En una primera cita, Elena siempre le pedía a su acompañante que le mostrase sus manos. Las
tomaba entre las suyas, las observaba con detenimiento y las rozaba con los pulgares. Ella creía
que, a través de esta exploración minuciosa podía acceder al alma del dueño de las extremidades
en cuestión.
Su padre había sido pescador. Recordaba la fuerza desmedida de sus abrazos y sus caricias
rugosas, con dedos morenos y palmas ásperas pero llenas de amor cuando iba a recibirlo al
puerto. Las manos de su madre, que cortaban pescado y arreglaban redes casi a diario eran
también un vasto campo de cortes y durezas.
Ahora ella vivía en una gran ciudad. Su familia había invertido tiempo y dinero que ella tuviera un
trabajo cómodo y ese "mejor futuro" del que tanto se hablaba en los pueblos hace pocos lustros y
en el que nadie cree hoy en día. De este modo, además de esforzarse por conseguir siempre
unas notas excelentes, aprendió arte, idiomas y música en sus ratos de ocio. Sus manos nunca
sufrieron los ataques del agua, el viento o la sal.
Así, Elena sostenía las palmas de su posible siguiente príncipe azul y sentía que el corazón se le
derretía cuando reconocía en ellas una dura profesión. Y sentía después que ese músculo lleno de
sangre que le habitaba el pecho se le encogía cuando pensaba en cómo el amor de aquel hombre
de quién ya se estaba prendando irremediablemente le podría ser injustamente arrebatado como
el mar le robó a su padre una tarde, cuando ella lo esperaba en la orilla y nunca lo vio llegar.