En
la casa de locos que era mi hogar desde mi infancia hasta la partida
de mi padre, allá por los veintiuno, las inverosímiles reglas de
comportamiento cambiaban casi cada día atendiendo a las
caprichosas ocurrencias
de mi progenitor.
Recuerdo, por ejemplo,
que durante semanas la palabra “adiós” estuvo prohibida. En la
cabeza del señor regente, el vocablo se había desgranado hasta
convertirse en dos entes interdependientes “a” y “Dios” que,
si puestos juntos, como en la dichosa interjección, venían a ser
una especie de maldición que mandaba bien al orador, bien al
interlocutor, bien a ambos, a una muerte segura, que los pondría
frente a frente con el Supremo Arquitecto.
Quizá
porque se me hizo
cuesta arriba
sacar una expresión de uso tan común de mi vocabulario
diario, esta neura siempre me pareció una canallada sin sentido.
Aunque sigo sin compartir la visión de mi padre al respecto de los
“adioses”, sí que se han ido estos cargando de un poderoso
significado a lo largo de mi vida. Como si hubieran ganado peso. Como
si ahora fueran más difíciles de articular que términos tan
farragosos como, digamos, “esternocleidomastoideo”.
Ahora,
que parece que vivo en un aeropuerto o en una estación de tren.
Ahora que me veo forzada a decir “adiós” sabiendo que a veces es
para siempre. Ahora que “adiós” no siempre puede cambiarse por
“hasta luego”, ya que “luego” significa meses o años de
distanciamiento. Ahora que aquel hermoso lugar al que llamo casa está
al menos a un día entero de viaje, parece que yo también le
estuviera cogiendo miedo a las despedidas.
Quizá
es también por eso que echo tanto de menos mi hogar, porque la idea
de no volver a verlo es a la vez remota, pero real y me crea un nudo
en el estómago que solo se disuelve preguntando a los que siguen por
allí cómo de revuelto se ha levantado el tiempo hoy. Y
extraño sensaciones, visiones, detalles que quizá de habitual se me
escapen a los sentidos cuando mi rutina está vinculada a mi barrio.
Menudeces que me asaltan desde antiguos baúles polvorientos en la
trastienda de mi subconsciente ahora que ansío respirar ese aire que
rozó mis pulmones por vez primera.
Echo de
menos la piedra redondeada de las esquinas de las casas del Casco
Viejo, el patrón cuasi semicircular de los adoquines del suelo, el
olor de las panaderías por la mañana y el ruido que hacen los
hosteleros cuando arrastran mesas y sillas hasta sus terrazas: esas
terrazas absurdas de Bilbao, cubiertas con metacrilato por todos los
flancos para que el incesante goteo que nos viene del cielo durante
todo el año no llegue a tocarnos.
Echo de
menos los puentes, los bollos de mantequilla, los montes siempre al
fondo (todos los fondos), el paraguas plegable como un apéndice del
bolso o mochila y la gente esa tan seca de primeras pero tan
bondadosa cuando se les rasca la superficie.
Echo de
menos icluso las cosas que tienden a ser odiadas. El color gris del
cielo, el sonido del metro yéndose (ese metro que era ya el único
que podía permitirte llegar a tiempo) y el olor de La Ría cuando
está baja.
Es
por eso que para quien sueña con volver a
ser acunado en los maternales brazos de su ciudad de origen, resulta
inconcebible que la tierra propia, que
siempre se ama tanto, se pueda
ver desde los ojos de quienes
en ella viven por necesidad y no por placer a través de un iris
borroso de melancolía o incluso fealdad. Igual
que ellos miran cansados el paisaje que tienen delante de sus
narices, hogar de otros tantos.