Nunca me ha gustado febrero. No es un mes de verdad, sino un puñado de días sueltos entre enero y marzo a los que dieron un nombre conjunto. Podrían haberse repartido como semanas dispersas a lo largo de todo el año o añadiendo unos pocos días a cada mes real.
Febrero es frío. Demasiado largo para ignorarlo y demasiado corto para que nada (trágico o hermoso) comience y acabe en él. Las heridas pueden abrirse y volver a sanar en agosto. Las esperanzas pueden reaparecer y esfumarse de nuevo a lo largo de diciembre. Pero febrero es un paso intermedio, una transición.
Retraído la mayor parte del tiempo. Tímido. Usando bien poco la página que le otorgaron en el calendario. Y sin embargo, una vez de tanto en tanto, finge ser fuerte y se añade un único día porque cree que así se sentirá mejor, porque cree que los demás cambiarán su punto de vista respecto a él.
Aunque, en algún momento entre el día catorce y el quince, algo emerge de nuevo desde lo más profundo de su corazón y le dice que nada va a cambiar. Y febrero desespera.
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