Ros
nunca fue mi mejor amigo. Ni siquiera le hubiera considerado un amigo
cercano. Pero era sin duda el único al que le tenía simpatía
sincera del elenco de personajes que conformaban él, su mujer, y un
montón de sus conocidos de Filipinas que iban pasando por la barra y
el escenario del bar que regentaba.
Acababa
de bajarme de un taxi y caminaba por primera vez, guiada por una amiga, hacia la
puerta del lugar cuando un señor bajito, a quien la habían soplado
mi procedencia me llamó a golpe de "¡Eh,
chica!"
y un gesto apremiante.
Cuando me acerqué, me tendió la mano y se presentó. Después, con
los ojos fijos en el tatuaje de mi pecho, se señaló la ingle y,
entre risas me preguntó "¿Tienes
otro tatuaje ahí abajo?". Quizá porque Ros tenía que pasar ya
los 60, quizá porque iba vestido de rapero con una camiseta y una
gorra que le quedaban patéticamente grandes, quizá porque me
parecía lamentable que, de entre las dos personas que podían
entender su chiste en perfecto castellano, solo a él le hiciera
gracia, decidí no matarlo allí mismo.
Tonterías a parte, a Ros le gustaba hablarme de todo un poco. Nada destacable ya que en aquel puñetero
antro todo el mundo venía (casi a cuatro patas) a contarme sus
batallas, penas y glorias después de muchas cervezas. Lo cierto es
que, contra todo pronóstico, resultó ser un tipo bastante legal:
entre
mucho drama (con el cual yo hacía malabares para no verme salpicada)
nunca se metía en la vida del resto y, a menudo contestaba "no
sé" cuando le preguntaban acerca de nadie, mientras se encogía
de hombros y hacía mutis por el foro sin ningún disimulo.
Nunca
lo vi realmente borracho, ni tampoco me cubrió de abrazos falsos,
ni
tomó mi cabeza entre sus manos para darle besitos
como si fuera yo un niño Jesús, como
hacía su mujer cada vez que yo cruzaba el marco de la puerta del
bar.
Además,
cantaba y tocaba el piano muy guay, que siempre está bien.
El
caso es que Ros ha muerto. Siempre resulta extraño pensar que no
volverás a ver a alguien en concreto porque ya, de pronto, no está.
Pero además, cuando esa persona muere lejos, parece imposible. Porque una ha abandonado el lugar del mapa al que lo había clavado
con una chincheta mental, como si fuera un monigote de papel, un
títere, un autómata que se pondría en funcionamiento otra vez solo
si esta narradora volviera al lugar en el que se veían habitualmente.
Porque somos tan egoístas que nos parece que el mundo gira, se
mueve, respira y está iluminado, solamente allí donde nos encontramos en ese
momento.
Ésta otra amiga mía tildaba nuestra pequeña ciudad de "Infierno Chiquito", en el que nada pasaba desapercibido a otros ojos y todo era después procesado con mala baba por el cerebro ajeno y contado después como buena gana le diera al interlocutor. Una de las grandes artífices de la magia del cotilleo (con o sin mala intención, quizá simplemente por aburrimiento) era precisamente la esposa de Ros, cuyas muchas e insistentes cuestiones yo esquivaba como un entrenado Neo en Matrix evitaba las balas. También adoraba las redes sociales y, en ellas, uno podía seguir su apretada agenda de cumpleaños dichosos, aciagos aniversarios, alegres días de iglesia y… también felicísimos mensajes de apoyo a Duterte durante el periodo electoral.
Aunque
esta señora (contra la que nunca tuve nada que decir), no me caía
lo suficientemente bien como para abrirle las puertas a mi mundo a
través de todas las redes sociales y he ignorado descaradamente sus
solicitudes de amistad en aquellas que uso de vuelta a Occidente, me
pareció correcto hacerle llegar un escueto pésame mediante una
aplicación china en la que seguíamos relacionadas. Tras
escribirle un mensaje, decido ver si encuentro algo de información
de qué le pasó exactamente a Ros en su muro, para no tener que
preguntárselo directamente y meter el dedo en la llaga. Lo que veo,
lo que leo, supera mi capacidad de sorpresa y… y... qué coño, la
palabra que busco es "asco".
Annete
ha seguido de cerca los últimos días de Ros. Ha estado allí a su
lado, pero no sé si como pareja o como reportera de guerra. Dos días
antes de su muerte, ha grabado vídeos de las visitas que han
recibido para agradecérselo públicamente porque… seguro que es
para ser reconocidos en un timeline
para lo que esta gente se ha cruzado parte del Índico, y no para
estar al lado de su amigo. Pero los vídeos escalan en detalles y
morbo: antes de ayer, Annete grababa primeros planos de las
cicatrices que una intervención había dejado en el cuerpo de su
marido y el propio día de su muerte colgaba dos vídeos: uno de unas
curas por la mañana y otro, por la tarde, del momento en el que,
tras un intento fallido de reanimación, los enfermeros retiraban un
respirador artificial manual de la boca vendada de un irreconocible
Ros.
No
sé qué aportan estos vídeos a nadie. Ni siquiera sé por qué
narices alguien que amaba a este hombre y que ya ha publicado tres
millones de fotos antiguas con lemas del tipo "te echo de menos"
querría verlos y recordar sus últimos y angustiosos momentos en un
hospital. Me pregunto si sentimos a través de la pantalla del móvil
o si solo somos capaces de expresarnos a través de su teclado. Me
quejo a menudo de las muchas muertes en directo y la repetición de estas mismas imágenes atroces en bucle en prime
time,
de lo mucho que nos recreamos en los detalles escabrosos de
cualquiera a cambio de unas migajas más de audiencia. Pero esto
escapa a mis elucubraciones más oscuras y me hace
plantearme si la dignidad de cada una acaba donde terminan los
móviles y los Facebooks
del resto.
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