzatxo guztiak zurekin eraman zenituen. Etxea hutsik
geratu zen, nitaz beterik. Ordutik hona, elkarrekin eman genuen denbora fantasia edo
amets anker bat baino ez dela izan uste izan ohi dut. Horregatik hau idazten ari naiz,
edozein egunetan errealitatea eta ametsa ezberdintzeko gai izango ez naizelako.
Inoiz ez dudala zugatik
malkoren bat bota harrotasun handiz gehitu nahi dut. Txikia nintzela joan
direnentzako negarrak guretzat gorde behar ditugula ikasi nuen. Inork ez duelako gugatik
negar egingo...
miércoles, 15 de enero de 2014
Breve Herejía
Creó Dios las estrellas, las aguas y las diferentes especies
animales; las nubes, las conchas de mar y la hierba. Y el séptimo
día descansó. Se sintió entonces intrigado por el quehacer de sus
criaturas y, en silencio, las observó.
Vio así a los patos, que pescaban felices en su ignorancia y vio a las hormigas, con su instinto trabajador, recoger migajas. Por último, Dios dirigió su divina mirada al hombre, para quien había creado una compañera, y vio su deleite al acariciarse el uno al otro, contempló su placer cuando se besaban, cuando hacían el amor. Y entonces Dios se sintió solo.
Comprendió de este modo el Divino, que la risa que había escuchado en boca de estas últimas criaturas era sólo para ellos, seres perecederos. Comprendió que era síntoma de debilidad el ser feliz y creyó que la soledad, sentimiento punzante del alma, era algo reservado para aquellos que reposan sobre tronos benditos.
Aquel día, Dios creó las mariposas y las pintó de mil colores brillantes. Dio vida también a infinidad de aves con diferentes y maravillosos trinos. Sin embargo, transcurridas unas pocas horas, se aburrió de estos animales y, tras soltarlos al mundo, se volvió hacia Adán para mirarlo.
Descubrió a su barrosa creación sumida en un profundo sueño, la cabeza sobre el pecho de Eva, que sonreía, ella también con los ojos cerrados. Sus manos reposaban entrelazadas, como una trenza de cuatro cordeles, sobre el vientre de él. La respiración de ambos era rítmica y acompasada y, juntas, aquellas inspiraciones y expiraciones no podían ser igualadas en belleza por el canto del ave más hermosa.
Entonces el Creador torció su boca en una mueca de dolor que poco a poco se tornó en una sonrisa irónica. ¡Cuán equivocado había estado creyendo que el hombre estaba hecho a su imagen y semejanza! Al día siguiente iba a demostrarles a aquellas grotescas criaturas de forma idéntica a la suya, la enorme distancia que les separaba. Rió de pronto el divino con una risa ensordecedora, terrible, que se convirtió en tormenta y sacó de sus dulces sueños al hombre y a la mujer.
Amaneció en el Edén y el Creador se acercó a sus cachorros. Señalando un árbol al azar, les prohibió comer de sus frutos y la feliz pareja asintió y volvió a sus juegos amorosos.
Llamó después Dios a la serpiente, animal hermoso y charlatán, fiel servidor de su Majestad de los Cielos, y que se deleitaba observando el atardecer desde las copas de los árboles:
-Ve a los hombres y diles que coman del árbol cuyos frutos les prohibí tomar, pues he decidido que al igual que mi amor, mis regalos hacia ellos no tienen medida.
Cumplió el animal y con su lengua bífida transmitió el mensaje a Adán y a Eva, que rápidamente comieron, pues así lo mandaba el Señor.
Entonces, el Cielo se tornó gris y la voz de Dios bramó de nuevo. Temiendo truenos y relámpagos como los de la noche anterior, la pareja de humanos corrió a refugiarse bajo los árboles y el Divino los apuntó con el dedo índice muy estirado mientras bramaba encolerizado:
-¡Oh, hijos míos! Os dejasteis engañar por la serpiente desobedeciendo mi voluntad y por ello, y aunque me duela el alma, habéis de ser desterrados.
Después se dirigió al escamoso ser, que "inexplicablemente" había perdido la facultad del habla, y lo condenó a vagar sin rumbo por los suelos, arrastrándose.
Lloraba Eva al salir del Paraíso. Lloraba Adán que, fuertemente asido a su mano pensaba tristemente que sólo en ella podía confiar. Lloraba la serpiente, injustamente tratada. Y lloraba Dios sin que lo vieran... y aún a veces llora lágrimas de lluvia cristalina cuando vuelve la cabeza y mira a los hombres, que aman y son amados... y una vez más, el Creador se siente solo en su grandeza.
Vio así a los patos, que pescaban felices en su ignorancia y vio a las hormigas, con su instinto trabajador, recoger migajas. Por último, Dios dirigió su divina mirada al hombre, para quien había creado una compañera, y vio su deleite al acariciarse el uno al otro, contempló su placer cuando se besaban, cuando hacían el amor. Y entonces Dios se sintió solo.
Comprendió de este modo el Divino, que la risa que había escuchado en boca de estas últimas criaturas era sólo para ellos, seres perecederos. Comprendió que era síntoma de debilidad el ser feliz y creyó que la soledad, sentimiento punzante del alma, era algo reservado para aquellos que reposan sobre tronos benditos.
Aquel día, Dios creó las mariposas y las pintó de mil colores brillantes. Dio vida también a infinidad de aves con diferentes y maravillosos trinos. Sin embargo, transcurridas unas pocas horas, se aburrió de estos animales y, tras soltarlos al mundo, se volvió hacia Adán para mirarlo.
Descubrió a su barrosa creación sumida en un profundo sueño, la cabeza sobre el pecho de Eva, que sonreía, ella también con los ojos cerrados. Sus manos reposaban entrelazadas, como una trenza de cuatro cordeles, sobre el vientre de él. La respiración de ambos era rítmica y acompasada y, juntas, aquellas inspiraciones y expiraciones no podían ser igualadas en belleza por el canto del ave más hermosa.
Entonces el Creador torció su boca en una mueca de dolor que poco a poco se tornó en una sonrisa irónica. ¡Cuán equivocado había estado creyendo que el hombre estaba hecho a su imagen y semejanza! Al día siguiente iba a demostrarles a aquellas grotescas criaturas de forma idéntica a la suya, la enorme distancia que les separaba. Rió de pronto el divino con una risa ensordecedora, terrible, que se convirtió en tormenta y sacó de sus dulces sueños al hombre y a la mujer.
Amaneció en el Edén y el Creador se acercó a sus cachorros. Señalando un árbol al azar, les prohibió comer de sus frutos y la feliz pareja asintió y volvió a sus juegos amorosos.
Llamó después Dios a la serpiente, animal hermoso y charlatán, fiel servidor de su Majestad de los Cielos, y que se deleitaba observando el atardecer desde las copas de los árboles:
-Ve a los hombres y diles que coman del árbol cuyos frutos les prohibí tomar, pues he decidido que al igual que mi amor, mis regalos hacia ellos no tienen medida.
Cumplió el animal y con su lengua bífida transmitió el mensaje a Adán y a Eva, que rápidamente comieron, pues así lo mandaba el Señor.
Entonces, el Cielo se tornó gris y la voz de Dios bramó de nuevo. Temiendo truenos y relámpagos como los de la noche anterior, la pareja de humanos corrió a refugiarse bajo los árboles y el Divino los apuntó con el dedo índice muy estirado mientras bramaba encolerizado:
-¡Oh, hijos míos! Os dejasteis engañar por la serpiente desobedeciendo mi voluntad y por ello, y aunque me duela el alma, habéis de ser desterrados.
Después se dirigió al escamoso ser, que "inexplicablemente" había perdido la facultad del habla, y lo condenó a vagar sin rumbo por los suelos, arrastrándose.
Lloraba Eva al salir del Paraíso. Lloraba Adán que, fuertemente asido a su mano pensaba tristemente que sólo en ella podía confiar. Lloraba la serpiente, injustamente tratada. Y lloraba Dios sin que lo vieran... y aún a veces llora lágrimas de lluvia cristalina cuando vuelve la cabeza y mira a los hombres, que aman y son amados... y una vez más, el Creador se siente solo en su grandeza.
lunes, 6 de enero de 2014
Qué es el bosque o Nuevas teorías acerca del "dibújame un cordero" de Exupéry
A Aritz. A su corazón, a su mente, a sus dedos sobre el teclado.
Seguía ensimismada, asomada al inicio de la foresta, los pies inmóviles, negándose a ponerse en marcha, el corazón totalmente cautivado por la belleza de un paisaje que quería describir, aunque me sentía incapaz de poner tantísimo verdor y vida en palabras.
Había a mi izquierda un hombre simple, sin mucho trasfondo o preocupaciones. "¿Qué es el bosque?" le espeté. Él contestó enseguida: "Son todos esos árboles de ahí". Suponiendo que yo debía rendirme ante tal obviedad, pensando probablemente que mi pregunta era demasiado simple, absurda quizá, el hombre feliz y sin demasiado raciocinio se fue a disfrutar de los placeres mundanos que aquel conjunto de plantas le ofrecía: comida, cobijo...
Dirigí entonces mi cuestión hacia aquel que se encontraba a mi derecha, una persona formada, un ejemplo de alguien ducho en las ciencias exactas, ataviado con un traje gris, como ceniciento era su rostro y su cabello (escaso en la coronilla y algo más cano en las patillas).
Tres días me pidió el sujeto aficionado a los números y mediciones para darme una respuesta. Dos días y casi veinticuatro horas habían transcurrido ya cuando le vi aparecer, saliendo de la maleza entre la que se había perdido para indagar y aclarar mis dudas.
Cuando llegó a mi altura estaba jadeando y sucio, pero también se le veía radiante por creerse en posesión de aquello que yo ansiaba. Estaba deseoso de mostrarme los resultados de sus averiguaciones y yo asentí levemente, invitándole a compartir su recién adquirida sabiduría conmigo:
-Puedo asegurarle sin miedo a equivocarme que, si por ejemplo de bosque tomamos el territorio de abundante vegetación que tenemos enfrente, podríamos decir que se trata de un conjunto de árboles relativamente viejos, robles en su mayoría, que ocupa un área de unos treinta kilómetros cuadrados y que está dividido en su zona más septentrional por un pequeño riachuelo. En esa misma zona existen pinos y eucaliptos jóvenes, provenientes de la mano del hombre, que probablemente fueron plantados allí tras un incendio, ya que si uno indaga en la composición del suelo... -Aquí me levanté y dejé al hombre solo con su retahíla, que tampoco había resultado ser lo que yo estaba buscando. Él ni siquiera se percató de que me iba, ya que tenía los ojos cerrados mientras recitaba, como de memoria, todos sus "maravillosos" hallazgos, de tan orgulloso como estaba.
Comencé a vagar sin rumbo, sintiéndome más sola que de costumbre. Incomprendida otra vez. En medio de este caminar falto de sentido encontré a un joven sentado sobre una roca, absorto en la contemplación de algo que parecía estar muy lejos. Traté de adivinar dónde estaban fijos sus ojos, pero, en aquella dirección, mi vista sólo se encontraba con el inmenso bosque. Pero él miraba mucho más allá.
Supe que debía preguntarle. Supe que él, únicamente él, tenía la clave para entender aquello que yo tanto ansiaba.
"¿Qué es el bosque?" Y, a pesar de que lo había sacado bruscamente de su plácida ensoñación, no se molestó. Se puso en pie, sonrió y tomó mi mano.
Sin pronunciar palabra, nos abrimos paso entre el verdor de los árboles. Los pájaros y salamandras huían al notar nuestra presencia y un millón de suaves sonidos de viento, agua y fierecillas nos envolvían. Caminábamos y caminábamos sin pausa. Él parecía avanzar hacia un lugar muy concreto y no dudaba ni un instante antes de dar cada paso.
Una lluvia fina pero persistente empezó a mojar nuestras ropas y cabellos, pero él seguía sereno e inmutable, como si, a pesar de tener mi mano en la suya, se encontrara realmente a eones de mí, en otra realidad a la que yo no pudiera acceder. Y, poco a poco, dejé de pensar yo también en lo incómodo del agua fría que estaba empapando cada pedacito de mi piel y en la impaciencia que me provocaba el andar largo rato sin saber a dónde me dirigía y sin que una sola frase amenizara el camino. Iba dejándome llevar y pronto empecé a disfrutar de aquel silencio, que era más elocuente que cualquier oración compuesta para llenar un vacío incómodo.
Finalmente, el chico se detuvo ante un árbol. Uno de tantos. En él clavó de nuevo su mirada soñadora y me soltó. Habíamos llegado. Aquel ser nudoso y verde era el ocupante de su pensamiento, por lo que decidí prestarle más atención.
Miré su frondosa copa oscura, a pesar de que al hacerlo mi cara quedó a merced del agua, que caía cada vez con más insistencia sobre nosotros. Miré sus ramas, sus surcos, sus gruesas venas de madera. Y cuando, lentamente fui deslizando mis ojos tronco abajo, encontré aquello que había captado la atención de mi acompañante con tanta fuerza.
Había en la corteza un pequeño ser, un escarabajo que no sería más grande que la uña de mi dedo meñique, luchando por salir de un fino torrente de pegajosa sabia en la que tres de sus patas habían quedado atrapadas. Con las otras, incluso batiendo sus alas, intentaba infructuosamente salvar su vida, quizá viendo (quizá no) como otra gota de aquel líquido ambarino se estaba deslizando en su dirección.
Su debate entre la vida y la muerte hizo que la compasión desbordara mi corazón y me lancé hacia el árbol, para intentar sacar al frágil insecto de tan delicada situación. Pero él se me adelantó y, con un suave pero firme gesto de su brazo, me detuvo.
Así, seguimos contemplando durante algunos minutos cómo la resina, que llegaba hasta el preso en diminutas pero incesantes cantidades, lo iba cubriendo. La furia de aquel pequeño animal aumentó y aumentó hasta que, finalmente, en un momento para mí indeterminado, como cualquier otro, se rindió y cesó de moverse. De alguna manera, yo sabía que estaba vivo, pero había dejado de luchar. Había aceptado su inminente fin. Pasados algunos millones de años, adornaría un ostentoso collar, en el cuello quizá de una reina, quizá de una actriz (si semejantes títulos y profesiones siguen existiendo entonces), petrificado y convertido en parte de un hermoso fragmento de ámbar.
"Esto es el bosque". Dijo una voz cálida a mi espalda. "Miríadas de pequeñas historias como la que acabas de contemplar. Un diminuto universo, un microcosmos en el que todo está conectado. Sólo visible, palpable, si abres tus sentidos y prestas atención."
Seguí mirando al escarabajo inerte, sin saber a ciencia cierta si había perecido ya o no. Cuando me giré, el chico ya no estaba allí. Quizá nunca estuvo.
La lluvia fue mi única compañera en mi camino de vuelta a la civilización, que ahora se me antojaba mezquina y sin sentido.
Seguía ensimismada, asomada al inicio de la foresta, los pies inmóviles, negándose a ponerse en marcha, el corazón totalmente cautivado por la belleza de un paisaje que quería describir, aunque me sentía incapaz de poner tantísimo verdor y vida en palabras.
Había a mi izquierda un hombre simple, sin mucho trasfondo o preocupaciones. "¿Qué es el bosque?" le espeté. Él contestó enseguida: "Son todos esos árboles de ahí". Suponiendo que yo debía rendirme ante tal obviedad, pensando probablemente que mi pregunta era demasiado simple, absurda quizá, el hombre feliz y sin demasiado raciocinio se fue a disfrutar de los placeres mundanos que aquel conjunto de plantas le ofrecía: comida, cobijo...
Dirigí entonces mi cuestión hacia aquel que se encontraba a mi derecha, una persona formada, un ejemplo de alguien ducho en las ciencias exactas, ataviado con un traje gris, como ceniciento era su rostro y su cabello (escaso en la coronilla y algo más cano en las patillas).
Tres días me pidió el sujeto aficionado a los números y mediciones para darme una respuesta. Dos días y casi veinticuatro horas habían transcurrido ya cuando le vi aparecer, saliendo de la maleza entre la que se había perdido para indagar y aclarar mis dudas.
Cuando llegó a mi altura estaba jadeando y sucio, pero también se le veía radiante por creerse en posesión de aquello que yo ansiaba. Estaba deseoso de mostrarme los resultados de sus averiguaciones y yo asentí levemente, invitándole a compartir su recién adquirida sabiduría conmigo:
-Puedo asegurarle sin miedo a equivocarme que, si por ejemplo de bosque tomamos el territorio de abundante vegetación que tenemos enfrente, podríamos decir que se trata de un conjunto de árboles relativamente viejos, robles en su mayoría, que ocupa un área de unos treinta kilómetros cuadrados y que está dividido en su zona más septentrional por un pequeño riachuelo. En esa misma zona existen pinos y eucaliptos jóvenes, provenientes de la mano del hombre, que probablemente fueron plantados allí tras un incendio, ya que si uno indaga en la composición del suelo... -Aquí me levanté y dejé al hombre solo con su retahíla, que tampoco había resultado ser lo que yo estaba buscando. Él ni siquiera se percató de que me iba, ya que tenía los ojos cerrados mientras recitaba, como de memoria, todos sus "maravillosos" hallazgos, de tan orgulloso como estaba.
Comencé a vagar sin rumbo, sintiéndome más sola que de costumbre. Incomprendida otra vez. En medio de este caminar falto de sentido encontré a un joven sentado sobre una roca, absorto en la contemplación de algo que parecía estar muy lejos. Traté de adivinar dónde estaban fijos sus ojos, pero, en aquella dirección, mi vista sólo se encontraba con el inmenso bosque. Pero él miraba mucho más allá.
Supe que debía preguntarle. Supe que él, únicamente él, tenía la clave para entender aquello que yo tanto ansiaba.
"¿Qué es el bosque?" Y, a pesar de que lo había sacado bruscamente de su plácida ensoñación, no se molestó. Se puso en pie, sonrió y tomó mi mano.
Sin pronunciar palabra, nos abrimos paso entre el verdor de los árboles. Los pájaros y salamandras huían al notar nuestra presencia y un millón de suaves sonidos de viento, agua y fierecillas nos envolvían. Caminábamos y caminábamos sin pausa. Él parecía avanzar hacia un lugar muy concreto y no dudaba ni un instante antes de dar cada paso.
Una lluvia fina pero persistente empezó a mojar nuestras ropas y cabellos, pero él seguía sereno e inmutable, como si, a pesar de tener mi mano en la suya, se encontrara realmente a eones de mí, en otra realidad a la que yo no pudiera acceder. Y, poco a poco, dejé de pensar yo también en lo incómodo del agua fría que estaba empapando cada pedacito de mi piel y en la impaciencia que me provocaba el andar largo rato sin saber a dónde me dirigía y sin que una sola frase amenizara el camino. Iba dejándome llevar y pronto empecé a disfrutar de aquel silencio, que era más elocuente que cualquier oración compuesta para llenar un vacío incómodo.
Finalmente, el chico se detuvo ante un árbol. Uno de tantos. En él clavó de nuevo su mirada soñadora y me soltó. Habíamos llegado. Aquel ser nudoso y verde era el ocupante de su pensamiento, por lo que decidí prestarle más atención.
Miré su frondosa copa oscura, a pesar de que al hacerlo mi cara quedó a merced del agua, que caía cada vez con más insistencia sobre nosotros. Miré sus ramas, sus surcos, sus gruesas venas de madera. Y cuando, lentamente fui deslizando mis ojos tronco abajo, encontré aquello que había captado la atención de mi acompañante con tanta fuerza.
Había en la corteza un pequeño ser, un escarabajo que no sería más grande que la uña de mi dedo meñique, luchando por salir de un fino torrente de pegajosa sabia en la que tres de sus patas habían quedado atrapadas. Con las otras, incluso batiendo sus alas, intentaba infructuosamente salvar su vida, quizá viendo (quizá no) como otra gota de aquel líquido ambarino se estaba deslizando en su dirección.
Su debate entre la vida y la muerte hizo que la compasión desbordara mi corazón y me lancé hacia el árbol, para intentar sacar al frágil insecto de tan delicada situación. Pero él se me adelantó y, con un suave pero firme gesto de su brazo, me detuvo.
Así, seguimos contemplando durante algunos minutos cómo la resina, que llegaba hasta el preso en diminutas pero incesantes cantidades, lo iba cubriendo. La furia de aquel pequeño animal aumentó y aumentó hasta que, finalmente, en un momento para mí indeterminado, como cualquier otro, se rindió y cesó de moverse. De alguna manera, yo sabía que estaba vivo, pero había dejado de luchar. Había aceptado su inminente fin. Pasados algunos millones de años, adornaría un ostentoso collar, en el cuello quizá de una reina, quizá de una actriz (si semejantes títulos y profesiones siguen existiendo entonces), petrificado y convertido en parte de un hermoso fragmento de ámbar.
"Esto es el bosque". Dijo una voz cálida a mi espalda. "Miríadas de pequeñas historias como la que acabas de contemplar. Un diminuto universo, un microcosmos en el que todo está conectado. Sólo visible, palpable, si abres tus sentidos y prestas atención."
Seguí mirando al escarabajo inerte, sin saber a ciencia cierta si había perecido ya o no. Cuando me giré, el chico ya no estaba allí. Quizá nunca estuvo.
La lluvia fue mi única compañera en mi camino de vuelta a la civilización, que ahora se me antojaba mezquina y sin sentido.
viernes, 3 de enero de 2014
Yo quisiera...
En tu espalda posar mis manos,
besar tus párpados cerrados.
Meter mi índice en tu ombligo,
derretirme bajo tu peso y abrigo.
Soplar el hoyuelo de tu barbilla,
provocar con caricias tu sonrisa.
Confesar en bajo a tu orejita
que es la cosa más bonita.
Con mi lengua rozar tus labios
desearnos, amarnos, entrelazarnos.
Beber del sagrado cáliz de tu boca
en tu pecho al amor escribir una oda.
Aprenderme el mapa de tu cuerpo
geografía de un país perfecto.
Descubrir tus puntos cardinales,
sucumbir a los deseos más carnales.
Perder mis dedos en tu pelo.
Afinar juntos nuestros cuerpos
y tocar la más bella melodía
hasta ver nacer el nuevo día.
besar tus párpados cerrados.
Meter mi índice en tu ombligo,
derretirme bajo tu peso y abrigo.
Soplar el hoyuelo de tu barbilla,
provocar con caricias tu sonrisa.
Confesar en bajo a tu orejita
que es la cosa más bonita.
Con mi lengua rozar tus labios
desearnos, amarnos, entrelazarnos.
Beber del sagrado cáliz de tu boca
en tu pecho al amor escribir una oda.
Aprenderme el mapa de tu cuerpo
geografía de un país perfecto.
Descubrir tus puntos cardinales,
sucumbir a los deseos más carnales.
Perder mis dedos en tu pelo.
Afinar juntos nuestros cuerpos
y tocar la más bella melodía
hasta ver nacer el nuevo día.
jueves, 2 de enero de 2014
De Crear Nueva Vida
Quiero que me hagas el amor. Quiero estrechar tus piernas entre las mías. Quiero arañar tu espalda, morder tu cuello, susurrar en tu oído que no quiero dejar que tu sexo salga de mi cuerpo nunca. Quiero sentir tu respiración agitada, cálida, húmeda recubriendo todo mi cuerpo. Una fina y suave capa de lujuria que me envuelve y quema.
Necesito que sepas que nunca antes sentí el cariño como ahora lo siento. Que nunca nadie hizo de mis sueños los suyos, de mis lágrimas su propio dolor. Nunca antes he deseado compartir mi vida entera. Nunca antes había pensado en un para siempre, en un sin ti nunca jamás. Y es que cuando te miro no veo sino más de mí, con otros ojos, con otro rostro, pero hecho de la misma materia, como dos vasos del mismo vino, dos manzanas de un mismo árbol.
Quiero que me preñes, que obres en mí el milagro de la vida, que viertas tu ardiente semilla en mi interior, creando con tu cariño un nuevo ser. Un pequeño corazón que lata al compás del mío, que crezca cada día alimentándose de mi sangre y tus caricias. Quiero verte sostener entre tus hermosas manos, que parecen esculpidas en mármol, al fruto de la pasión que nos confesamos. Traer para ti, a este mundo cruel, una criatura que habrá de ser angelical, por haber nacido del más puro y tierno amor.
Quiero besar tu miembro erecto, darle las gracias. Que tú beses la entrada a mis entrañas, como si de la puerta de un templo se tratará. Quiero oír mi nombre en tus labios y decirte cuan desesperadamente, apasionadamente, ávidamente te amo y necesito tu presencia. Quiero mirar cómo tus ojos se cierran y tu alma se abre entregada al éxtasis y culminación del placer mientras tu ser, del modo más dulce me inunda y creas tres donde antes había un par.
Necesito que sepas que nunca antes sentí el cariño como ahora lo siento. Que nunca nadie hizo de mis sueños los suyos, de mis lágrimas su propio dolor. Nunca antes he deseado compartir mi vida entera. Nunca antes había pensado en un para siempre, en un sin ti nunca jamás. Y es que cuando te miro no veo sino más de mí, con otros ojos, con otro rostro, pero hecho de la misma materia, como dos vasos del mismo vino, dos manzanas de un mismo árbol.
Quiero que me preñes, que obres en mí el milagro de la vida, que viertas tu ardiente semilla en mi interior, creando con tu cariño un nuevo ser. Un pequeño corazón que lata al compás del mío, que crezca cada día alimentándose de mi sangre y tus caricias. Quiero verte sostener entre tus hermosas manos, que parecen esculpidas en mármol, al fruto de la pasión que nos confesamos. Traer para ti, a este mundo cruel, una criatura que habrá de ser angelical, por haber nacido del más puro y tierno amor.
Quiero besar tu miembro erecto, darle las gracias. Que tú beses la entrada a mis entrañas, como si de la puerta de un templo se tratará. Quiero oír mi nombre en tus labios y decirte cuan desesperadamente, apasionadamente, ávidamente te amo y necesito tu presencia. Quiero mirar cómo tus ojos se cierran y tu alma se abre entregada al éxtasis y culminación del placer mientras tu ser, del modo más dulce me inunda y creas tres donde antes había un par.
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