La chica tumbada a mi lado debía llevar un buen rato despierta. Se apartó una botella de cava de los labios. Estaba medio vacía y no parecía tener fuerza. La habríamos descorchado la noche anterior y, a juzgar por mi dolor de cabeza, no había sido la única. No recordaba su nombre. El de la chica. El cava era Codorniú.
Me tendió la botella y dijo “bebe”, a lo que yo respondí con una exclamación interrogativa.
Su cuerpo no era espectacular, pero estaba delgada y alguna vez seguro que fue preciosa. Las caderas anchas delataban que había tenido al menos un niño en su vientre. Yo pensé “bebé”. Y luego me di cuenta de que sus facciones eran hermosas, aunque tenía cierta pelusilla bajo la nariz. La clase de bigote que a uno no le molesta sobre el labio de la mujer que ama. Pero yo no amaba a aquella mujer.
Y sentí lástima. No por ella. Sentí lástima de aquellos pelillos. De haberlos visto. De tener el corazón no vacío, sino no lleno de ella. Sentí lástima, porque el despertar habría sido mucho más hermoso si hubiera podido ser la chica de mis sueños o hubiera sabido al menos, que habitaba en los sueños de alguien.
Tenía aquellos ojos claros vidriosos y algo húmedos. Aquella chica tumbada a mi lado debía llevar un rato despierta. Despierta y bebiendo.
Me tendió la botella y dijo “bebe”, a lo que yo respondí “¿Qué?” en tono de incredulidad, debido a lo joven que era la mañana. Después ella dijo “Tú tampoco eres lo que me gustaría, pero esto ayuda a que me de igual”.
El resto ya no lo recuerdo.