The storm was coming.
He liked them, although he was just a little baby.
He liked them because when the rain was pouring hard and the wind seemed to go all mad, his father would pick him up from the floor and sit him on his lap, on the rocking chair by the window. Then, they watched the lightnings and listened to the thunders together, their bodies pressed against each other's. Sometimes the man would sing for him, his little son, in a rather quiet voice. Old lullabies in ancient languages that linked them too, that made them one along with their ancestors and the ground under their feet.
Those intimate moments may have been what gave him the strength and power he usually showed in front of the others. That façade of calm and peace he was so proud of.
Maybe those storms turned his head and heart into the uncontrollable and wild sea of feelings he, most of the time, felt he was sinking into.
He liked this crazy weather but he would cry sometimes so that his father wouldn't take him for a tiny adult and think he didn't need his strong arms and his songs anymore. He would never get scared. Not then, at least.
However, one day his father was not there to hold his hand anymore. Without even realising, he had, all of a sudden, become a grown up. He was standing on his own.
And he sometimes sings the same old rhythms for those who cannot sleep at night. And he wishes it was not him, but his father who sang. And he wishes it was not for me, but for himself the comforting words are being spelled.
Enamorada de la lluvia en invierno y el té muy especiado * Amante de un buen libro en cualquier contexto * Proyecto de escritora y/o poetisa
lunes, 12 de mayo de 2014
viernes, 9 de mayo de 2014
La lengua de las mariposas
Había oído hablar sobre la lengua de las mariposas. Pero aquella era otra de las miles de maravillas de poca importancia, rutinarias y cotidianas, de las que aún nunca había tenido ocasión de ser testigo.
Todo ocurrió en un instante. La polilla se posó, con la levedad con la que cae una pluma, sobre el tapón azul de una botella de refresco. Ella, enferma y débil, se quedó mirando aquella enorme alevilla como si en un batir de sus alas se encontraran todas las respuestas a las preguntas que le habían rondado por la cabeza mientras se había visto obligada a guardar cama.
Nunca había podido observar un animal parecido tan de cerca. Pero, con aquel desparpajo (mitad bizarro, mitad estúpido) tan común en las polillas, que se sienten irremediablemente atraídas por peligros hermosos tales como el fuego asesino de algún pábilo candente, aquella decidió asentarse tan próxima que, aunque se limitó a observarla, podría haberla aplastado entre sus dedos sin tener que extender apenas el brazo.
Sus ojos color miel, redondos y casi demasiado grandes para la diminuta cabeza, se movían rápidamente, como comandados por una inteligencia que no se le presupondría a un invertebrado.
El resto de su cuerpo, quizá repulsivo para muchos, se le antojaba repleto de matices y patrones, dibujos fractales de diferentes tonalidades ocres y parduzcas, que no habría podido distinguir en la lejanía. Le resultaba hermoso.
El insecto abrió de pronto la boca y de ella salió un inmenso tentáculo con vida propia que sorbió, probablemente, algún resto de azúcar de la bebida gaseosa sobre cuyo envase estaban apoyadas sus seis patas. Era una especie de latiguillo infinito y enrollado como una espiral, todo del mismo color marrón que el resto de su ser, pero anormalmente largo comparado con éste, y que se movía como a saltos, como a empellones, como si la energía no le llegara de forma continua sino en felices ráfagas de locura.
El tiempo parecía detenido, como invadido por una súbita cachaza que le impidiera avanzar. Los segundos se arrastraban lentamente, cual recubiertos por un espeso y sudoroso manto de sabor dulzón que les limitara los movimientos. La mujer, sentada a la mesa de la inmensa y colorida cocina, rodeada de ajos y pimientos, fatigada por el calor y los males de su cuerpo, se quedó también enredada en ese minuto.
De repente, la mariposa rompió el hechizo alzando el vuelo y salió por la ventana, con una decisión tal, que cualquiera hubiera dicho que llevara meses planeando su rumbo. Ella, al verla, se prometió a sí misma que mientras viviera, no permitiría que volviera a escapar a sus sentidos ninguno de los detalles que hacen cada día diferente y valioso.
Todo ocurrió en un instante. La polilla se posó, con la levedad con la que cae una pluma, sobre el tapón azul de una botella de refresco. Ella, enferma y débil, se quedó mirando aquella enorme alevilla como si en un batir de sus alas se encontraran todas las respuestas a las preguntas que le habían rondado por la cabeza mientras se había visto obligada a guardar cama.
Nunca había podido observar un animal parecido tan de cerca. Pero, con aquel desparpajo (mitad bizarro, mitad estúpido) tan común en las polillas, que se sienten irremediablemente atraídas por peligros hermosos tales como el fuego asesino de algún pábilo candente, aquella decidió asentarse tan próxima que, aunque se limitó a observarla, podría haberla aplastado entre sus dedos sin tener que extender apenas el brazo.
Sus ojos color miel, redondos y casi demasiado grandes para la diminuta cabeza, se movían rápidamente, como comandados por una inteligencia que no se le presupondría a un invertebrado.
El resto de su cuerpo, quizá repulsivo para muchos, se le antojaba repleto de matices y patrones, dibujos fractales de diferentes tonalidades ocres y parduzcas, que no habría podido distinguir en la lejanía. Le resultaba hermoso.
El insecto abrió de pronto la boca y de ella salió un inmenso tentáculo con vida propia que sorbió, probablemente, algún resto de azúcar de la bebida gaseosa sobre cuyo envase estaban apoyadas sus seis patas. Era una especie de latiguillo infinito y enrollado como una espiral, todo del mismo color marrón que el resto de su ser, pero anormalmente largo comparado con éste, y que se movía como a saltos, como a empellones, como si la energía no le llegara de forma continua sino en felices ráfagas de locura.
El tiempo parecía detenido, como invadido por una súbita cachaza que le impidiera avanzar. Los segundos se arrastraban lentamente, cual recubiertos por un espeso y sudoroso manto de sabor dulzón que les limitara los movimientos. La mujer, sentada a la mesa de la inmensa y colorida cocina, rodeada de ajos y pimientos, fatigada por el calor y los males de su cuerpo, se quedó también enredada en ese minuto.
De repente, la mariposa rompió el hechizo alzando el vuelo y salió por la ventana, con una decisión tal, que cualquiera hubiera dicho que llevara meses planeando su rumbo. Ella, al verla, se prometió a sí misma que mientras viviera, no permitiría que volviera a escapar a sus sentidos ninguno de los detalles que hacen cada día diferente y valioso.
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