La próxima vez que estemos juntos, tomémonos una noche libre: sólo para nosotros, sin prisas ni ningún plan especial. Llévame a un Starbucks y deja que me ponga nerviosa cuando nos atiendan y yo aún no haya decidido qué tomar.
No pidas por mí aunque te lo sugiera. Al final seré capaz de darme cuenta de que, igual que siempre, sólo quiero un chocolate con cobertura de nata. Y tomemos también galletas. Una
cookie gigante para mí, ¿de acuerdo?
Pero, sobre todo, no me dejes pagar, aunque te lo ruegue y también intente poner cara de pocos amigos. Tienes que invitarme.
Charlemos. Ya sabes, no hablar en serio. Saltar de un tema a otro. Opinar de esto y de aquello diciendo siempre un poco de todo y mucho de nada acerca de asuntos de poca importancia.
Caminemos hasta casa dando rodeos. Llévame de la mano. No dejes que ningún detalle hermoso de la gran ciudad se escape a mis pupilas, ni pasemos de largo los escaparates más curiosos.
Al llegar, en el salón, nos sentamos. Nos tumbamos. Da igual. Y reñimos un poco, pero en broma, sobre qué película ver. Al final ganas tú, porque no nos apetece llorar con eso tan trágico que yo propongo.
No vamos a terminar el film. No llegaremos a los créditos y el tema principal de la banda sonora. Igual que siempre. Como nunca. Porque me besas. Porque rozo tu piel de una manera poco disimulada, pero tratando de que no parezca premeditado. Porque ahora tú me tocas a mí. Y nos decimos "esta tarde" o "esta noche", y eso dependerá de cuánto tiempo nos haya llevado todo lo anterior, "vamos a hacer el amor despacio". Y lo susurramos creyéndolo, pero sabiendo a un tiempo que es mentira, pues dentro de escasos instantes nos arrancaremos la ropa sin piedad, y vamos a pedirnos a gritos (pero al oído, siempre al oído) deseos inconfesables que harían sonrojarse al mismísimo diablo hasta la puntita de los cuernos.
La próxima vez que nos veamos, tomémonos una noche libre.