viernes, 25 de noviembre de 2016

El invierno en otros lugares que no son Lisboa

En la casa de locos que era mi hogar desde mi infancia hasta la partida de mi padre, allá por los veintiuno, las inverosímiles reglas de comportamiento cambiaban casi cada día atendiendo a las caprichosas ocurrencias de mi progenitor. Recuerdo, por ejemplo, que durante semanas la palabra “adiós” estuvo prohibida. En la cabeza del señor regente, el vocablo se había desgranado hasta convertirse en dos entes interdependientes “a” y “Dios” que, si puestos juntos, como en la dichosa interjección, venían a ser una especie de maldición que mandaba bien al orador, bien al interlocutor, bien a ambos, a una muerte segura, que los pondría frente a frente con el Supremo Arquitecto.

Quizá porque se me hizo cuesta arriba sacar una expresión de uso tan común de mi vocabulario diario, esta neura siempre me pareció una canallada sin sentido. Aunque sigo sin compartir la visión de mi padre al respecto de los “adioses”, sí que se han ido estos cargando de un poderoso significado a lo largo de mi vida. Como si hubieran ganado peso. Como si ahora fueran más difíciles de articular que términos tan farragosos como, digamos, “esternocleidomastoideo”.

Ahora, que parece que vivo en un aeropuerto o en una estación de tren. Ahora que me veo forzada a decir “adiós” sabiendo que a veces es para siempre. Ahora que “adiós” no siempre puede cambiarse por “hasta luego”, ya que “luego” significa meses o años de distanciamiento. Ahora que aquel hermoso lugar al que llamo casa está al menos a un día entero de viaje, parece que yo también le estuviera cogiendo miedo a las despedidas.

Quizá es también por eso que echo tanto de menos mi hogar, porque la idea de no volver a verlo es a la vez remota, pero real y me crea un nudo en el estómago que solo se disuelve preguntando a los que siguen por allí cómo de revuelto se ha levantado el tiempo hoy. Y extraño sensaciones, visiones, detalles que quizá de habitual se me escapen a los sentidos cuando mi rutina está vinculada a mi barrio. Menudeces que me asaltan desde antiguos baúles polvorientos en la trastienda de mi subconsciente ahora que ansío respirar ese aire que rozó mis pulmones por vez primera.

Echo de menos la piedra redondeada de las esquinas de las casas del Casco Viejo, el patrón cuasi semicircular de los adoquines del suelo, el olor de las panaderías por la mañana y el ruido que hacen los hosteleros cuando arrastran mesas y sillas hasta sus terrazas: esas terrazas absurdas de Bilbao, cubiertas con metacrilato por todos los flancos para que el incesante goteo que nos viene del cielo durante todo el año no llegue a tocarnos.

Echo de menos los puentes, los bollos de mantequilla, los montes siempre al fondo (todos los fondos), el paraguas plegable como un apéndice del bolso o mochila y la gente esa tan seca de primeras pero tan bondadosa cuando se les rasca la superficie.

Echo de menos icluso las cosas que tienden a ser odiadas. El color gris del cielo, el sonido del metro yéndose (ese metro que era ya el único que podía permitirte llegar a tiempo) y el olor de La Ría cuando está baja.

Es por eso que para quien sueña con volver a ser acunado en los maternales brazos de su ciudad de origen, resulta inconcebible que la tierra propia, que siempre se ama tanto, se pueda ver desde los ojos de quienes en ella viven por necesidad y no por placer a través de un iris borroso de melancolía o incluso fealdad. Igual que ellos miran cansados el paisaje que tienen delante de sus narices, hogar de otros tantos.